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portada-cuadernos-baja.jpgTres cuadernos
Alberto Paredes
Samsara Editorial
México, 2010.






Por Jorge Aguilar Mora

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Más allá o más acá de los pronombres explícitos de un texto, la escritura escoge su destinatario, y nada, ni nadie limita su voluntad. En un poema íntimo de amor, el destinatario puede ser una multitud, contemporánea o arcaica; o algún autor secreto perdido en algún siglo irreparable. Friedrich Schlegel lo sabía muy bien cuando escribía – mejor dicho, cuando dejaba sin terminar, como un acto constante de inacabamiento – su novela Lucinda. El autor dirigía cartas a la única mujer que podía leerlo, y la escritura enviaba jeroglíficos de despedida a los griegos y al arte clásico.

En sus tres cuadernos, Alberto Paredes le escribe a la pasión de encontrar en territorios ajenos la identidad de un caminante solitario. Pero la escritura de sus poemas tiene otro destinatario: la comunidad virtual de la amistad y los amantes. Mientras él le habla al mundo para decirle que entiende sus signos, que sus signos les dan forma a sus sentidos, y que sus sentidos en armonía con el mundo transfiguran sus facultades; ella, la escritura, se adelanta, deja al poeta en el deslumbramiento y la humildad y traspasa el horizonte de la subjetividad: se consume en premura de convocar las presencias virtuales de aquellos que encarnan en nuestra vida la complicidad de la amistad y la soberanía del amor.

Con agradecimiento, vemos que Alberto Paredes no trató de ocultar nada: nos da los cuadernos de la intimidad, aquellos que se abren para el minuto incandescente, como diría Gorostiza, y que se cierran para las estepas peladas del insomnio (de nuevo Gorostiza). Ahí queda todo, entre dos tapas, en hojas cuadriculadas, la cuaderna vía no de un conocimiento, sino de un establecimiento: ahí, en los cuadernos, está, para bien o para mal, el testimonio de un peregrinaje que no busca altares, ni sitios sagrados. Todo es sagrado de antemano. En esa errancia del caminante solitario no hay ceremonias, hay recolección de signos, de gestos humildes no por virtuosos sino por realistas: las campanadas celebratorias de una hora del día “en los aires de Mafra” encuentran su realidad en la sangre, en el pulso, el corazón que palpita del peregrino. Así nada más, así de simple, y así de eterno.

Mientras tanto, como un obsesionado que delira por encontrar el mar, la escritura atraviesa el desierto y cumple con la osadía de cruzar el umbral del horizonte: la tierra prometida se abre ante sus ojos. No es que ésta exista, no es que ésta lo espere, es que al entrar la escritura en el horizonte aparece la única coartada disponible para el caminante que no terminará de caminar – así como Schlegel nunca terminó, nunca quiso terminar Lucinda: esa geografía temporal, esa cronología territorial que es la virtualidad del amor y la amistad. La escritura no encuentra amantes, ni amigos; encuentra el mapa que está buscando el peregrino y que nunca encontrará.

En ese momento, nosotros, los lectores, nos damos cuenta del privilegio de estar leyendo estos cuadernos: nos dan la oportunidad de contemplar una relación más íntima y más recóndita aún que la del amor y de la amistad. La de la escritura con el autor. ¡Qué amor de la escritura por el autor! ¡Se rinde hasta los parajes más inhóspitos para encontrarle al poeta lo que éste nunca encontrará, ni conocerá, pero que prueba, al menos, que el peregrinaje no es inútil, ni insensato!

Y también, quizás, eso depende de cada quién, nos ofrece a los lectores el privilegio último de decidir incluirnos en esa virtualidad del amor y la amistad. ¡Qué escritura más amable! O, para evitar los malentendidos con palabras que han perdido su literalidad, qué escritura tan generosa de pasión. Su búsqueda nos permite ver, a nosotros, los lectores, al peregrino, nunca perdido, siempre atinado siguiendo las campanadas de la sangre, pero sí, solitario, soledante, solidario. ¡Qué soledad más escribida!



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