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portada-hernandez-penon.jpg Peñón de las Caballas Tomás Hernández Molina, Tres Fronteras Ediciones, Murcia, 2009.
XXIII Premio Internacional de Poesía Antonio Oliver Belmás

Por Juan Carlos Abril

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No. 37 / Marzo 2011

 
 
 

Peñón de las Caballas, como quizás toda la poesía de Tomás Hernández Molina, si tuviéramos que generalizar a este autor poco conocido pero de trayectoria segura, posee un rasgo común que se podría caracterizar o sintetizar a través de lo que entendemos por la mirada. Todo lo que está en relación con la mirada funda aquí la reflexión poética, se erige como la propia decantación del poema. Es cierto que hay otros temas o vetas que dan diferentes colores y sabores a este libro, y en general a la poética de este poeta, digamos, insobornable, pero es sin duda el momento en que el sujeto poético —el autor— se enfrenta al mundo cuando comienza todo. Todo comienza a ser visto, porque de lo que se trata aquí no es de que esté presente, de que efectivamente se encuentre ahí enfrente de nosotros, sino de que unos ojos se detengan a analizar lo que ven. E incluso: no es sólo ver, o dicho con más propiedad, mirar, porque también podría ser escrutar y, mucho más todavía, mirar más allá. Una mirada inconformista, indagadora, va rascando sentidos a la plana realidad que tenemos delante, sea lo que sea esa realidad, casi siempre inaprensible. No es una mirada ensimismada, ni abstraída, ni que busca la evasión. Si la poesía, como tantas veces se ha dicho y repetido, no se explica sino que es, pues habla por sí misma, en Tomás Hernández Molina esta afirmación no puede ser más real y veraz:

Los racimos de dátiles agraces
cuelgan dorados de las ramas de oro
de noviembre. Los miro cada día
y veo su color oscurecerse.
La pulpa, antes de oro, es una carne dulce
bajo el cielo. Rezuman, por la noche,
un frío casi humano,
un resplandor de estrellas que alumbra la farola.

Podría escribirse mucho acerca de cómo Hernández Molina utiliza la mirada y de cómo los escenarios más dispares se van presentando a través de unos ojos que siempre están buscando el otro lado de las cosas. No se trata de encontrarle las arrugas o los pliegues —digamos la dificultad— sino de reflexionar sobre la realidad. Frente a un mundo homologado que nos han dado ya deglutido, esta poesía nos anima a mirar de otro modo y a sentirnos integrados en la cotidianidad que nos rodea.

Aún quedan los bañistas de noviembre,
los veo desde la curva donde el mar
aparece de pronto y te ciega los ojos.
Semidesnudos miran, o leen, o dormitan.

Qué les habrá traído hasta estas costas,
en qué estarán pensando anacrónicos
turistas, de qué inviernos huirán, de qué rutinas,
qué paraíso creerán que les espera
salvo este sol tardío e inapropiado.

Clave y constante de este libro, por tanto, la mirada no se muestra ni implacable ni bondadosa, sino meditativa —a veces aséptica, como intentando estar distante— y fruto de una maduración diaria. En todo caso se podría decir generosa, pero no en el sentido de que se compadezca de lo que ve, de que se apiade de la podredumbre y las miserias de la gente, las historias o las cosas, sino por su amplitud y riqueza, pues se articula desde la complejidad que desenmaraña. Su tarea es volver sencillo el mundo, ponerlo frente al espejo, interrogarlo, extenderlo y mostrarnos su reflexión, con ese sesgo del clasicismo y la 'tempestad serena' garcilasiana, aunque mejor sería recurrir a algún verso de Aldana, si nos acordáramos ahora de alguno que se ajuste a esta noción, del que nuestro autor, por cierto, es especialista y se ocupó en su día de una edición. Mirada y clasicismo como punto de partida.

