In memoriam Antonio Alatorre
(Autlán de la Grana, 1922-Ciudad de México, 2010)
 

 



Alberto Paredes

 

antonio-alatorre2-baja.jpgEn las últimas horas de ayer 21 de octubre de 2010, Antonio Alatorre acaba de despedirse de la vida. Destacado discípulo de Raimundo Lida y Alfonso Reyes, miembro del Colegio Nacional, director de la Nueva Revista de Filología Hispánica de El Colegio de México, que bajo su tutela consolidó su importancia internacional, fue también profesor de casa en nuestra Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Recordemos que él y su amigo y paisano Juan José Arreola idearon aquella revista juvenil llamada Pan (1945), donde por primera vez el cuentista Juan Rulfo se vio impreso. Desde ese momento, esos tres amigos jaliscienses empezaron a enriquecer la literatura mexicana de tal manera que no la podemos imaginar sin su aporte.

¿Cuál es el legado de Alatorre hacia nosotros? Libertad y rigor de pensamiento combinados; leer como una más de las pocas y auténticas pasiones que provienen de la raíz de la vida. Durante muchos años fue un catedrático de referencia en el posgrado en Letras. El curso que conformó lo retrata: seis semestres para hacer un recorrido completo de la poesía lírica de los Siglos de Oro. Él advertía algo como esto “Empiezo en Garcilaso, y acabaré en Sor Juana; ustedes pueden subirse y bajarse del camión cuando quieran”. La inteligencia, cultura, erudición, experiencia de Antonio honraban de manera ejemplar aquel tesoro de nuestra lengua que merece llamarse Siglos de Oro. También prodigaba humor y sarcasmo ante los comentarios desafortunados, mal fundados y erróneos. Lo hacía, vinieran esas pifias de quien fueran, estudiantes del curso, pero también académicos y estudiosos de los mismos tópicos. Ciertamente no tenía pelos en la lengua e instaba a lo mismo. Pensar, no acatar ni repetir.

Amén de la generosa docencia, su obra se despliega en tres frentes complementarios: 1) artículos, ediciones y trabajos especializados; 2) su  trabajo minucioso como traductor; 3) sus libros de divulgación. En el primer caso, entre otros órganos, la NRFH y el Anuario de Letras han publicado una serie de artículos a los que nuestra comunidad debe regresar incesantemente. Como traductor (de latín, inglés, italiano, portugués), baste señalar: Marcel Bataillon, Erasmo y España (1950), Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900, (1960 y 1982); en co-traducción con Margit Frenk: Gilbert Highet, La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental (1954) y Edward Sapir, El lenguaje: introducción al estudio del habla (1954). Tres títulos de su obra como divulgador impar: Los 1001 años de la lengua española (1979), Ensayos sobre crítica literaria (1993) y El apogeo del castellano (1996).

Si se ha de abarcar su figura, tampoco puede omitirse que era un profesor en el más alto sentido; formaba personas. ¿Quiénes de los egresados de sus aulas no reconocerían la influencia decisiva de Antonio en su formación intelectual? ¡Cuántos de sus estudiantes no podemos delimitar en qué medida lo que somos proviene de su magisterio! En mi caso, tuve el privilegio de conocerlo en las aulas de la UNAM; fue ahí que me toleró como discípulo, y a partir de ese vínculo él y Miguel Ventura propiciaron que fuera amigo de casa.

Era un hombre libre, en el más profundo y sereno sentido de la expresión. Se regía por convicciones. Pertenecer o no a ciertas instituciones, participar o hacer caso omiso de grandes homenajes y actividades ruidosas, haber entablado airadas polémicas escritas (con Paz, entre otros), todo ello señala a un hombre que al disentir y alzar la voz, lo hacía por fidelidad a sus pasiones. Insistía en no ser llamado crítico, erudito, lingüista, catedrático ni denominaciones similares. Con él recuperamos un vocablo: ser amigo y custodio de la lengua, de la magia de las palabras: filólogo.

antonio-alatorre1-baja.jpgLeer a cabalidad, reflexionar y darle coherencia a los libros a los que nos enfrentáramos: eso es lo que propugnaba Alatorre, en la mejor tradición de la escuela hispánica de filología. El saber como experiencia humana. “Las cosas que uno siente en la lectura jamás pueden estar equivocadas” –decía para volver de sus discípulos universitarios responsables y valientes.

Al concluir su trayecto, constatamos que la obra escrita de Alatorre es mucho menos magra de lo que llegó a propagar la leyenda de “autor sin libros”. Una primera tarea que le debemos será la de conformar exhaustivamente su biblio-hemerografía. He mencionado lo primero que me ha venido a la mente; nosotros, la comunidad entera y los miembros de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, podemos seguir escuchando su amoroso saber, por ejemplo, en un libro que ha sido tan poco advertido: la Lírica personal de Sor Juana, tomo I de las obras completas en el FCE; el volumen es oficialmente del 2009, pero en realidad sólo empezó a circular en este 2010. Es una edición que con decoro y discreción rebasa la tradicional de Alfonso Méndez Plancarte (ésta de 1951). ¿En qué medida Alatorre percibía que era su última entrega mayor? Editar anotando y explicando la poeta que lo ocupó constantemente rotula una amplia y rica trayectoria. Recibamos su despedida, testamento y testimonio de vocación de vida, su forma de ser en el hogar del hombre que es la poesía. Su cuidado de Sor Juana nos está diciendo que la conversación continúa indefinidamente.

Hasta siempre, Antonio, gracias por la compañía.

Te abraza, como tantos otros:
Alberto Paredes
22 de octubre de 2010.

(Fotografía tomada de la Revista Proceso. Antonio Alatorre en su jardín, recién nombrado Premio Nacional de Lingüística y Literatura 1998). 

Leer Ensayos sobre crítica literaria (CNCA, 1993):

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