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portada-espada.jpgSoldados en el jardín
Martín Espada,
El Gaviero Ediciones,
España, 2009

 

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No. 37 / Marzo 2011

 

Ofrendas a un dios ulcerado
(Traducción de Marida Estelrich, Diego Zaitegui y Pedro J. Miguel)


                                                              Chelsea, Massachusetts

–La Sra. López se niega a pagar el alquiler,
y queremos que se vaya
–dijo el abogado del casero,
jugando con su anillo de la Facultad.
El juez pidió un intérprete,
pero todos los intérpretes se habían ido
a traficar en español
a la sesión criminal
del segundo piso.

Un voluntario se levantó en el gallinero.
La Sra. López le mostró
un abanico de fotos:
la rata erizada en una trampa adhesiva
junto a la nevera,
el agua congelada en el váter,
una puerta sin pomo.
[–Yo no pago el alquiler por esto. Conozco la ley
y quiero hacerme oír
–susurró al intérprete.]

–Dígale que tiene que pagar
y que tiene diez días para largarse
–dictaminó el juez, se puso en pie
para que el resto de la corte se levantara también,
y salió del tribunal; de repente
se dio por terminada la sesión:
el auxiliar del juzgado
recogió sus carpetas
y el alguacil se fue a almorzar.
La Sra. López se quedó ante la tribuna,
alzando aún su abanico de fotos
como una ofrenda que este dios ulcerado
rechazaba probar,
mientras el intérprete
sintió que una bocanada
de fuego salía de su garganta
al volverse despacio para mirarla a la cara.


El general Pinochet en la librería
                                                         Santiago, Chile, julio 2004
(Traducción de Oscar D. Sarmiento, Diego Zaitegui y Pedro J. Miguel)


La limusina del general aparcó en la esquina de la calle San Diego
y sus guardaespaldas lo escoltaron hasta la librería
LA OPORTUNIDAD para que pudiera ojear
raras obras de historia.

No dejó un rastro sangriento sobre las páginas.
No convirtió ningún libro en ceniza al tocarlo.
No llevaba restos de barro de las fosas comunes en sus zapatos,
ni sus ojos brillaban rojos de fiebre demoníaca.

Peor aún: sus manos, impecables; sus ojos, azules,
y esa demencia que rugía en su cabeza como un demonio,
y que evitó la celebración del juicio contra el general, había desaparecido.

Desaparecido: como los miles de muertos no muertos,
que recordaba al general la multitud
reunida fuera de la librería para abuchearlo
cuando se escabulló con su escolta,
mucho más pequeño en persona.


Soldados en el jardín
                                                     Isla Negra, Chile,
                                                     septiembre de 1973


Después del golpe militar
los soldados aparecieron
una noche en el jardín de Neruda
blandiendo linternas para interrogar a los árboles,
maldiciendo a las piedras que los hacían tropezar.
Desde la ventana del dormitorio
podrían haber sido
conquistadores de galeones hundidos
de vuelta del mar para terminar
el saqueo de la costa.

El poeta se estaba muriendo:
el cáncer refulgía por su cuerpo
y lo tenía dando vueltas en la cama para matar las llamas.
Aún así, cuando el teniente irrumpió en el piso de arriba,
Neruda se encaró y le dijo:
–Aquí sólo hay un peligro para usted: poesía.
El teniente se llevó el casco al pecho,
pidió disculpas al señor Neruda
y se apresuró a bajar las escaleras.
Las linternas se disolvieron una a una entre los árboles.

Durante treinta años
hemos andado en busca
de otro sortilegio
que consiga que los soldados
se esfumen del jardín.


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