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portada-echado-a-perder-baj.jpgEchado a perder
Carlos Pardo
Visor,
Madrid, 2007.

XI Premio Internacional Generación del 27 

Por Juan Carlos Abril

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Carlos Pardo (Madrid, 1975) nos había avisado con su anterior y extraordinaria entrega, Desvelo sin paisaje (Pre-Textos, 2002), que estaba por venir algo tan importante como lo que entonces ya se nos ofrecía. Ahora, Echado a perder sorprende sobre todo porque se ha producido una evolución y un cambio efectivos en las formas, los temas y las intenciones, también en el fondo. Este libro posee un poso de ironía o desconfianza y, en buena medida, provocación, que no poseía el anterior, más meditativo y, por qué no decirlo, grave. Pero lejos de comparar, sumerjámonos en esta flamante obra que desde sus inicios nos brinda una rica y sugerente lectura. Además de que en la contracubierta se nos advierte de que “Echado a perder […] es un largo poema roto”, lo primero que salta a la vista de este poemario es su construcción en función de un diálogo, su dialogismo. El poeta-narrador está siempre dando pie a que se le conteste, como si hubiera un hilo de conversación anterior que desconocemos y del cual el poema representa un corte —quizás el más significativo— de esa cadena hablada. De ese todo que desconocemos, sin embargo no podemos conocer más que el texto, obviamente, por lo que deducimos que la cita de Diderot que nos introduce al libro, “¿Y qué más da, con tal de que tú hables y yo escuche?”,  funciona como un hipertexto que espolea el significado global del conjunto hacia una dirección precisa: lo importante es el texto, lo que poseemos; el resto, los estímulos por los que fue posible llegar a él o la otra parte del diálogo, no importan, y ya sean anécdotas o razonamientos profundos, no cuentan porque “La biografía nos abandonó”, y sólo hay que centrarse en —dedicarse a— lo que importa. De hecho, se recurre en varias ocasiones a que nos fijemos en lo que el texto dice o no dice, como en: “Era la primavera, y sigue/ una enumeración.” El lector debe reconocer qué es lo que de verdad se posee, en sentido textual, sopesar las palabras, qué se posee pero no está escrito, y al unir los cabos elaborar una teoría de conjunto y darle importancia tanto a lo que parece a simple vista central como a la periferia, de la que todos formamos parte.

Aunque parezca sencillo, este mecanismo se encuentra al borde de lo comunicable, en el extremo de lo decible y, en muchos casos, de lo que se puede comprender. El uso de metáforas, imágenes y referentes que complementaría esta empresa arriesgada, y una particular visión vanguardista de la obra, que la alejaría de un discurso plano o lineal, pone y propone el resto, como si una mano "inocente" arrojara sin querer una cerilla medio encendida a la caja de fuegos artificiales: “Forma,/ cualidad de lo obvio,/ rehén del claroscuro,/ tiempo garrapiñado,/ propaganda.”

El análisis metapoético del propio lenguaje deja paso a un referente, con el que, si no es para realizar una sátira de cualquier intento de elevación, los poemas pocas veces adquieren dimensiones metafísicas: “¡Ay escolasticismo/ dame más/ de lo mismo!”

Estos fragmentos también se construyen internamente, bajo los engranajes nada lógicos del diálogo, y es incontrolable lo que puede suceder cuando dos personas —emisores; o mejor aún: dos focos de emisión— se ponen a hablar pero no se comprenden, sea por lo que sea: “Carezco de tus virtudes, amor.”, o mucho peor cuando se encuentran al borde de la separación, y por tanto de la anulación de ese mismo diálogo y ya sólo resta preguntarse “qué hago yo aquí contigo, conviviendo”. Desconocemos por qué la comunicación a veces se entrecorta, como si no hubiera cobertura, y fueran insalvables esos vaivenes, pero sí sabemos qué puede llevar a que se corte del todo, radicalmente: no el hecho de que uno hable y otro escuche, que no es diálogo sino la base del monólogo, retomando la cita de Diderot, o de que los dos hablen, remedando la cita, sino el hecho de que sea imposible establecer el silencio como punto de unión o acuerdo. Si la dialogía nos enseña algo es que existen también momentos y situaciones en que es imposible acercarnos al otro, en que a veces es imposible entenderse y hay que callarse, replegarse, reflexionar sobre lo que uno aporta al diálogo, más que exigir lo que el otro debería aportar. En cualquier caso las claves o constantes durante estas páginas, se repliegan sobre cierto optimismo comunicativo como única y posible salida a la incomunicación en la que se encuentran encerrados dos que no se escuchan y, peor, que no lo saben.

