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portada-rosa.jpgUna rosa
Adriana Díaz Enciso
Ediciones Sin Nombre
México, 2010

Por Alicia García Bergua

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Invocación

 

En todo corazón hay una llaga
                            hay una flor, hay una zona
de denso follaje y sombra, un resplandor como cristales
de luz sobre las aguas, siempre una llama ardiente, una
mirada fija que los años no desgastan

                              Un encuentro, la misma
luz erguida que ilumina el encuentro; hay un recuerdo
vivo que no es, de sí, recuerdo

               Hay un presente
               en la sangre que sigue su curso y en su
torrente se transforma, sangre silente que al paso de los
años vuelve a su cauce y canta; no rostros ni recuerdos
ni escenas arrastradas hasta aquí desde el pasado

                                       Registro exacto
de un rostro en las circunvoluciones de la sangre, como
un virus luminoso y dulce que en la sangre duerme,
prolongado letargo de abandono, sofocado arrebato
que despierta de nuevo cualquier día para regresar
la sangre a su morada, a la casa en flor, la casa en
llamas, un corazón que cubre en su caliente tejido y su
penumbra un rostro, y la huella del tiempo sobre un
rostro
          que el tiempo mismo ha de borrar un día.

El corazón lo guarda, lo preserva. Es para el corazón la
flor en llamas, rostro que en la última curva del camino
aún tendrá luz en la mirada, tú detenido frente a él
desde el extremo inverso del tiempo en que lo miras,
tú en el cristal de este transcurso, enredado en los
filamentos del misterio
              que al mirar abres la boca y hablas: 
              Este rostro fue amado. Hay que saberlo.




Quiero librar una batalla de luz. Me queda sólo una palabra. Una sola palabra, y no la escribo. Algo radiante, aún, me queda. Algo incisivo, un resplandor que me atraviesa como alfiler delgadísimo, rayo que me traspasa, casi invisible, resplandor que es forma viva. Una palabra.

Por ella nada más habito en lo divino, y el cuerpo divino me habita. Por ella, la palabra que levanta en instantes extraños, luminosos, sin forma, mi condena por mi falta de fe.

Algo se desvanece, algo cae, sonoro, sofocado, algo resbala por los muros invisibles del alma y los ensucia. Veo todas las cartas, sin misterio: un universo entero de estupidez, dolor, rencores y derrotas. Un barco atado en un canal, agua estancada, barco que apenas se aleja con un golpe hinchado de agua y ya una cuerda podrida lo regresa, cuerpo negro, aceitoso de una nave que no se larga nunca a ningún sitio.
                                                                      Y telarañas, brillo que hiere la mirada bajo el sol que afilan las nubes de junio: construcciones de divina perfección. Un brillo oculto también, pero incisivo, mientras frente a mí se desata un torbellino de estulticia, la vida inútil dando patadas en un cerebro inútil, rostro vacío como una cicatriz, mueca de necio fracaso en un rostro que quise poder amar, hundida en lo más hondo del pozo, tirando desesperada de las cuerdas podridas que, ahogándome, confundí con formas de fe.



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