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portada-nos-han-dejado.jpgNos han dejado solos
Rafael Espejo
Pre-Textos,
Valencia, 2009.

X Premio de Poesía "Emilio Prados"

Por Juan Carlos Abril

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Los lectores de poesía —y en concreto los lectores de la poesía de Rafael Espejo— necesitábamos que apareciera este libro hace tiempo, veníamos demandándolo. Son varias las razones. Al panorama de la poesía española contemporánea, en su actual vaivén entre tradición y vanguardia, le hacía falta un libro como Nos han dejado solos, un poemario condensado que viene a poner las cosas en su sitio. Viene a ordenar algunas cosas, aquéllas a las que le hacía falta ser ordenadas. Porque en cualquier tira y afloja se dan casos exagerados por un lado y por otro, cuando ninguna de las dos partes encuentra términos medios en los que conformarse o sostenerse, y porque hasta cierto punto es natural que estas cosas sucedan. Y en este sentido, la aparición de libros como Nos han dejado solos viene a simplificar el panorama, a explicarlo, a allanar esas rugosidades de sentido que sólo aparecen para darle una nueva configuración —entiéndase: otra— a ese panorama.

Este libro nos trae el nuevo repertorio de vida y emoción intensas que suele ofrecernos Rafael Espejo en cada una de sus entregas. Aquel Círculo vicioso, aparecido en la Universidad de Granada en 1996 no fue una casualidad sino que se ha ido agrandando y ensanchando, como un hula-hop que va abarcando en cada poemario un radio más extenso y, además, a más velocidad. Así ha ido creciendo la poesía de Rafael Espejo, quien mueve sus caderas con un dominio asombroso. Ciertamente, tras aquel libro primerizo pero de composiciones nada desdeñables, que mostraban a un poeta maduro y joven al mismo tiempo, su siguiente entrega, El vino de los amantes, en 2001, fue el que lo asentó en el elenco de poetas jóvenes indiscutibles, con voz nítida, dejando estela… La poesía de Rafael Espejo no obstante ha evolucionado, y ha seguido una trayectoria que intentaremos desgranar algo más menudamente aquí, aunque cada uno de sus anteriores poemarios poseía ya textos que podrían alumbrar algunos de nuestros razonamientos ahora. No existe evolución desde cero, ni saltos al vacío en el caso de Espejo, antes bien, hay meditaciones escalonadas y una reflexión extendida a lo largo y ancho de una existencia “feliz porque salvaje” (citamos de memoria unos atinados versos del anterior libro), que cuando debe preguntarse razonablemente sobre esa existencia prefiere significativamente que No me lo expliques (este es el título de uno de los poemas de esta entrega que reseñamos). El ser, por tanto (y resumiendo), se encuentra en el centro de este libro; y paralelo a eso una meditación en torno al ser y al tiempo en el que le ha tocado estar. Tanto en aquel poema de entonces como en éste de ahora las razones que llevan al poeta a preferir el lado más carnal de nuestra duración son sin duda la necesidad y la conciencia de vivir en el otro, de vivir en la otredad. Para Rafael Espejo no hay existencia plena sino es compartida, ni siquiera la soledad, puesto que “Algo con insistencia está pidiendo / que me salga de mí si yo contigo”, y estos versos dejan claro la propuesta de participación en un proyecto —el de la vida como pulsión erotanática, la cual no puede someterse a razonamientos de ningún tipo— que sólo son realidad cuando se hace entre dos, y mucho más en una voz esbozada en primera persona del plural, que es la que enuncia el propio título, Nos han dejado solos, y que toma conciencia de la soledad en tanto que espacio en común. Uno de los poemas que se encuentra al inicio del libro, con lo que se nos querrá ofrecer una forma de entender la filosofía que lo configura, y que no por casualidad se titula Poética dice así en su comienzo: “Nada tan pleno como lo simple, // los cuerpos se comprenden / mejor desde los cuerpos.” Simple pero complicado al mismo tiempo, añadiríamos nosotros (con permiso del poeta), sin más explicaciones que dos cuerpos tendidos y el diálogo sin palabras que al amarse entablan. Para rematar el poema con la siguiente afirmación: “No probará un poema / ese lenguaje”, porque no podrá hacerse intelectivo y racional ese vivir pleno, y un poema sólo será una experiencia copiada de esa realidad que hemos vivido. Y podríamos entresacar de estas palabras que el poema, más allá de ser concebido como estructura lingüística independiente, es un texto que vehicula experiencias vividas. El poema sería una experiencia, de acuerdo, pero siempre al servicio de la vida. Y es este latir volcánico y vital el que se encontrará emergiendo en las emociones que se nos trasmiten. No hay nada más importante que la vida, y sin ella tampoco la literatura tendría razón de existir.

