Los alanos emigraban.
El astrólogo cosía el cielo. En las llanuras y en las cordilleras, en los bosques de escombros mitológicos los tilos esparcían su ortodoxia, golpeaban al alba los baldones de pacíficos reinos, vertían plomo en campos roturados. A ti y a mí bajo el caparazón de un cielo rosa nos cuida el siglo XXI: cónsules de la retaguardia, altivos aranceles del amor aduanero. El alma en su paisaje filosofa; es el tacto quien nos da la razón. Te quiero al modo de los viejos pintores del trecento, humana y geométrica, ojos negros, piel blanca, rebeca roja y camiseta verde militar. Ya debería el tiempo andar por ahí. Las tejas son del gris del dragón de Komodo. Las horas de la tarde nuestras contemporáneas. La niebla alimenta a las vacas, el silbo del levante rodea el cráneo y la urbe se abre al clima como piel. Aún nos reconocen en una playa, en un desierto, fuera del tarro que cristalizó en la alacena. De algún lugar de la pobreza vuelve autoritaria la felicidad: Tú, al rincón. El retrato español Son periferia, no vienen de muy lejos. Abre el grupo una mujer, terrosa la barbilla por una quemadura –chándal, cazadora de cuero– con un surco de carne enroscado a la oreja. Esperan la apertura del museo. Vienen a reconocerse. Los que son como yo o son yo sobrellevan cada uno la carga del más próximo. Nos deprimimos juntos. Celebramos el anhelo aplazado, y si nuestro retrato suma invariablemente cero y la lluvia de fondo natal nos anonada, no querremos cumplirlo. En el origen una mesa ridícula. Paredes amarillas con recortes de prensa. Al ritmo episcopal de los equinos del paseo, un hombre inútil mezcla amor e ideología. Nosotros no tenemos hogar. Hacemos cola bajo el apóstol pintor. —Otro con tentaciones. —Es el mismo. Nunca seré discreto y me duele aunque frío el corazón habría de aquietarse como una pila bautismal. Trastorna el desayuno en los pasillos del hotel –tampoco hoy son los tártaros. El alféizar sugiere la propiedad del suelo –no mi raíz, no tierra: suelo que es vida bajo tierra. Regresaré al azar a saber quién reemplaza la obra vieja. No fui el último al que echaron ni el que apagó las luces. Con pigmentos de drama o con la gasa gruesa del estío el clima no me recibió. Una mañana madrugué, pero era libre. Es todo. Náufrago en la factura del agradecimiento, virgen de una promesa cana, entre jóvenes curas y personas mayores. Soy un hombre reciente, me perdonen los árboles invernalmente ralos, las palomas aplaudan al nuevo del atrezzo. Como las circunstancias me pidieron un toque personal
adopté el tono bajo para voz atiplada
con temblor en la frase y temor en el verbo,
resuelto a trompicones.
No era yo
ni era el propio lenguaje
quien hablaba, sino un experimento
de humanos con cultura,
pues soy un hombre de labios impuros
y en un pueblo de labios impuros
habito.
Porque era vanidad
querer narrar la vida
aun más cubierta de su camuflaje
de cuidado interior,
desflecada
en oficios,
y vanidad hablar
del mundo como de la superficie
que devuelve el reflejo
de uno mismo asombrado
y un nimbo de paisaje lila
o verde y fucsia y ocre
o negro con dos trazos azules
excéntricos,
de pulso abierto,
dialéctica del tacto y la cabeza
en cielos que un exceso creador
pulcramente dibuja despoblados
–y vanidad que no dijera yo
y que hablara de dioses de un acervo de oídas. Las mujeres van y vienen oliendo a tàpies. Hemos tomado fórmulas prestadas del viaje épico, del auto- conocimiento a pie, del folk, del rock, de los documentales susurrantes, del apólogo esdrújulo, del cosmos homeopático. No partir, no llegar. Retardar para cuando realicemos de forma pleni- potenciaria el placer sin que éste nos consuma, más digno por la confianza, más aséptico sin duda por haber olvidado la emergencia, por haber esperado –si el deseo era auténtico hablando en jerga de autenticidad– un deseo que luego luego será mejor. Hablar para salir airosos de la vida por los caminos del lenguaje. Y aquí termina la insatisfacción. |
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