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Periódico de Poesía lamenta profundamente la pérdida reciente de Germán Dehesa, quien fuera profesor de la Facultad de Filosofía y Letras y maestro de muchos escritores. Lo que sigue es una breve semblanza personal escrita por Pedro Serrano, Editor en Jefe de esta publicación.

Memoria de German Dehesa
 
Por Pedro Serrano
 

german-dehesa1.jpgConocí a Germán Dehesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en el Seminario de Poesía Iberoamericana. Aunque ya había tomado clases con él un año antes, allí coincidí a finales de los años setenta con Fabio Morábito, Ana Castaño, Jaime Moreno Vilarreal, Javier Contreras, Ena Lastra y Javier Sicilia, entre otros. La clase era ácida, aguda, y llena de exigencias, matices y conocimiento. Las diferencias de opiniones y el contraste de puntos de vista, que él mismo inducía, hicieron de ese curso uno de los mejores que tomé en la UNAM. “¿De verdad crees eso que estás diciendo?”, solía decir, después de alguna opinión enrevesada. Una autoridad suave y un rigor irónico explican en parte la diversidad de caminos que los escritores que allí se formaron han seguido. Unos años después volví a encontrarme con algunos de ellos en un taller de escritura que dirigía Germán, en casa de Curry Fernández. Allí estaban también Blanca Luz Pulido, Alberto Paredes, Enrique López Aguilar. La primera vez que fui a ese taller, leí un poema que a todos mis amigos les había gustado. Era la primera vez que mostraba algo mío fuera de mi grupo de amigos, pero a pesar de mis nervios iba confiado. Sentía que lo que quería decir estaba ya ahí. El poema gustó, efectivamente a todos, y ante cada opinión me iba yo sintiendo cada vez más en mi lugar, orondo y pavorreico, hasta que, cuando ya todos habían acabado, Germán dijo: “allí está el poema; ahora escríbelo”. Por supuesto que me hundí en mi silla. Pocas cosas me han servido más para entender que un poema se tiene que trabajar hasta el final, que los poemas se acaban, y que es en ese esfuerzo continuado donde se labra cualquier posible logro. La poesía es a la vez una intuición y un oficio, y sin este último la primera no sirve de nada. Las reuniones de ese taller eran tan rigurosas como sus clases, pero a la vez muy distintas. Durante una época, incluso, tomamos clases de jotas y de sevillanas, que nos impartía Curry. Una de las imágenes más cálidas que tengo de Germán es verlo dar vueltas en media punta, con pants y zapatillas. Todos nos tropezábamos pero todos lo intentábamos de nuevo. Para ese entonces Germán ya había dejado de dar clases en Filosofía y Letras, y empezaba a escribir lo que se convertiría en una de las columnas más importantes del periodismo mexicano, Escribo esto y lo primero que pienso es que ojalá y Arturo Montiel no vuelva dormir una noche más en su vida. Y con él todos aquellos que coinciden con él en el mismo cinismo e impunidad. A mí me hubiera gustado que escribiera más sobre poesía, pero su labor radical lo fue orillando cada vez más a ser una voz pública y fue haciendo de él una figura indispensable como registro moral en México. En ese sentido fueron muchos los que aprendieron, gracias a él, que la vida y el arte corren parejas con el viento. Y que Jorge Luis Borges, al que le dedicó clases y representaciones, no es ajeno a nuestra propia intimidad e integridad. Germán Dehesa dirigió mi tesis de licenciatura, sobre Vicente Aleixandre. Para entender mejor los Diálogos del conocimiento, uno de los libros necesarios en poesía, me hizo leer no sólo a Pere Gimferrer, que es quien mejor lo había leído hasta entonces, sino también el Mahabaratha y al místico catalán Ramon Llull. A veces se olvida que en la academia el conocimiento entra por puertas inesperadas, y que son esas guías, al parejo del ejercicio industrioso, lo que mejor nos lleva a nuestras metas. Durante casi treinta años seguí viéndolo, a veces con más frecuencia, a veces de manera esporádica, y siempre, las conversaciones que tuve con él fueron de una calidez luminosa. Fue amigo de todos en mi familia, cosa no fácil.  Hace unos años, cuando murió mi padre, escribió una columna que se abría como flores y como pájaros. Hace unos meses, cuando murió mi hermana María, hizo un pequeño medallón amoroso sobre su vida y su incertidumbre. Se acaba de posar una paloma torcaz en el barandal de la calle. Por alguna razón, como la flor de Coleridge que Borges recupera y que con él leímos, la paloma se planta y se convierte en el ojo del mundo, por unos segundos, hasta que se va. Como la flor de Coleridge, que le confirma haber estado en sueños en el paraíso, y que con él se queda, esta paloma es un signo de su desafío, de su amistad y de su integridad.



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