Pero apuntábamos la idea de la soledad, siempre esgrimida desde el nosotros, que se plantea no obstante en su doble filo. Porque la soledad no tiene escapatoria, y sólo puede ser disfrutada si es aceptada, sólo resulta agradable cuando se ha perseguido. Un matiz optimista brillaría detrás del título, que tiene algo de complicidad amatoria, de invitación al viaje —interior y exterior— y al divertimento, de eclosión de ese territorio del juego que va a suceder unos minutos después de habernos quedado solos. Porque parece que por fin nos han dejado solos y porque parece que lo estábamos esperando, que los que nos han dejado solos no sabían que estábamos esperándolo y que tenemos todo dispuesto para desarrollar un plan, perpetrar una travesura o inventar algo. Este es, sin duda, el lado optimista, una soledad compartida —pansexual, panamatoria— como un refugio frente a la sociedad, una intimidad que resiste al mundo canalla en el que vivimos. Pero podríamos también hablar de un lado pesimista, es más, nos parece oportuno explicarlo brevemente, ya que va implícito en los posibles significados de este título rico y polisémico que nos ha regalado Espejo. Podríamos pensar, en este segundo caso, que nos hemos quedado solos, que la sociedad ha fracasado una vez más y que nos hemos tenido que quedar solos porque no teníamos otra opción, que la soledad, como tantas veces ocurre, no es buscada sino impuesta. Que hemos tenido que refugiarnos a la fuerza en la intimidad. Y esto no es muy agradable. Sin embargo, el calado negativo de esta situación a la que hemos sido arrojados tendría un consuelo ciertamente válido, muy válido, una gran ventaja, y es que vamos a vivirla entre dos, acompañados, y eso es mucho más dulce. El gran detalle —aumentado con lupa— de vivir en la otredad, de relación constante y continua, es lo más importante seguramente para acceder después a cualquier otra posible interpretación, ya que a partir de ese sistema se construye el libro e incluso la individualidad más cerrada: “Vivir, pero además / vivir consciente, / vivir como si solo / fuese real la vida. // Y dar gracias a ciegas / a quienes me engendraron”. Nuestra individualidad sólo es posible a través de los demás, a través de los otros, en una conciencia plena de nuestra existencia en la que la relación con los demás nos vertebra. Este es uno de los textos (Autorretrato) más interesantes de todo el libro, situado simétricamente en el centro, y que viene a servir de eje sobre el que pivotan de alguna manera el resto de experiencias, imágenes, emociones, sentimientos… Un poema que habla de uno mismo pero que no puede dejar de hablar de los demás, y he ahí que acabe, en las dos últimas estrofas, convirtiéndose en una “acción de gracias” laica. Agradecimiento que tiene mucho que ver con la fugacidad de la vida, con una radical conciencia de nuestro paso por el mundo (véase la enumeración final sobre las decepciones, nuestra transitoriedad, etc.), pero que no por ello vamos a dejar de saber que los hilos más importantes que nos unen a nosotros mismos son los que nos atan —para bien y para mal— al tejido social en el que nos insertamos: familia, amigos, etc.

