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Esther Zarraluki
(Barcelona, 1956)

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Habitar



 

Tutto ciò che ti attraversa non sei tu, eppure tu sei solo questo.
Gianni Celati




Al atardecer los niños salen a la luz,
hambrientos. Se arremolinan al principio
sin pensar en su impaciencia,
pero de pronto
echan a correr, olvidan voces y piedras,
saltan la tapia de la torre abandonada
y acortan camino por sus jardines.
Oscurece a sus espaldas cuando

jadean ante la puerta, aliviados,
aunque antes de abrirse les expulse,
loco, nada sabes y sin embargo
ya conoces este punto, el dintel


hasta el olor que les espera, único,
solitario.

El tiempo dará razón
a la mudez de la madera,
y se dirán que no había motivo
para tanta prisa.

Volver al punto del regreso,
apoyar la frente en el límite
sin afán de comprender,
como esas mujeres que cosen redes
o acarician la nuca del amado,
sintiendo sus dedos y tranquilas,
llevadas por el mar o la noche.

Esperar a que algo crezca, mirando:
la masa, el tallo, el niño, la marea.
Volver al dintel.


¿A eso viniste? ¿Por eso buscas el instante solitario,
con el gesto del muchacho que salta la tapia
y pisa caminos manchados de yedra
y corre aun sabiendo el suelo sucio de la cocina,
el olor ácido, las voces al otro lado de la pared,
y se detiene antes de entrar, recogiendo lo que no es,
reservándolo en su interior, cáliz, pureza, sueño,
palabras que le extrañan hoy, cuando pierde
el control del pensamiento y sin darse cuenta regresa?

¿A qué viniste?
¿A prender lo externo a ti,
a buscar lo que te atraviesa?

El lugar del regreso
a veces se tiende risueño, a veces es miedo en el callejón
y miseria.

Salía del hospital, tenía sed. Metí una moneda
en la máquina y recogí el botellín.
La vi al enderezarme. Estaba sentada en un banco del pasillo,
lloraba. No le importaba la gente, el ruido, la luz de neón.
Había envejecido.
Me fui sin consolarla, sin saber,
sin que ella supiera.

El lugar del regreso
te  sostiene y se desprende del mundo,

aunque el perro negro tras la puerta
desmiente la escena

y en el mercado -  primero la carne más hermosa y el pez de escamas plateadas- alguien mezcla un puñado de grano viejo
en el saco recién llegado.

Escamas plateadas, la carne más hermosa,
ven, acércate, pero no levantes las primeras piezas,
deja una imagen que recordar al cerrar los ojos:


Era verano, el viento golpeaba la lámpara.
Desde que supimos de sus visitas
cada noche esperábamos
al zorro con las luces apagadas.
Nos oíamos respirar.

Vine a mirar atentamente
hacia el bosque que me expulsa,
hacia dentro, donde habitan la serpiente y el caracol,
donde los dedos se hundirían en el musgo.
Vine a esperar al zorro.

Silencio infantil de los pájaros
a las ocho y media.
Callan poco a poco, se recogen
con un temblor de plumas
que se repite en mis pupilas.

Las hojas en su envés,
nervios, larvas.
En el envés de la espera
enfermedades latentes, errores,
barcos hundidos en el vientre,
la voz del padre en la penumbra, su tos seca,
la mujer llorando y en el callejón
un cuerpo envuelto en mantas.



Hoy no vendrá, dices, pero el zorro
volverá a comer de tu plato
cuando el hambre le arranque del bosque
hacia la luz, hacia la casa,
hacia el olor solitario
que dejas junto a la puerta.
Te robo un gesto íntimo al agacharte,
tu estar ensimismado.

Regresa a la ventana. Mira conmigo cómo crece el silencio
fuera, igual que se alejan los pasos sobre la yedra
y las voces que nos llaman, el bien y la luz
tras la ranura, los dedos abriendo con destreza
cada vaina, la mugre en los rincones.
Ruedan los guisantes por el suelo.
Ya no me acuerdo, dices.

Crece el silencio y necesito hablar,
ver la distancia hacia ti. En silencio
miras hacia el bosque y sin querer me expulsas,
de nuevo en el dintel.

Pronto supe
este abismo. Desde entonces amo
las mesas sin recoger y las luces prendidas,
la caricia de las cosas, las cerdas de un cepillo,
el peso en los estantes: su enigma callado.

Cuánta palabra necesaria hay hacia ti.
Los ojos cerrados del padre, un bulto en el callejón,
la mujer en el pasillo -me enderecé y la vi, lloraba
con las manos abiertas en las rodillas-
y espaldas yéndose, el interior de una granada,
la piel que estuve a punto de tocar y mi lengua
acercándose, la palabra bivalva, la que sueñas,
la que no recuerdas, el nombre de esa palabra.

Cuánta paz en el horizonte,
en la espera, en el dejarse vencer de los árboles.

Vine a decírtelo
en mi lengua materna,
que no es la mía.
Vine a decírtelo.

Sigues lejos, lejos,
tras la ranura por la que se cuela
la luz.

Apoyo la frente en el dintel.
A mis espaldas oscurece
una noche cuyo nombre no conozco. Vengo
pisando yedra, entre encinas y humedales,
atendiendo a la llamada,

por el relámpago de una ventana,
por el olor de carne y hambre
que espera
junto a la puerta.


 
 



 

 


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