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portada-pueblada.jpg Pueblada
Germán Arens
Ediciones en Danza, Era, Buenos Aires, 2008

 

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La isla de los conejos

Por la vías
del tren Zapalero,
del puente
al rancho del loco Banse,
un salto de tranquera
y hasta el río.
¡La isla de los conejos!... El silencio.

(Actualmente
se la puede ver
en el Google Earth).

Algarrobos de los tiempos
en que el indio,
chañares y caldenes.
Detrás del agua
“El Gualicho”.

La siesta
es despertar de la mañana
extenuado
de vanidades catastrales,
de ceños sarmientinos.
¡Gesta de la barbarie!
la historia y la mañana.

Barba de chivo
roja y amarilla,
guirnaldas en la pampa salitrosa

Zambullida irreverente
premura en calzoncillos.
El invierno es una excusa
de cagones.
Manos curiosas,
ojos largos,
carne sana.
Boyita alcahueta
batidora de bagres.

Hasta el cielo parece monte
con siete perros negros.
Jarillal osadía,
yarará imprevista
que hoy puede ser mujer,
mariposa imperecedera
siempre niña.

Lluvia de plomitos
hacia arriba,
vida viudita de un corral
sin palo a pique.

La isla de los conejos… El silencio.



Atentado

El árbol de membrillos
en el que me oculté
para disparar
tres tiros
al “vitraux” de la iglesia
ya no está .
Tampoco
mi rifle Mahely 5 y ½,
ni siquiera
la mano gatilladora.

La iglesia
nunca ostentó
sus campanas,
estaban guardadas
en un cassette.
El cura
apretaba
“play”
y los devotos
a la misa
del domingo de mañana
todos los domingos.



E.T.

El extraterrestre
se domiciliaba
en la primera casa
de la calle Alem
de un pueblo
sureño argentino
homólogo a su río,
se desempeñaba laboralmente
como instructor de pesas.
Lo caracterizaban:
La excelencia de sus músculos,
su adustez
y una incipiente miopía.

Una noche
observándome desde atrás de sus anteojos:
La cabeza rapada
en la que memoro
mi existencia,
junto al metro noventa
y tantos
que porto desde mozuelo
como dijera Manuel;
bastaron para mitigar
su sospechada sospecha.

“Mi origen estaba en el centro de la Tierra”

La escopeta
era de doble caño,
la cargué con breneke
que me diera Rancaño
(cazador de chanchos y chanchas).
disparar disiparía mis dudas,
el extraterrestre
aseguraba ser inmortal
por unos trescientos años
de los nuestros.

Lo insté a desvestirse.
Definitivamente…
en su pectoral izquierdo,
una fecha de vencimiento
violeta y disimulada
yacía inalterable.
Le apunté al corazón,
supuse que el corazón
de los extraterrestres
sería un órgano
vitalmente vital
así los nuestros.
Disparé
y en su pecho
quedó un agujerito
que me retrotrajo
a la mirilla
del baño
por la que espiaba
a las visitas
cuando era mozuelo
como dijera Manuel.

Desde entonces:

¡Quiero conocer a mis verdaderos progéneres!
…y como un sabueso obstinado…
no dejaré de cavar,
hasta llegar al centro del planeta.
Me apoyo en mis patas traseras
usando de pala las delanteras.



Yolanda

El tren
se detendría a las tres de la mañana
como todas las noches.
Buscaríamos el pullman,
y uno tras otro
a paso impacto
recorreríamos los vagones
hasta la cola carbonera,
luego nos dirigiríamos al cementerio
en un Falcon perfumado;
y bajo una cruz
con la única luz de la luna
si en el presente se estaba:
Invocaríamos el espíritu
de algún muerto de confianza
en ronda
al rededor de su tumba,
bajaríamos al osario
sin más compañía
que una linterna,
tantearíamos
los picaportes de todos los panteones
hasta la dada entrada anhelada,
e intentaríamos abrir un ataúd
de fecha reciente
como lo hiciéramos
en el cementerio de La Adela.

El tren se detendría
a las tres de la mañana,
sería nuestra última aventura.
La tía Yolanda
se presentaría ante nosotros
con un ramo de rosas
y sin carne

 




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