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portada-rosa.jpgUna rosa
Adriana Díaz Enciso
Ediciones Sin Nombre
México, 2010.

Por Alicia García Bergua

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En esta época en la que la poesía es en general una búsqueda a través del lenguaje de lo inefable, de lo inalcanzable, de lo indefinible de las propias sensaciones y pensamientos, Adriana Díaz Enciso nos entrega Una rosa, un libro de poemas escrito con la retórica del romanticismo byroniano y baudeleriano, y del simbolismo. En este largo poema la poeta se arma con su corazón, su alma y su sangre, para buscar por todo ese territorio fantástico y subjetivo que es ella misma, a partir de su lenguaje lleno de jardines, piedras, flores, llamas, hierba, cristales, puertas, caminos, batallas, palabras, papeles rotos, historias, pozos, encuentros, desencuentros y lágrimas, qué es el amor sobre esta tierra, porque éste es algo que según la autora:
Ilumina y consume
de nosotros algo que, estando dentro, desconocemos;
un cristal ardiente o flor o joya que no sabemos nunca
quién sembró, por qué

                               queda fuera del alcance de nuestras
manos. Nada tiene que ver con nuestra historia
                                              y somos su contorno,
materia envilecida, sólo redimida cuando la anima la
llama que ignoramos.

En contraste con este romanticismo que late en el lenguaje del libro, hay una sed de conocimiento y una curiosidad totalmente actuales, y eso le da a esas palabras tan utilizadas en la poesía, como alma, corazón, joya y rosa, una vitalidad y un dramatismo nuevos porque en vez de formar parte de los emotivos cuadros de existencia amorosa y pasional que nos hace contemplar Baudelaire en Las Flores del mal, sus palabras fluyen dramáticamente al ser invocadas o pronunciadas a lo largo del poema como si fueran sólo reflejos de lo que nunca es completamente entendible y visible, y que por ello es realmente emocionante.

Pertenezco junto con Adriana, a una generación que a diferencia de otros poetas como Rimbaud para quien el amor era un visitante (lo cito en traducción de Tomás Segovia: “Es el afecto y el porvenir, la fuerza y el amor que nosotros, de pie en medio de las rabias y los hastíos, vemos pasar en el cielo de tormenta y las banderas de éxtasis.”), no sólo creímos que el amor era el motor de una utopía, sino de la búsqueda del conocimiento y del autoconocimiento, de una visión de nuestro transcurso y de nuestra salvación. Vuelvo a citar a Adriana:
Yo llevo una flor abierta así en el alma que todos
pueden ver y por eso está oculta: el secreto de mi amor
no derramado, amor no traicionado, ni nombrado,
roto, nunca roto por nada, que no consumió el fuego ni
recuerdos de largos, muy largos años de silencio en que
yo misma he ignorado su presencia, amor agazapado,
amor dormido, formas líquidas cambiantes mojándose
en mi sangre, amor callado deslumbrante hecho de un
licor anterior al deseo, pintado en cúpulas más altas
que el deseo, amor sigiloso como animal nocturno que
se aparece en sueños, su carne piedra de revelaciones
como un libro azul entre los dedos que imaginan el
deseo porque una flor se abre, porque un árbol florece.

                                                         Dentro un torrente
de sangre, y fuera un río azul de luz y aire, voces que
sólo el corazón escucha, pasión que no es pasión porque
no se extingue cuando las voces duermen, porque la
vida azarosa y en su vaivén brutal no la extingue.

                                                           Un río de revelaciones
                                                           un ojo, por ejemplo, un
            ojo como una mancha de humedad pero en verdad un
            ojo mirándome desde el ladrillo pardo en la ventana,
            ventana tapiada asomando a ningún sitio una mañana
            gris, serena húmeda triste, una visión temblando en la
            orilla del aire antes de la migraña y luego el río
                                               el río desatado de palabras.

Si bien este amor del que habla Adriana, que no es exactamente una pasión, es probablemente la sed que poetas posteriores como Eliot y Valery convirtieron en una empresa erótica de una índole distinta, uno en busca de la fe en la vida en común, y el otro de una precisión para abordar la vida a la que únicamente puede acceder la poesía, o el amor con el que sin saberlo Sor Juana se proyectaba hacia el cosmos en su Primero sueño; en el caso de Adriana este amor sólo encarna en la unión de los amantes, en la unión más precaria y azarosa de nuestra existencia. Y quizá el libro trata, sobre todo, de cómo hacer caber en este lazo precario ese amor cuyas dimensiones nos sobrepasan y que vive dentro de nosotros como una poderosa fuerza vital primitiva. Cito de nuevo a Adriana:
Es la única cuerda que permanece tensa, intacta, entre
yo y la que fui. Me dice lo que no he dejado de ser
nunca, me dice que soy yo, que sigo siendo.

                                      Duerme, se oculta
guarda silencio en mis tragedias, se calla cuando me
hieren los filos brutales de la vida; me deja a solas en
el lado mortal del camino, aquí donde todos los
amantes son mortales y su rostro que no se descifra nunca
se deshace entre los dedos implacables del tiempo.

En donde todo es, donde todo se toca y se deshace,
Calla.

Este amor que en algún momento del poema se define como una forma de fe en la vida, de fe que se puede perder por el sufrimiento que implica vivir, poniéndonos en el filo de la muerte, se recupera en el caso de este poema no en la abstinencia de la carne, sino en su comunión y en su deseo, es la rosa, pero es sobre todo la flor de fuego que purifica y que nos permite regresar siempre a nuestra verdadera existencia que es nuestra animalidad, nuestra corporeidad, que para la poeta es una suerte de inocencia y de pureza de la que siempre volvemos a partir con el amor para seguir viviendo:
Este resplandor que nos vuelve vasijas transparentes,
este sabor de gloria, esta tragedia. Nada en el amor ni
en el deseo se sustrae de su fuerza terrible de creación,
de su simple inocencia.

De allí que paradójicamente en este poema lo que salva el amor no es el espíritu ni el alma, sino a ese animal que somos nosotros mismos y que se manifiesta simplemente como la conciencia y la felicidad de seguir:
Me besas, o te beso, en la esquina de Chancery Lane.
Nos besamos porque es hondo el silencio y la calle es
nuestra y nadie nos ve. La dulzura parece arrancarte de
un sueño y te detienen, parece que quieres irte mientras
ciegamente guardo tu mano entre las mías, y en lugar
de irte me vuelves a besar. Yo te devuelvo con mi dulce
silencio nuestros labios; nuestros pasos por calles y
jardines, te lo devuelvo todo envuelto en mi ternura, en
mi feliz asombro de ser de nuevo parte del fluir denso
de la vida, turbia como es, así, inflamada de calor.

La vida amorosa o la vida con sentido es precisamente atenerse a esa posibilidad de fusión vital y material de los amantes sin esperar algo más allá de eso, sin esperar que esa materialidad, que esa biología, trascienda a otra esfera: en ella está el paraíso, no hay nada más allá de estas fusiones, de estos abrazos precarios y transitorios que la vida nos ofrece. Eso es el cielo y en ellos está la rosa y su laberinto.



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