La rosa

Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 
 

Y a fines de los años 30 apareció la Rosa. La rosa de Xavier Villaurrutia, la de Alberto Hidalgo, la de Martín Adán, la de Gilberto Owen, la de Xavier Abril, la de Enrique Peña Barrenechea, la de Jorge Rojas, la de Alfredo Gangotena, la de Pablo Neruda, la de decenas de otros grandes poetas latinoamericanos. Pero siempre fue la misma rosa. No la única rosa, simplemente la rosa. Owen lo sabía: "Alzo mi rosa, pero no por mía/ ni por única, azul, sino por rosa".


La rosa

Hojarasca y naipes
 
Por Jorge Aguilar Mora
 

 

La rosa

Ágil escorza la rosa
Despierta en su claridad;
El alto cielo reposa
En el color de la rosa
Dibujada en soledad.

En su ausencia es siempre rosa
Y perfume en la presencia;
Vuela rauda, sutil, posa
En los aires de su esencia.

Espacio... Física rosa
Propensa a la eternidad.
¡Ay, dolor, muere la rosa!
Corre el tiempo de verdad.

                              Xavier Abril, “Dialéctica de la rosa”



Y a fines de los años 30 apareció la Rosa. La rosa de Xavier Villaurrutia, la de Alberto Hidalgo, la de Martín Adán, la de Gilberto Owen, la de Xavier Abril, la de Enrique Peña Barrenechea, la de Jorge Rojas, la de Alfredo Gangotena, la de Pablo Neruda, la de decenas de otros grandes poetas latinoamericanos. Pero siempre fue la misma rosa. No la única rosa, simplemente la rosa. Owen lo sabía: "Alzo mi rosa, pero no por mía/ ni por única, azul, sino por rosa".

Podía ser la flor azul de Novalis, la rosa mística de Dante, la rosa hambrienta de Joyce, la rosa intacta de Juan Ramón Jiménez, la rosa funeral de Rilke; podía ser la rosa entrañable hundida en la carne de cada vida, podía ser, pero siempre era la rosa. La literalidad de la rosa estaba más allá de cualquier ontología, estaba también más allá de cualquier idealidad, y sin duda de tu biografía, de mi biografía, de nuestra biografía...

¿Cuál era la proposición de la rosa?  Martín Adán, uno de sus iluminados, la expresó de múltiples maneras, porque no podía haber una definición. La definición era la pluralidad misma de la proposición y era, al mismo tiempo y en el mismo espacio, el florecimiento de la paradoja.

Una de las maneras de Martín Adán: "¡Rosa inmortal, en la que no se vive!" Así, en efecto, la paradoja sobrevivía al símbolo, pero ¿qué quería decir si no vivía?

La paradoja opacaba a la alegoría, porque "quien la viere, olvida y ella dura./ ¡Ay, es así la rosa y no la veo!" Pero ¿qué quería decir si era invisible?

También la paradoja escapaba a la síntesis resignada de la metáfora: "¡Rosa ninguna, en la que no se muere!"

La paradoja como proposición quería hacer de la rosa el punto de encuentro entre el lenguaje y la realidad, frontera donde surgía el pensamiento: nacimiento de fulgor, nacimiento de relámpago, nacimiento de deslumbramiento. Al instante de la iluminación seguía la eternidad de la tiniebla: pero no por ello había más ni menos tiempo en ninguna de las caras de esa frontera, esa cuerda floja. La rosa fue la paradoja temporal, fue la paradoja existencial, fue la paradoja epistemológica: punto de contacto entre el instante y la eternidad, punto de encuentro de la vida y la muerte, superficie donde se refleja el mundo, donde me reflejo yo, donde todo se mira a sí mismo para que yo me mire a mí mismo. En el mismo "laberinto del ciego", donde Owen alzaba la rosa por rosa, se lee: "Me vería hacia afuera, pero adentro/ este vacío no me deja hallarme". Y así quien había señalado la literalidad de la imagen, ahora confiesa su limitación: el yo es pura contemplación, pero contemplación de los otros, de lo otro. No obstante, nada podemos contemplar afuera si no estamos primero llenos adentro. ¿Llenos de qué?

El poema de Abril tiene una de las respuestas más inquietantes y más interminables: sólo la propensión a la eternidad nos vuelve vulnerables al tiempo. Entre la intensidad de lo eterno y la oportunidad del tiempo, está la rosa, es decir, está la rosa rosa y la rosa poesía y la rosa que, en cualquiera de sus formas, es inalcanzable.

Una de las empresas colectivas más fascinantes de la poesía occidental en el siglo XX fue esa etapa en la que decenas de poetas latinoamericanos dialogaron a través de la rosa. Es una empresa, que, como muchas otras, ha sido ignorada, desconocida, desaprendida, inadvertida no sólo por los críticos sino también por los lectores. Entre los más grandes poemas de la literatura escrita en español y en cualquier idioma occidental están muchos de estos escritos a la rosa. Es el territorio de la última frontera donde el lenguaje se enfrenta a su impotencia, a su poder, y la realidad se siente, de pronto, devorada por un símbolo, que no quiere ser símbolo, que sólo quiere ser rosa.

¿Por qué surge la rosa en los años treinta si ya había florecido la rosa de Huidobro desde principios de los años diez? La rosa de Huidobro y la de Juan Ramón Jiménez son los antecedentes más inmediatos de este caudal casi inconmensurable de poesía absoluta. Especular sobre las razones de su reaparición masiva requeriría de reflexiones que ocuparían un grueso volumen. Por ahora que baste la pregunta y el comienzo de un sendero sin duda decisivo: el neogongorismo que hizo renacer la poesía en español a fines de los veintes. En muchos sentidos, el neogongorismo tenía que terminar en un espejo de imágenes absolutas, en un río de flujo constante y de infinita quietud. ¿En quién no influyó Góngora que estuviera escribiendo en los años treinta? Hasta en los vanguardistas que se querían más desenfadados y más coloquiales. La paradoja es que Góngora siempre ha estado presente en la poesía escrita en español. Esta no fue sino una más de sus estaciones… pero quizás una de las más deslumbrantes desde el siglo XVII.




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