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portada-la-ola-fabio-morabi.jpg La ola que regresa. (Poesía reunida)
Fabio Morábito
FCE
México, 2006








Por Nayar Rivera

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En 1985, a los 30 años, Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) publicó Lotes baldíos, libro inaugural que establece el equilibrio como constante de su poesía:  equilibrio del ritmo y el tono, del verso y la cadencia; equilibrio entre el anonimato y la exploración de la individualidad; entre su historia personal y su calidad de ser uno más, ciudadano,  gente común; entre la lengua descubierta como afirmación de un lugar en el mundo y la lengua empleada como medio para manifestar un lugar neutro, y desde allí, estirar la mano e intentar tocar lo intocable: “¿Quién escribe en los muros?/¿Quién inventa los chistes?/¿Quién sella los refranes?”

Lotes baldíos es inadvertidamente, sutilmente original. A pesar de las referencias inevitables que evoca el nombre, no habla de la esterilidad de la tierra, ni de la vacuidad de la existencia, ni del cansancio de una sociedad agobiada por el peso de su historia, como The Waste Land de Eliot. Por el contrario, los poemas urbanos de Morábito no representan a la ciudad, la encarnan: “¿Por qué te abandonaron/perfectamente liso/y sin pena ni gloria?/Dan ganas de ponerte/un nombre, alguna marca, /muro solo.”

Aun si una voluntad arqueológica nos orilla a buscar su genealogía literaria (¿estará en Montale, al que traduce?,  ¿o más atrás, en sus ciudades originarias: Alejandría, Milán, México, que cita casi compulsivamente?) Algo nos dice que no vale la pena buscar más, que basta sentarnos a contemplar el paisaje poético casi plano, gastado, que se presenta ante nuestros ojos, y descubrir en él formas visibles sólo desde cerca, desde la quietud. Morábito descubre la naturaleza como un modelo, una forma primera que ha evolucionado hacia sustancias inorgánicas pero sensibles.

A fuerza de despojos, en la poesía de Fabio emergen las áridas resultas, no metáforas sino vectores que apuntan, como señales de tránsito, hacia el mundo y hacia el sentido.

De lunes todo el año (1991, Premio Aguascalientes), reafirma la presencia de un poeta que espera un acontecimiento que no llega tal vez en lo que ya escrito, distante, consabido. Lo leo, y me hablo: vamos y venimos de lejos, desde la dispersión. Entiendo la misma realidad en viñetas, me alimento de ella de la misma manera, con su capacidad osmótica, pero con diferentes movimientos, con olas y con espacios quietos  en el ruido del  vaivén del transporte: “En la mañana oigo los coches/que no pueden arrancar. /A lo mejor, entre los árboles,/hay pájaros así, que tardan en lanzarse/al diario vuelo.”

De puro gusto, me acuerdo de otros textos que brincan de los textos de Fabio como hipertextos hacia otros universos poéticos con sólo algunos asideros en común, por ejemplo, el de Emily Dickinson, que también se refiere a una realidad pausada, casi tímida: “Despertar es mejor/si se despierta en la mañana. /Si despertamos a la media noche,/es mejor soñar con el alba” (Versión de José Manuel Arango).

Pero si precisamos un poco, podemos pensar que la voluntad poética de Morábito no viene de  la observación reconcentrada de la naturaleza que suele atribuirse a Emily Dickinson, sino más bien de la maravilla de la naturalidad robada al artificio que nos fascina en Sei Shoganon. Así, es posible emparentar otros dos textos, el primero del último poemario de Morábito, Alguien de lava (2002) y el segundo del Libro de la almohada: “Se elige el agua/que se quiere hervir, se abre la llave y se observa”.  “Cosas que han perdido su valor: Una barca grande, elevada y seca en un estero, durante la bajamar. /Una mujer que se ha quitado sus falsas guedejas para peinar el poco cabello que le resta.” (Versión de Hiroko Izumi Shimono, Iván Pinto y Oswaldo Gavidia).

Fabio Morábito es un lector que se embota en la lectura del otro, se ciega de lo que menos brilla y al recuperar la realidad, la realidad de un mundo de ideas, de un mundo de posibilidades para las que intentamos vivir, logra recuperar los anhelos, ubicarse de regreso detrás de los objetos y los versos.

Podríamos precisar que cuando Morábito nos habla del mundo, en realidad nos habla de su construcción de sí mismo como materialidad: sus versos son sus ciudades, sus muros, sus tuberías. Sus rutinas están cerca de su casa que es su pluma: “Los columpios no son noticia, /son simples como un hueso/o como un horizonte […]/donde los niños queman/sus reservas de imposible.”

Pienso en Elizabeth Bishop y el arte de perder, tan difícil de aprender en su argumentación fallida: “El arte de perder no es muy difícil; /tantas cosas contienen el germen/de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.” (Versión de  Ilán Stavans).

Un mundo de verdades que bajan apenas de la grandilocuencia, que se mantienen apenas en el equilibrio que caracterizó la construcción de lo posmoderno, entre un regreso a la tradición que no es realmente un regreso sino una continuidad y una pizca de sentido del ridículo que nos salva de la sabiduría y el aburrimiento: “Quizá usemos las moscas como excusa/para alejar a Dios con la mano.”

Anfitrión y parásito, subsidiarios de la realidad por las palabras y por las presencias, pues los “versos no se inventan/ los versos riman y se forman/ en el instante justo de quietud/ que se consigue/ cuando se está a la escucha/ como nunca.”

Está todavía por verse hacia donde nos llevará la lectura de lo que sigue, que por lo pronto se encuentra equidistante de las cosas, las palabras, el oficio y la voluntad que las anima: “¿Por qué si digo pájaro/me enciendo/y cuando digo ave me intimido? […]digo pájaro y me embosco,/me enarbolo/ y me ensombrezco,/y al decir ave me remonto,/pierdo la sombra y subo,/subo.”




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