En el Jerez de López Velarde*

 

Marco Antonio Campos

especial-campos.jpg“Fiel al más íntimo y querible de nuestros poetas”, amigo al que no conoció, Campos evoca el pueblo donde transcurrió la infancia del autor de La sangre devota, entre 1888 y 1900, y al que dedicó inolvidables versos:

En su niñez jerezana, López Velarde admiró el encanto de las niñas que poblaban la Plaza de Armas.

Vine la primera ocasión a Jerez en 1981. En algunos aspectos todavía era un pueblo que se veía en “el espejo diario” de finales del siglo XIX. A lo largo de las páginas de un ensayo póstumo, Xavier Villaurrutia destacaba los numerosos versos de López Velarde que tenían relación con el olfato. Se podía aún, yo podía aún, en aquel 1981, al caminar por las calles, respirar “el santo olor de la panadería”, las frutas del mercado de la tierra, los cuerpos de las muchachas que llamaban a las madreselvas... Uno podía ver aún las casas detenidas en el reloj inmóvil de décadas atrás, y luego de caminar por calle de las Flores, llegar a la Alameda, y ponerse bajo los “árboles máximos”, oír picotear a los troncos de los árboles a los “pájaros de oficio carpintero”, y podía uno entrever la figura alta y morena de nuestro poeta, cuando leía poemas en latín sólo interrumpido de súbito por el destello del vestido azul de Adela Molina. Imaginaban “aquellos ojos míos de 1981” (para adaptar un verso de Federico García Lorca) que al ver los ojos de las jóvenes bellas, yo les decía esos versos de Ramón, que a su vez él repetía en un poema como dicho por una señora del poblado: “Cuando busque mi hijo/ a su media naranja,/ lo mandaré vendado hasta Jerez”, y creía ver que ellas, en las calles o en la Plaza de Armas, bajaban un poco los párpados, inclinaban ligeramente la cabeza, y decían líneas de la “joyante canción” que cantaba la madrina de nuestro poeta: “Si soy la causa de lo que escucho,/ amigo mío, lo siento mucho”. Un prodigio de tierna sencillez popular que resume el desamor.

El escueto Jerez de finales del siglo XIX y principios del XX sería quizás de seis u ocho cuadras a la redonda, tendría numerosas casas donde habría un buen número de ejemplos de esa arquitectura llamada gótico-jerezano, casas con tapias de azulejos, balcones enrejados y patio o jardín interior, ese pequeño Jerez, al que rodeaban luego huertas y huertos, y después de aquel círculo, a lo largo y a lo ancho, las haciendas grandes y pequeñas. Como cuentan los cronistas, la tierra era fertilísima. Buena parte de ese pueblo y de ese mundo, que detalló bellamente Eugenio del Hoyo en su libro El Jerez de López Velarde y que el salvajismo revolucionario, en especial de los villistas de Pánfilo Natera, estuvieron a punto de dejar en ruinas, incluyendo este bellísimo Teatro Hinojosa, que quedó, como la misma capital del estado, descuidado durante décadas por la destrucción y el exilio de las familias. El teatro sólo se salvó por la desesperación de sus habitantes que llegaron a tiempo para sofocar el fuego. Por fortuna, algo de aquel Jerez empieza a recuperarse desde que se recibió la denominación de pueblo mágico, un pueblo mágico que sería impensable sin la invención verbal de López Velarde.

Salvo la Alameda, que ha sido definitivamente afeada por construcciones que pudieron hacerse en otro lado, uno puede aún solazarse transportándose en el tiempo a los sitios característicos que Ramón López Velarde nombró y amó: la Plaza de Armas, el Santuario, la Parroquia, el Jardín Brilanti, el teatro Hinojosa, la calle del Espejo, la calle de Las Flores, y a unos cuantos kilómetros la hacienda de la Ciénega, donde moró Josefa de los Ríos, Fuensanta, en una casa lacónica de la plaza, casa cuyas ventanas el adolescente jerezano no dejó de rondar, casa a la que con mi amigo José de Jesús Sampedro he visitado un par de veces, y en la que la dueña o inquilina amablemente nos acomide a pasar, y ya en la sala nos detalla lo que ella cree de buena fe de cómo y quiénes fueron Fuensanta y su familia, y en efecto, “la casa se dividió en dos, porque ventanas sólo hay una, sí señor, observó bien”, dice la señora a Sampedro.

Todo en López Velarde tocaba a la mujer. La infancia jerezana del poeta entre 1888 y 1900 tuvo para él el encanto de las niñas, a las que encontraba, por ejemplo, en la Plaza de Armas, la “plaza de musicales nidos”, donde rondaban, entre las “fuentes cantantes y los prados umbríos”, “el coro de chiquillas”, las “pequeñas torcaces” que le cantaban “en la mañana de un día claro y justo”, “las párvulas lindas y bobas” que le dejaron “una gota del filtro de amor en la frente”.