Así, el poema dedicado al padre, Espejos enfrentados corroboraría todo esto. El personaje poético quiere escribir a su padre, que es su “envés”, es decir el otro lado, en claras alusiones a las posibilidades interpretativas de la palabra ‘espejo’, juego a la vez de significaciones simbólicas y alusiones biográficas a través del propio apellido. “¿Qué viaje inconcebible / a través de las masas y del tiempo / nos ha traído aquí, / frente a frente mirándonos, / restituyéndonos?” La contraposición de padre e hijo, de generaciones, no se explica en virtud de cada unidad específica, sino en la valía de lo doblemente unido, de lo que restituye una imagen real, imagen y reflejo en un solo mecanismo especular, en un juego de identidades que se diluyen en la percepción idealista de una sola realidad bicéfala, o en dos cuerpos que forman parte de una misma cabeza concreta. Manos y piernas repitiéndose, multiplicándose y reduciéndose, la dialéctica padre/hijo encierra mucho más, ya que alberga en su interior una sentimentalidad menuda y tierna, un corazón que bombea a todo el árbol genealógico. Porque nuestra percepción de la determinación concreta a la que estamos sometidos por el hecho de nacer es muy distinta a una realidad del todo incognoscible, pero ideal y asumible desde el punto de vista más natural. La derivación implícita que significa que del padre nazca el hijo y que así se reproduzca generación tras generación parece que acabará integrándose en la nada, en una pregunta retórica sin respuesta que viene a plantearse el propio significado de las preguntas: “Cuando de esta velada interior / ni una memoria quede / —ni un déjà vu genético / en los que vendrán—, / cuando se pierda al fin y para nunca / habernos celebrado, / ¿con qué nombre llamar / a lo que ya no exista? / ¿Qué va a significar esta pregunta?” Parece que hay una conciencia explícita —podríamos decir la misma que T. S. Eliot esgrime en Four Quartets: “In my beginning is my end”— de circularidad que se cierra en este enfrentamiento nada polémico, sino más bien en sentido nominal estricto, de espejos, de personalidades que se anulan pero al mismo tiempo se complementan. Son espejos, pero en esa anulación/complementación acabarían siendo espejismos, encadenados en esa relación dialéctica que hemos citado y que al mismo tiempo que crece, se reduce. El misterio de la creación y de la sucesión generacional no tendría más explicación que el asombro ante lo inexplicable, nosotros seríamos un reflejo de las cosas, que suceden siempre fuera de nosotros y que pensamos que no son verdaderas. Y esta creencia consiguientemente nos comprimiría en fenómenos —epifenómenos, al modo antoniomachadiano— de lo que somos, escapándose a nuestra percepción pero con una suerte de conciencia creada por el sucederse de los acontecimientos y las impresiones, una especie de película fantasmagórica en la que el personaje principal somos nosotros. Por eso esta magnífica composición que venimos comentando concluye así: “Quedémonos un poco todavía / aquí; aunque el sol se ha escondido / aún hay algo de luz / para que tiritemos / de puro fantasmales.”

