Joaquín Giannuzzi escribió en 1988 que la de Paulina Vinderman es “una poesía concebida a partir de la existencia y no de la literatura”. La aserción es irrefutable, me parece, pero también incompleta. Yo diría, más bien, que la de Paulina Vinderman es una existencia concebida a partir de la poesía. En tiempos de escepticismo y embotamiento en los que la lírica parecería exigir impactantes descargas de excentricidad para recuperar su naturaleza comunicativa, Paulina Vinderman nos recuerda que el poema no es sólo experiencia humana hecha lenguaje sino, ante todo, lenguaje que se vive como experiencia humana.
Bote negro recuerda tanto la infinitud y la perplejidad existencial en los mejores poemas de Samuel Beckett (“my way is in the sand flowing / between the shingle and the dune”) como la fatiga que acompaña a la nostalgia en el bosque de espera y dolor de Robert Frost (“The woods are lovely, dark, and deep, / But I have promises to keep, / And miles to go before I sleep, / And miles to go before I sleep”). A diferencia de éste, no obstante, Paulina Vinderman no hace un alto en el bosque: Paulina es viajera, Odiseo a la deriva, y por medio de la escritura persevera contra su propia turbación al tiempo que poema y memoria rivalizan, conscientes ambos de lo vulnerables que son al abandono. El poeta es el exiliado de su propio pasado, un proscrito, y quizás tampoco vale la pena mirar a un futuro donde todo lo prometido es deuda. “
“¿Y el presente?”
El presente es el poema, el recuerdo del poema, el poema perdido, la melancolía y la pérdida. “No hay fronteras en el país de la memoria”, escribe Paulina Vinderman. “El poema es una tierra sin distinción, donde marzo / es tan prometedor como noviembre.” En el recorrido a bordo de este Bote negro se vive el poema y, sobre todo, se vive en el poema: “Viajaré por la página de la noche sin mentir, / viajaré otra vez por mi río barroso que se cree mar.” A medida que los recuerdos salen a flote, poco a poco, para convertirse más tarde en una oleada que se atropella, las palabras se yuxtaponen y se enciman; al lenguaje se le pide, se le obliga a comprenderlo todo en una rauda sucesión de imágenes atrapadas al vuelo: “Debo cazar rápido las palabras: mundo, árbol, lágrima, / va a anochecer y aún no he comprendido el día.” Escribir para vivir, crear para entender. La verdad simple y llana es traición en la búsqueda humana de un abrigo en el exilio de la distancia y el abandono. La poesía de Paulina Vinderman es poesía que configura el mundo. No obstante, si, como escribe Sylvia Plath, “el chorro de sangre es poesía”, o a la inversa, la poesía es sangre, es vida, el poeta se afana entonces por hallar también el modo de no desangrarse. Y ésta es quizá la empresa, la búsqueda más ardua a bordo del Bote negro: aprender a vivir con la poesía, luchar no sólo para propiciar sino también para acallar el torrente de palabras. El miedo, el dolor y la alegría de vivir día a día con lo que uno ama y detesta, la pasión cotidiana, la lucha que no por pasarle desapercibida al mundo deja de ser dramática y desgarradora, y sin embargo que reafirma, como escribe la poeta, “la dulzura de la fe en las palabras” con cada minúsculo hallazgo, con cada pequeña victoria: “con la clemencia de la luz”. Es este vivir la escritura —más que escribir la vida—, el vivir con el asedio del tropel de versos olvidados que ronda cual fantasma, el vivir con “dedos dispersos manchados de tinta” (llevar en el cuerpo la señal y a veces la mácula del oficio); es este vivir la escritura lo que hace en Bote negro soportable y llevadero lo efímero, lo que enseña al ser humano la necesidad de aprender a vivir con la pérdida: “El cielo se desovilla y olvido a las nubes / a medida que pasan porque ése es su destino...” En su encuentro con la inefable fatalidad de las cosas del mundo, Paulina Vinderman alude a un desconsolado pasaje de la tragedia shakesperiana de Macbeth:
Sin embargo, nuestra poeta no olvida la antorcha que le alumbra el camino al hombre, no sólo hacia la tumba sino también al sitio de origen, al lugar de la creación:
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