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portada-ultima-funcion.jpgÚltima función
Marcelo Uribe
Almadía
México, 2009. 

Por Jorge Aguilar Mora

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Última función: ¿suprema función? Ser objeto. Ser objeto como libro. ¿Función acabada? Ser libro. Ser libro como objeto. El objeto se proyecta en el libro y el libro se refleja en el objeto. No importa en qué edad estamos: el objeto es lo que está afuera, siempre afuera, mirándonos. Qué perfecta es la muerte o qué escondida está detrás, no del objeto, sino de los objetos. Objetos: una casa compuesta de paredes, muebles, enseres, habitantes, sueños, respiraciones, vidas, pasiones, progenituras, reflejos, y cuadros, lienzos, superficies cubiertas de pintura, una capa de pintura, otra capa de pintura, y tantas capas hasta que el lienzo y la superficie vuelven a aparecer como si nada hubiera pasado.

Se acabó la función: un espectáculo y una operación. Es lo mismo. No, no es lo mismo. Voy del espectáculo a la operación de vivir, de lo mismo a lo mismo. Por eso la perfección en Última función de Marcelo Uribe es un camino. No un origen, ni un destino, es decir, antes que todo no un est-hado, ni una est-ansia, ni siquiera un estar diminuto ante la casa que se desmonta, ante la vida que se deshace, ante la necesidad de salir del teatro porque la función ya se acabó y ya no queda nada, ni los recuerdos. Un camino que también, con la sabiduría del escepticismo infinito, se desmontará, se desmoronará, se volcará sobre sí mismo para olvidarse de todo.

Libro de la perfección del olvido, libro de la complicidad más secreta a la que nadie tiene derecho de acceder sino las palabras que están dentro del libro y el arquitecto que las puso ahí. ¿Las palabras? La complicidad más secreta es precisamente ese secreto con el cual las palabras esconden, con su sombra, la perfección de los objetos que perecen, que han venido a perecer; y esa evidencia con la cual los objetos dejan ver, en su rostro siempre anodino, y siempre significativo de campanas, de puntos inmóviles, de fotografías, de miedos, de estaciones, de ausencias, de rostros, de cuadros de Rothko con ventanas, dejan ver los objetos que no hay nada sino la perfección del camino. ¿Objeto, camino? Déjenme abrir esa puerta hacia la nada y quedarme enterrado en este cementerio de poemas. Lápidas, epígrafes: la última función es la sabiduría de estas palabras que no dicen, pero están listas para acompañarnos cuando ya no recordemos nada, cuando ya no quede nada de nosotros y sólo ellas sean testigos de lo que fuimos. Digo, de lo que somos.




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