Escrito a ciegas


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 

Yo no soy el Otro.
Yo no puedo decirte sino lo de mí mismo.
¿Pero quién soy entre lo que no soy?
¿Dónde estará mi destino?
El Mundo es, realmente; lo padezco, lo dudo...
¿Pero por dónde va mi camino?
¿Por dónde se sube, La Paschero?
¿Por dónde se sube al abismo?

Escribir es interminable,
Escribir es, en absoluto, en dios, necio.
La letra se vuelve del Otro
Y ningún secreto dice su secreto.
Que el asmático va a la farmacia...
Que la monja sale de su monasterio...
Así es el libro, así es el mito.
Yo siempre estuve en mi propio encierro, en mi propio cuerpo...
Lo sé porque lo leí
Y ya no lo leo.
Sólo hay algo de verdadero e incontrastable:
El Machu Picchu de mi verso.

En esos cafés que dicen que construyo,
Donde tú, Machu Picchu, no eres lindo,
En donde el mocetón y hediondo,
Pide, a gritos, su café con leche.
Adonde va la puta desgreñada
A pedir el dólar al yanqui imberbe,
Con su gorro de marinero
Sobre su cabeza de pelele
Y donde la mendiga está llorando
Abrumada de moneda y miserere.

No, mi dios no hizo el mundo:
Hizo mi tragedia,
El mundo es mío, el que no es del Otro,
El de mi error y mi belleza,
Está en ti, si existes, Machu Picchu,
Alma de Piedra.


Escrito a ciegas 


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 

 

Yo no soy el Otro.
Yo no puedo decirte sino lo de mí mismo.
¿Pero quién soy entre lo que no soy?
¿Dónde estará mi destino?
El Mundo es, realmente; lo padezco, lo dudo...
¿Pero por dónde va mi camino?
¿Por dónde se sube, La Paschero?
¿Por dónde se sube al abismo?

Escribir es interminable,
Escribir es, en absoluto, en dios, necio.
La letra se vuelve del Otro
Y ningún secreto dice su secreto.
Que el asmático va a la farmacia...
Que la monja sale de su monasterio...
Así es el libro, así es el mito.
Yo siempre estuve en mi propio encierro, en mi propio cuerpo...
Lo sé porque lo leí
Y ya no lo leo.
Sólo hay algo de verdadero e incontrastable:
El Machu Picchu de mi verso.

En esos cafés que dicen que construyo,
Donde tú, Machu Picchu, no eres lindo,
En donde el mocetón y hediondo,
Pide, a gritos, su café con leche.
Adonde va la puta desgreñada
A pedir el dólar al yanqui imberbe,
Con su gorro de marinero
Sobre su cabeza de pelele
Y donde la mendiga está llorando
Abrumada de moneda y miserere.

No, mi dios no hizo el mundo:
Hizo mi tragedia,
El mundo es mío, el que no es del Otro,
El de mi error y mi belleza,
Está en ti, si existes, Machu Picchu,
Alma de Piedra.

 

A principios de la década de los sesentas, una investigadora argentina, Celia Paschero, se dirigió a Martín Adán con preguntas biográficas y de su obra. El poeta peruano le respondió con un poema, Escrito a ciegas, que se publicó en 1961. No le daba ningún dato, ni guía alguna sobre su labor de poeta; le confesaba simplemente que era un hombre desgarrado por ser y por estar, por vivir y por morir. Para entonces, Martín Adán, en medio de una turbulencia crítica en su vida, escribía una más de sus obras maestras en servilletas de cafés y cantinas, y en los envoltorios laminados de las cajetillas de cigarros: La mano desasida.  

De esta última se publicó una primera versión en 1961; una primera versión de una obra en proceso que terminaría siendo uno de los poemas más largos de la literatura latinoamericana, y de los más desgarradores por su historia anecdótica, pues Martín Adán nunca ordenó, ni corrigió, los papelitos que iba escribiendo y entregando a su editor; y por el contenido mismo de los versos: la historia paradójica y contradictoria del sentido de una vida. 