Así, situadas en la línea de playa muchas veces, o en un lugar privilegiado de ésta, como una atalaya que le sirve además de refugio (no sólo frente a las desavenencias climáticas, sino sobre todo frente al inexorable paso del tiempo), con paisajes marítimos (pero también del interior), muchas composiciones nos arrojarán varias lecturas sobre lo que se ve fuera, sobre lo que es en el mundo exterior porque es visto, y luego mostrado en el poema. Como decimos, la imagen del litoral y la playa será complementada por otras que irán apareciendo felizmente (como el emocionante poema que comienza “He subido al castillo como el recién llegado”) y creando una red de miradas entrelazadas, a modo de diálogos que se van interpelando, de muchos otros lugares y situaciones, incluyendo las retrospectivas, saltos en el tiempo donde se contemplan asuntos familiares, hermanos, retratos de época y personajes anónimos, recuerdos en blanco y negro o viejas melancolías que se reviven a través de ese salto de calidad que sólo la poesía —la buena, la de Tomás Hernández Molina— nos proporciona. No por nada la segunda sección del libro se titula Memorial de ojeador, que tiene doble lectura, la del que está ojeando, es decir mirando con los ojos, sino también referida al homónimo poema, relativo a la caza de aves. Relativo a éstas también podríamos citar varios textos y fragmentos que las aluden, que van perfilando una voz sensible ante la fragilidad del pájaro, una simbología enganchada a la tradición más rural y casi desaparecida, que no deja de estar en relación con su ya clara inadaptación en un mundo que ha olvidado la propia naturaleza que lo constituye. En cualquier caso se propone como una suerte de correlato objetivo del poeta, y nos podría llevar este análisis mucho más lejos.

Los poemas se van trabando con citas o referencias cultas de autores desconocidos, poco conocidos o algo más conocidos como William Osler, Kenneth Rexroth, Ben Jatib, Crossan-Reed, Natan Zach, Laurie Lee, Carlomagno (implícito en el poema Año 800), Chagall, Shakespeare, Stendhal, Vladimir Nabokov, Gonzalo Fernández de Oviedo, Friedrich Hölderlin, Mohamed Almotamid, Ezra Pound, o Diógenes Laercio, que no obstan en ningún momento su lectura o comprensión, sino que están colocados de manera didáctica, espoleándonos a buscar más sobre el personaje (pues nunca la acción o el argumento del poema depende de algo externo que pertenezca a la historia del personaje que se cita y que no se encuentre en el mismo poema), junto a otras citas de mitos, como el de Sísifo, o incluso la elegía emocionante y sostenida a un personaje del que sólo conocemos su nombre, Elsa. Las citas de estos autores mencionados tienen su cénit en la sección tercera, titulada Ex libris, pero lejos de ceñirse sólo a este apartado, y como muestra de una integración razonable de la cultura en la vida cotidiana, se reparten por las otras secciones de manera acertada, nunca impidiendo el placer del texto.

Y es que no hay ningún interés en revelarnos nada que no esté escrito en los mismos poemas, en su decurso, ni siquiera escandirlo al final con un golpe que nos punce. El pellizco se produce, no obstante, durante la lectura, ya que en muchas ocasiones poseemos el final del poema, su último verso, anticipado en el título. Produce por tanto el efecto contrario: lejos de golpearnos, nos llega por otro camino, ya que se ha evitado a toda costa jugar con la sorpresa. Esta técnica antigua, que casi podría calificarse como trovadoresca, está en relación con una escritura sosegada y madura y no con las modas o la vanguardia. El clasicismo es, aquí, no sólo punto de partida sino sobre todo punto de llegada.

Mucho y bueno se podría escribir más sobre este libro y esta poesía, y quien se adentre por las páginas de Peñón de las Caballas, tan sugerente y fértil, lo percibirá a la primera. Basten estas páginas de recomendación, aunque aquí dejamos otra muestra con otro magnífico y estremecedor poema:

Colinas y colinas hasta el mar.
Acantilados bruscos, quebradizos,
y matas de lentisco entre sus grietas.
Pitas solitarias,
chumberas. Esta es la tierra que pisamos,
pizarras y cuarcitas por el azul hendidas
y que nunca del todo abrazará
la alegría de las piedras al sol.




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