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Ley natural, Francisco Segovia

LEY NATURAL 
Francisco Segovia,
Ediciones sin Nombre, México,
2007.

Por Luis Paniagua
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Alguna vez afirmó Francisco Segovia (México, D. F., 1958), refiriéndose concretamente a los libros El aire habitado (Pretextos, Valencia, 1995) y Rellano (Ediciones del Ermitaño, México, 1998), que el armazón de sus poemarios seguía un orden más acorde al de las obsesiones y las ideas que al del mero azar cronológico. De esta manera explicaba por qué en el libro más reciente aparecían algunos poemas más viejos que otros del título anterior y viceversa. Por este motivo se animó a reunir ambos títulos bajo uno común: El aire habitado (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2003): “Creo que ambos forman una sola cosa o que al menos uno es el tintero del otro […]. Hace ya tiempo que tengo la sensación de estar escribiendo siempre los mismos (pocos) libros”, señalaba nuestro autor, en la cuarta de forros del volumen mencionado. Me atrevería a decir que Segovia conoce muy bien su modus operandi, que casi la totalidad de su creación poética responde a los estímulos de un puñado de ambiciones de distinta índole, que quizá sea posible hallar la hebra que urde el tejido de su poesía.

Y tal vez también obedezca a este proceso su más reciente obra: Ley natural –sin embargo, me interesan, por un motivo más particular, las palabras arriba citadas. Dividido en cuatro apartados, el libro es la suma de las variantes de un tema único (el paso del tiempo que al fin deja su rastro en lo que es el mundo; el devenir de la existencia en ciclo repetible a todas luces hasta el vértigo); cada cuadernillo explota, a su manera, la sola veta que se nos ofrece en la totalidad que representa el texto. De cierta forma, Ley natural cumple en sí mismo lo que el autor mencionaba líneas antes para los dos libros; esto es, si la totalidad de sus libros es uno solo, pareciera que en el presente poemario nos encontráramos con que la totalidad de sus poemas son el Poema, es decir, que, en palabras del propio autor, “uno es el tintero del otro”.

Casa es el título del cuadernillo que inaugura el libro. Como su nombre lo indica, en el presente apartado podemos encontrar un cúmulo de poemas que hablan del hogar y de las cosas y experiencias que éste encierra. Nuestro autor va, de cierto modo, de lo general a lo particular pues abre el cuadernillo con el poema “La casa habitada”. No obstante el título, en el transcurso del poema nos damos cuenta de que la casa es habitada por una suerte de presencia fantasmal, de recuerdo perennizado; ser invisible que está pendiente de todo lo que ocurre en la casa, pese a que, aparentemente, se ha ido: “No había nadie ahí cuando me fui./ No me fui yéndome de nadie” dice, pero más adelante se pregunta: “Pero si no me fui de nadie/ ¿cómo es entonces que me fui?”. Esta ausencia presente marca el ritmo en el que se desarrolla toda la primera parte del libro, ya que la casa es habitada, sí, pero habitada por una realidad que no es la actual. Así, podemos notar que lo más real que existe en la morada son los objetos inanimados; esto es, su presencia perenne denota y refleja a los otros habitantes; el polvo y la herrumbre, la humedad y el destartalamiento son los elementos que signan la mayor parte de los poemas de este apartado. De esta forma, los pequeños objetos cotidianos acusan el deterioro de la existencia a través de su callada sustancia, de su mutismo material. El poeta oye y expresa: “Y entonces vemos sobre el muro/ –en una vieja foto descuadrada–/ el desvencijamiento de la vida toda”. En este sentido, lo que sostiene aún en pie a la casa son esos utensilios aparentemente sin importancia; son ellos los que dan presencia a los habitantes ya que los señalan, los delatan o, mejor, apuntan con sus dedos inmóviles hacia la fantasmagoría en la que han mudado sus antiguos moradores. Queda claro, entonces, que la casa y todo lo que hay en ella se encuentra en estado ruinoso, y ello hace que las cosas sean una especie de espejo que refleja una vida pasada; y esta fidelidad al recuerdo que refleja es tal que, en esa rememoración de lo pasado, los habitantes pueden ver la calidad de ruinas que cada objeto guarda en sí. El poema “Indicio del tiempo”, nos da clara cuenta de ello: “Esas hojas alguna vez fueron el árbol/ esas piedras la montaña./ Pero no son hoy de ese ayer/ ni su nostalgia: son/ –como las ruinas– el vestigio/ de algo que no fue/ para nosotros…// ¿Cómo no mirar/ en todo entonces/ un despojo?// Y aun así viviendo/ en un mundo de cosas que son rastro/ de otras cosas y otro mundo/ no podemos hablar sino de cosas nuestras/ (este árbol esta piedra esta casa)/ y sólo de eso hablamos:/ de esto que nos queda/ de todo esto…”. Así, los habitantes perciben un presente que es ruina futura, esto es, aquello que pervive en las cosas es el residuo de lo que alguna vez fueron, no obstante ser ya ruinas de un futuro por venir. Pero no sólo los objetos manufacturados tienen esa calidad ambivalente, sino también los de la naturaleza, pues podemos observar en el poema “Reflexión (1)” que el jardín está desecho y, al mismo tiempo, renovado: “Miramos el jardín/ a la vez en ruinas y recién pintado”. De esta forma, cada cosa contiene es sí lo que es y lo que será, como la vida misma: “¿Quién puede decirnos/ si estamos figurándonos ahí/ la vida entera/ o ahí la vida entera/ se nos muestra como es?”.