Y por el otro lado, ese que se reproduce en el espejo, y estableciendo una correlación con esa simetría minuciosamente dispuesta, el poema que continuaría esta duplicación de las imágenes que se van reflejando sería Idéntico a lo mismo, que vendría a suponer una explicación de todo lo que venimos exponiendo, arguyendo tanto la conciencia de la vanidad de nuestra existencia: (“Valgo igual que una mosca, / que una encina, la lluvia”) como la importancia de esa estructura relacional a la que aludíamos, y por la que la conciencia de nuestra fugacidad cobra algún sentido (Nos prestamos amor). Más allá de estas razones accesibles para nuestra comprensión, el poeta intenta acercarnos al mundo de lo desconocido a través de leyes físicas y materiales, que aunque se nos escapan nos ponen en las manos un material manejable: “Y no soy yo quien habla / sino la voz del mundo, / que se sirve de mí para aliviar / tanta ley física, / tanta contingencia. // La ociosa gravedad de cuanto va existiendo.” Ese mundo que tampoco se puede explicar en las leyes genéticas que encadenan padres a hijos o que pretenden revelar el misterio de la creación, encerrado siempre en simbologías más o menos alegóricas. Un espectador, que en este caso asume la voz del poeta que va describiendo, pero cercano al anonimato, es quien nos relata lo que existe entre el ocio y el negocio, esa paradoja y fruto feraz de lo que existe y en la que estamos envueltos contradictoriamente. Recordemos que el poema antes señalado, No me lo expliques comenzaba diciendo “Cuando unas aguas se diluyen / en más agua / crece el anonimato del mundo”. Y a propósito de esto véase también el final del poema Buenos días, noche, que medita acerca de la imposibilidad de amar de otra manera que no es la que se ofrece, o dicho de otro modo, que es imposible hacer feliz a la otra persona cuando ésta no es feliz con lo que le recibe, porque siempre pide más, ya sea porque vivimos en la insatisfacción continua, en el deseo tantálico que siempre se nos está ofreciendo, y atormentándonos, o porque en el fondo no hemos aprendido a ser en el otro, a respetar que en cualquier estructura relacional —dialógica, en términos bajtinianos— puede existir un punto donde no confluyen ambas partes, y que esos puntos son definitivamente los más importantes para que se sostenga esa estructura, ya que aseguran el respecto de cada una de ellas. En el fondo pensamos que existe un amor ideal, una relación ideal y que hay que crear toda la tensión posible para alcanzarla, pero lo que debe primar es un análisis de las características de cualquier relación ajeno a idealizaciones o autoengaños.

El poeta nos asegura que es imposible acceder a la verdad última de lo que está sucediendo no porque estemos incapacitados para ello o nos falten físicamente las fuerzas sino porque esa supuesta verdad no existe como tal, y lo que pretendidamente creíamos que existe son sólo reverberaciones, destellos de nuestra educación sentimental o de las ‘falsas’ estructuras que se nos han ido imponiendo, y en las que venimos creyendo como ‘reales’. En cambio, lo que sí existe es esa búsqueda del anonimato que diluiría nuestra inútil identidad cerrada (cerrada, aunque Nunca del todo), y todo esto es mejor explicarlo a través de la reproducción íntegra de este poema breve: “Saber menos aún, / desabrazarle al yo sus anillos de árbol, / confundir mis ideas con luciérnagas / intrascendentes. // Tenerme cada vez, nunca del todo, / como si fuese un niño quien me vive.” Si el anillo se abre hacia el exterior no es en busca de otro yo que asfixie las características específicas de esa identidad, sino que busca deshacerse de cualquier ligazón o atadura que lo manipule y le impida realizarse en su personal manera de entenderse y entender el mundo. La soledad que planea en Nos han dejado solos, en el fondo, ha sido enunciada por dos, en plena conciencia de lo que representa (decíamos al principio), y como tal cada una de las partes debe asumir lo que significa y sus repercusiones. Sólo a través de la asunción de estas ideas unipersonales se puede llegar a la convicción colectiva, o a lo que es lo mismo, a esa concepción de la soledad que apuntábamos más arriba, la soledad compartida.

Porque el amor, ya para concluir, que es sin duda la temática que más abunda no por casualidad, y brillantemente, en las páginas de Nos han dejado solos, no se puede concebir desde otros parámetros que no sean los aquí expresados brevemente (el resto de este extraordinario libro lo dejamos para que los lectores puedan indagar), los cuales evitarían que nos diluyéramos en el todo pero que al mismo tiempo impedirían que nos aferráramos a nuestras vacuas identidades, mirándonos el ombligo. O no sería amor de lo que se nos habla. Aquí el amor está abierto a una experiencia siempre dispuesta a ser vivida, receptiva. Por eso se propone este Final contiguo cuando todavía no hemos llegado a la mitad de la lectura del poemario: “Y aunque el tiempo nos lleve / de viaje en paralelo, // no podrá desunir lo que quedó fundido: // mírate con mis ojos, / yo también soy tu casa.” 



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