En el largo diálogo consigo mismo, con Machu Picchu y con todo lo que lo rodeaba, Adán incluyó una prolongación de su respuesta a Celia Paschero, como si en Escrito a ciegas no hubiera acabado de agotar la reacción de las preguntas de la investigadora. En realidad, Martín Adán podía haber escogido a cualquier intelocutor.

martin-adan-baja.jpgEl poema es una libertad absoluta: transcribe el pensamiento vital del autor en el momento de producirse.  No fue nunca un work in progress; siempre fue un living and dying in progress. Con excepción de Vallejo, antes que él, nadie ha llegado a tocar con la poesía el problema de entender el ser y el vivir con tanta perplejidad y tanta complejidad como Martín Adán. En la línea de El libro de la naturaleza, de Vallejo, Martín Adán es otro de los grandes ignorantes del pensamiento y de la poesía latinoamericanos: “tú sólo sabes de sabiduría”, le dice a Paschero en Escrito a ciegas

La lección de Martín Adán es mostrar el desgarramiento de una sensibilidad extrema ante la simple constatación de que “El mundo es” y de que ese mundo sólo se puede comenzar a entender porque “El mundo es mío”. Es lo único que se sabe; lo demás, vitalmente, es ignorancia. Allá aquellos que “sólo saben sabiduría”.

Toda la obra de Adán es una constante indagación, interminable y trágica, de la condición humana en todos sus contactos con el mundo: los sentidos, el pensamiento, la magnificente artificialidad de la poesía…

Antes y después de La mano desasida, Adán se enfrentó, también de manera singular, a la tarea casi inhumana de llevar los metros clásicos hasta los límites de su expresividad. El octosílabo, el endecasílabo y el alejandrino encontraron en él a uno de sus mejores practicantes y a uno de sus más rigurosos experimentadores. En Mi Darío y en Diario de poeta, el alejandrino encuentra una flexibilidad y una sutileza comparables sólo al ejercicio de Rubén Darío. En Travesía de extramares (Sonetos a Chopin), el endecasílabo llega a la frontera de su autodestrucción en una paradójica estancia dentro de la música de Chopin. Nadie le ha dado tanta coherencia a la disolución de la forma estrófica (cuartetos y tercetos de un soneto) y del ritmo métrico del endecasílabo como Martín Adán en este libro:

-¡Pero tú sabes, Federico, y tocas?...
¡Pero tú tocas, Federico, y sueñas?...
¡Pero tú sueñas, Federico... sabes!...


De saber a saber, no sólo hay un círculo formal de aliteraticiones y de ritmo sacudido; hay todo un proceso que va del mundo inmediato al conceptual, a través del arte – de tocar el piano – y finalmente a través del mundo: más allá de él, soñando… para regresar a él, con otro conocimiento. El mismo conocimiento del que habla en este diálogo con Celia Paschero: Machu Picchu, el objeto impenetrable ante la interrogación vital, no sólo es la piedra en las alturas de los Andes, también es el mocetón, la puta desgreñada, la mendiga, el yanqui imberbe, la moneda, el café con leche. ¿Qué son? Es la primera pregunta, mucho antes del ¿quiénes son? 

¿Qué son si no lo otro? ¿Qué son si no son yo? ¿Y qué sé de lo que soy yo y de lo que no soy? Si para subir tengo que subir al abismo… ¿qué sé si no sé mi destino? Esa es mi tragedia, la de todos, la que está en Machu Picchu, alma de piedra. Ni Dios ni mi dios hicieron el mundo: ése es el error y ésa es la belleza. No se trata de una equivocación, no se trata de no saber sumar, ni de ignorar los cálculos astronómicos: todo eso no es sino sabiduría. Aquí, no saber es un simple producto o de la pereza o del descuido.

Pero en la vida no hay pereza, ni descuido: hay error, hay el no saber cómo saber… y conformarse con la belleza de esa ignorancia en la que siempre cometemos el mismo error: creer que sabemos algo, creer que hay algo que saber. 

Y nada hay, sólo la simetría hermosa de no conocer nuestro destino y de encontrarlo en la piedra impenetrable, en el mocetón que pide a gritos su café con leche, en la puta desgreñada que pide el dólar al yanqui imberbe, en la mendiga que está llorando. 

Martín Adán no supo su destino, sólo fue fiel a él, hasta el último verso que escribió.

  




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