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portada-huerta-baja.jpg Historia
David Huerta
Práctica mortal,
México, 2009.

Por Enrique Héctor González

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No. 37 / Marzo 2011

 
 
La poesía es una forma de verbalizar la intimidad. Habiendo entrado a esa edad provecta en la que se es víctima de todos los hipócritas eufemismos que ha inventado el ocioso discurso oficial (ya no se es viejo, sino adulto mayor o en plenitud; ya no hay gente disfuncional sino individuos con capacidades diferentes; ya no existe el alumno reprobado sino el que está en área de oportunidad), David Huerta, en pleno uso de sus facultades poéticas, decide viajar hacia sí mismo, menos para radiografiar sus emociones que para desplazarlas, convertirlas en lo que no se es cuando se es desde otro abismo. Y aunque el libro donde esto ocurre es reedición del que apareció hace veinte años, de manera un tanto marginal, el poeta sin duda se reconoce ahora, a los sesenta de su edad, en parte del que fue cuando lo escribió: de otro modo no se entendería que lo recuperara.

Huerta es un poeta que siempre ha mirado el mundo de manera centrífuga. Los objetos, las palabras, los matices de una idea o una emoción no revisten formas concretas en su obra: parecen encarnar, más bien, en abstracciones diseccionadas, difuminaciones, divagaciones incurables de un “milimétrico destrozo”. Por eso su verso es frecuentemente largo y desobediente a las formas métricas usuales, a la cansina acentuación o al ritmo predecible, como si tratara de deshacerlo todo para mejor reconocerlo, como si su poesía procediera de esa vieja costumbre de la infancia de desarmar los objetos para ver cómo están hechos: “Escribo a fuego lento”, dice en un poema del libro, y el verso se vuelve confesión, principio creativo que tiende a ver las cosas desde sus tranquilas entrañas, desde las pausas que las separan, sin prisa de cocción.

El aire de esta poesía es el del narcisismo infantil que no puede asomarse a nada sin incluirse y no puede dolerse sin pensar que el desánimo lo comparte el mundo: “El aire se ennegrece con mi melancolía”. Quizá por ello el discurso es a veces sincopado, lleno de yuxtaposiciones como las del habla infantil; uno que no se deja atrapar por el estribillo, uno que es difícil citar como quien saca una flama del incendio. La poesía de Huerta se retuerce sobre sí misma, no deja que lo veamos todo, salta, desune, prescinde de la comodidad de los nexos.

La experiencia amorosa, que es el tema implícito de Historia, la intrahistoria de este libro de 25 poemas, culmina frecuentemente en un acoplamiento pleno que vuelve inasible el sexo de cada uno, que con-funde a los amantes hasta verse él como una ella para el él que es ella. Este descentramiento sexual, que ya existía desde Incurable (y aun antes), es un desentrañamiento (o extrañamiento), asimismo, del lenguaje, que se derrama y todo lo inunda, que apenas abre la boca invoca otra cosa: se vuelve voz de multitud, ciega a su modo.

Hijo (en su oblicua intensidad) de Efraín, padre (en su elocuencia bíblica) de Salomón, David hace una pausa cerca del final del libro para incluir, en Torre de Líbano, nueve haikús de impecable trazo que recuerdan, en su sobria precisión – aunque sin la risueña tentación de la ironía– los poemas breves de su padre. Se trata de nueve imágenes o ideas en las que se condensa, junto con la íntima visualidad propia del género, una condición que solo a veces cumple la poesía: la de poder recuperarse en una sintaxis natural, narrativa, sin perder su efecto: “Sin saber cómo / la noche se ha encendido / sobre tu desnudez”. De manera casi transparente, este breve texto revela la concisión poética que alcanza David Huerta cuando logra domar los potros incesantes de la caudalidad, por llamar de alguna manera a su inclinación natural por hacer del poema una forma de la inundación.

Además del reconocido trasfondo de reflexión teórica que hay en esta poesía, una conversación constante con Lacan, Barthes, Derrida que no pocas veces dificulta su versión de los hechos, está también entre sus condiciones la del perfil de oración religiosa que adoptan ciertos poemas, sustrato místico que, en consonancia con la ya señalada veta reflexiva, termina por construir, a partir de filosofía y mística, una suerte de metafísica personal que está en el timbre de voz de Historia y de “Historia”, el último texto del libro.

Y precisamente Historia es la antítesis de casi todos los poemas que lo preceden (excepción hecha de los haikús ya aludidos), pues en él Huerta canta y cuenta, como diría Octavio Paz, y sobre todo pacta con el lector: suaviza el premeditado hermetismo del que a veces abusa para sumergirnos en la historia de Simonetta, esa mujer cuya boca “era un agotador sistema solar”. El poema podría figurar como texto conspicuo de alguna posible reunión de la poesía erótica mexicana, junto a Besos de Tomás Segovia y a Caro Victrix, de Efrén Rebolledo. A diferencia de ellos, no obstante, la Historia de Huerta no solo repasa labio a labio el cuerpo deseado, sino que lo recorre mentalmente, se deja seducir por sus estados de ánimo lo mismo que por sus destellos de inteligencia o la impaciente bipolaridad que lo hace refugiarse (refulgir) en una “ola de tristeza” que la persona del poema, ese yo múltiple que nos habla desde quién sabe dónde en el texto, no reconoce como pausa sino como sufragio de un amor que de todos modos arde. Y dado que “el si condicional era la médula atroz de su soñar erguido”, Simonetta encarna, en cierto sentido, la voluntad implícita de todo el poemario: devolverle al lenguaje amoroso mucho de lo que ha perdido en la impasible pasividad de la mujer amada, ese cliché que faculta la adoración. Simonetta, en cambio, condiciona, increpa, arremete: hace de su “Historia”, como Huerta de Historia, un exigente catálogo de formas.

Junto con Deltoro, Cross, Hernández, Bracho, Campos, Blanco, Rivas y Yánez, para mencionar solo a los más visibles poetas mexicanos de su generación (nacidos todos ellos entre 1946 y 1951 y creadores de una obra a estas alturas indiscutible), Huerta, obedeciendo a Voltaire, cultiva su jardín como la mejor respuesta a la ociosidad y al aburrimiento que inspiran poetas anteriores y posteriores a este grupo, que si no es el del Siglo de Oro de la poesía mexicana, sí el del Lustro Ilustre, como bien se le podría denominar. David pertenece naturalmente a él. Esta es su forma personal de hacer Historia.  



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