Primera cicatriz
de soledad, nudito,
vuelve a advertirme:
Estás equivocado.
Alguien te escucha. Habla.

Esta composición sumaria (lleva una suerte de título que reza Del griego Omphalós, es decir "ombligo") no sólo conecta con el oráculo délfico, por un lado, que dicta sus sentencias y que hay que asentir porque quieras o no lo que se pone en juego en el oráculo es tu destino, del que no se puede escapar, sino que, por otro, desde el punto de vista de nuestra propia vida y del diálogo insatisfactorio que nos rodea, con nosotros mismos y con los demás, hay que ponerla en relación con ese toma y daca que sacude el libro justamente en el acto de la comunicación en sí, justamente en ese acto en que nadie puede intervenir porque nadie puede dar ni quitar la palabra.

Ahí se halla ese límite de “el arco rilkeano” y la duda, la tensión del mismo poema que puede estallar, al confluir en una misma composición elementos heteróclitos que pretenden configurar un todo, esto es decir la última palabra. Aquí se evidencia que entre vida y literatura, aunque se puedan establecer mil elementos de unión, siempre se pueden observar, incluso a simple vista, aquellos otros detalles que las separan, porque la vida está abierta, y el poema o la obra, por el contrario, son algo cerrado. En el momento en que el narrador descubre el abismo que existe entre ambas dimensiones de la realidad, entre vida y literatura, se retrotrae, y asegura que “Me arrepiento de haber dicho sintéticas”. El diálogo interno del poema se encuentra pleno de sucesos e intersecciones, como la vida misma, y no existen situaciones monolíticas (“la alfombra de la causa”), ni personas monolíticas: “Afuera: el individuo./ En casa: un adjetivo para cada infierno.”

En el nosotros esparcido que aparece acá y allá, se contrasta ese confluir de dos voces que a veces, felizmente, se ponen de acuerdo, llegando a complementarse: “Nosotros no/ tenemos hogar. […]/ —Otro con tentaciones./ —Es el mismo.”

De este modo podríamos desarrollar otras lecturas, aspectos o vetas temáticas de este magnífico Echado a perder —tan representativo de la lírica emergente—, pues da para mucho más, pero baste por ahora esta breve cala. En él no se renuncia a cierta figuración en la que se escogen las palabras de un modo determinado para enfrentarlas a su doblez. Sus fragmentos más extensos brillan especialmente por su dimensión discursiva, y son los momentos ciertamente más memorables. En estas partes, o fragmentos internos, más largos, el diálogo continúa una labor-conversación que nunca acaba “Nada que ver contigo, amor”; pero el poeta se entrega a una tarea todavía más difícil, sostener su propia voz, aunque sea en falsete, “con cantarina voz de mulata o enano.”, debido a que posee “muchos estímulos”, y no puede dominar ese “verbo fluido”, una especie de lengua blanda que no lo deja detenerse ante su propia elocución. Por eso se nos advierte desde el inicio que “—El trabajo es precioso”, y ese guión nos indica que partimos de un diálogo previo en el que ya se ha venido hablando del "trabajo" del poeta, ése que no es productivo económicamente y que, a la luz de cualquier otro que no sea el escritor, parece menos importante de lo que es realmente y que, sin embargo, como un remolino, te absorbe y te puede ahogar.




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