Si Plaza de Armas era el jardín grande, al Jardín Brilanti, que tenemos enfrente de aquí del teatro, se le llamaba, como ustedes saben, el jardín chico. A su modo, con la Alameda, eran los lugares confesados de soledad o esparcimiento del niño y adolescente jerezano. Pero el musical nombre de Jardín Brilanti, debido a algún decreto de quién sabe qué presidente municipal, que en un desdichado arranque de patriotismo inútil pero de escasa literatura, cambió el nombre por el de Miguel Hidalgo, como si no hubiera miles de jardines y miles de estatuas y miles de calles llamadas Miguel Hidalgo en el país y ni una sola con el nombre de Brilanti, quien fue, por demás, quien lo mandó diseñar y hacer, y no el padre de la patria. Ojalá vea el día que, en un arranque de sensatez, al Jardín Brilanti le sea regresado a su nombre original, nombre que además contiene un sonido metálico de campanilla de plata en la mesa. Menos mal, me lo digo con escaso consuelo, que el nombre del Teatro Hinojosa no ha sido cambiado por Teatro Luis Echeverría o Teatro Carlos Salinas de Gortari.

La Virgen de Guadalupe es la virgen nacional y en alguna medida americana, y lo fue también para López Velarde. “La médula de la patria es guadalupana”, escribió en un texto de El minutero. Pero regionalmente hay vírgenes de las cuales los mexicanos se sienten más cerca porque son de su región, de su ciudad o de su pueblo. La Virgen de la que se sintió más cerca el autor de Zozobra es la Virgen de la Soledad, la Madre Dolorosa que dolorosamente lo miraba en el Santuario, iglesia que fue el centro religioso del mundo del joven católico liberal, maderista y carrancista. López Velarde sabía que llegaba a Jerez desde que veía, subido en la carreta, el “valle azul y la azul sierra”, y luego lejos, allá, en el centro del pueblo, los campanarios, es decir, las “torres parleras”, las “torres ágiles”, “las torres gemelas” de ese Santuario donde se casaron sus padres, donde vio a Fuensanta un sinnúmero de veces, Santuario que preside la Virgen de la Soledad, que lo tenía –como dice en un verso- “comprado en cuerpo y alma”, lugar donde acaso soñó más de una vez casarse, y donde imaginó, casi al final de su vida, que la Virgen, “cabizbaja y benévola”, lo veía llorar y las aguas del llanto desbordaban el Santuario e inundaban las calles. En esa imagen RLV veía unidos simbólicamente las aguas del Bautismo y los Últimos Óleos, es decir, nacimiento y muerte. ¿Pero acaso en una lectura más atenta, no hay también el sentimiento de culpa de nuestro poeta por no haber vuelto a Jerez, de no vivir en Jerez, en ese lugar del que sentía que nunca debió salir? ¿No imaginó acaso en su poema “Mi villa”, en versos henchidos de ternura y nostalgia, cómo habría sido su vida aquí? Recordemos estos versos:

Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría el refrigerio,
de conocer el mundo por un solo hemisferio.
Tendría, entre corceles y aperos de labranza,
a Ella, como octava Bienaventuranza.
Quizá tuviera dos hijos, y los tendría
sin un remordimiento ni una cobardía.
Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,
el niño iría de luto, pero la niña no.


Siempre que he venido a este hermoso y entrañable pueblo, lejos del ferrocarril y vivo en la poesía y en la imaginación de Dios, siento al caminar, que la silueta y la sombra de Ramón López Velarde me acompañan al lado. Tal vez esté ahora aquí en el teatro. Seguro está. No puede ser de otra manera. ¿Él debió regresar —el fantaseó regresar— a Jerez —¿no lo dijo?— “cardiaco y gotoso”? ¿No dijo acaso también en el poema final de Zozobra, su libro pedestal?:

Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.


Sin duda habrá alguien en este recinto que recuerde que José Juan Tablada escribió una carta al poeta guanajuatense Rafael López el 2 de agosto de 1921, es decir, un mes y medio luego de la muerte de Ramón, una carta que no puede leerse sin lágrimas. Habían pasado ya en ese 1921 la revolución armada en México y la Primera Guerra Mundial en Europa. Y Tablada escribe a López: “(…) Pero vino luego la muerte de nuestro querido Ramón, que me dejó atónito y me llenó de estupor. Por más que las hecatombes hayan asolado a nuestra patria y al mundo y nos hayan familiarizado con la muerte, en este caso la desgracia sobrepasó toda previsión. Yo siempre imaginé a Ramón fuerte, longevo, patriarcal, lleno de sabiduría y de progenie en una casona de su provincia amada. Cuando [yo] vuelva a [Ciudad de] México y no lo vea, voy a sentir como si en el lugar de la Alameda encontrara un gran socavón”.

*Palabras leídas al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde, en el Teatro Hinojosa de Jerez, Zacatecas, el 19 de junio de 2010, autorizado por su autor, Marco Antonio Campos.


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