Esta calidad intuitiva que nos hace figurarnos, por medio de los objetos que ambientan el poemario, la doble valía que cada elemento encierra en sí, a saber, el presente que es, a la vez, residuo del pasado y semilla del futuro. Pese a todo esto, es el jardín el que mejor revela las características que señalo, al tiempo que nos brinda pistas de lo que vendrá más adelante en el libro, pues en él es más visible la calidad cíclica de la existencia, es decir, su ley natural, la del renacimiento. El poema “La jardinera” dice: “Pero anoche cayó pesadamente/ la helada en sus macetas/ y el frío sorbió el color/ que aún quedaba en la escarcha/ de violetas y begonias.// […]// Y sabe Dios también que mañana/ habrá macetas nuevas en el patio”. La existencia, sorbida fríamente por la helada, renacerá nuevamente en su fragancia.

Los elementos que señalo en estos poemas nos dan la pauta para entrar en el próximo cuadernillo, el que da título al libro: Ley natural. En él se exploran distintos registros en que se puede rastrear la doble valencia de todo lo que existe. Desde el epígrafe de Heráclito podemos hilvanar el tema de los poemas: “Una misma cosa en nosotros/ lo vivo y lo muerto,/ lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo”. Esto es, como es arriba es abajo; la ley de las cosas es casi como un fractal y en cualquier zona por donde se lo tome se podrán observar las mismas características. El poema “Ciclo” expresa claramente esta cualidad que bautiza: “A punto ya de madrugar/ el cielo límpido refleja/ la fragua de Vulcano.// […]// Pero esta pura luz al rojo blanco/ volverá al ocaso/ a ser lumbre mineral/ y piedra en el Averno”. Hay una alborada (como este poema lo es de su apartado) que se perderá, mas sólo para renacer al día siguiente. Pero no hay que irse a las cosas de magnitudes inconmensurables, pareciera decirnos el poeta, para ver esas cualidades pues aun en lo pequeño se puede observar: “entonces cada piedra y cada cosa/ se alzaría por sí sola/ a llenar el infinito”. Así, lo grandioso está en todo, y cada cosa, por ínfima que sea, guarda en sí un cosmos.

También la vida está presente en la muerte y viceversa, pues la una alimenta a la otra, en un ciclo ininterrumpido. El poema Naranjo es un testimonio de lo anterior: “Pesadamente cuelgan las naranjas/ […]/ al naranjo sólo lo vence el peso/ cuando ya es hora de soltar el fruto./ Sólo ese golpe afelpado lo sobresalta/ un momento. Y mira entonces otra vez/ cómo se fermenta el cementerio/ donde tiene hundidas sus raíces”. De esta forma, la vida se sustenta de lo que muere, por naturaleza, no obstante que estas leyes las dicten los dioses, pues vivimos gracias a sus dones y todo por ellos funciona.

Pero si la vida es posible por la generosidad de los dioses, ellos también necesitan a sus criaturas. Así queda demostrado en Atanor, tercer apartado del libro. En el poema Hoguera podemos percibir cómo el hombre es la ofrenda que sustenta a las deidades: “Tú y yo miramos cómo arde el bosque/ a trechos cada año/ y cómo impunemente/ en su larga delicia/ se fuma un dios el humo/ de la hoguera donde ardemos”. Parece que estos versos nos dieran la pista de cómo se alimentan los dioses; es decir, el mejor sacrificio es inmolarse en el lecho, a través de la carne y del ritual amoroso: “Como una ofrenda hecha a lo Alto/ me detengo en ti…/ ¿Encajarás las uñas?/ ¿Morderás?// Al misterio que oficias en ti misma/ me entrego yo en silencio/ y sin consagración alguna”.

En A la intemperie, último apartado del volumen, se reiteran los móviles que sostienen el andamiaje del libro: la presencia de los contrarios y el sustento de todo mediante ellos, en un ciclo sin fin… Hay dos poemas en los que se puede leer claramente lo que digo: Árbol lo dice de este modo: “Vive la raíz/ de alimentar a sus hojas/ (de tierra de agua).// Las hojas viven/ de alimentar a su raíz/ (de luz de aire).// El árbol todo vive/ de dar lo que su vida toma/ de tierra de aire/ de agua de luz”. Por otro lado, Cosmogonía expresa: “Nada que de veras viva vive/ sin mezcla de elementos.// Nada de veras vive/ si no se revuelca en lo demás”. De esta forma, en el presente apartado, la presencia de los opuestos complementarios acusa directamente un ciclo que habrá de completarse por la reunión (unión) de elementos que logran hacer que en uno solo, aunque sea por un momento, habite la totalidad, esto es lo vivo y lo muerto, lo anterior y lo posterior, lo grande y lo pequeño. El texto es, pues, una suerte de ley cíclica, natural, que se advierte en los poemas: algo que muere, algo que nace (renace), algo que se encamina hacia el “[…] abismo/ a donde sin embargo siempre todo va/ a cumplirse…  “.


Ver selección de poemas de este libro

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