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No. 37 / Marzo 2011 |
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Palabra en el andén
A Luis Felipe Olmedo
El liviano esqueleto de hombres y mujeres
la lluvia lo ha disuelto y sólo quedan quebrados utensilios de metales mezclados con torpeza y fuego endeble. Eso queda del hombre, estas claras colinas entonces despobladas, ahora llenas de casas por donde sobrevuelan avionetas que extienden sus anuncios bajo un cielo que es siempre igual para los hombres, techumbre de misterio o ventana de luz. Solían enterrarse mirando hacia el poniente, sabiendo que allí estaba el fin de cada día, la muerte tan oscura que apenas descifraban. Una pequeña urna de forma triangular cubría la cabeza en señal de respeto. ¿Qué fue de aquellos hombres que trajeron a esta roca el cadáver y rezaron, sin Dios al que rezar, por la tristeza? Por el mismo poniente al que miran los muertos ahora llevan los trenes su acarreo de vidas, hechos de ese metal que fundieron sus manos, y las torpes señales en piedra trabajadas son ahora saludo entre viajeros, palabra en el andén, la carne del poema. Peñón de las caballas Dicen que hace ya muchos años, las mujeres venían al Peñón de las Caballas. Que venían descalzas por la arena del mar y que traían el almuerzo a los hombres. Después junto a la orilla, uno a uno destripaban los peces, los lavaban en el agua salobre donde antes nadaron, y dejaban al sol durante días sus lomos ensartados en cañas como lanzas. Y dicen que por eso se llama así esta roca. Y cada primavera las mujeres volvían al Peñón de las Caballas, dormían cada noche su corazón de cuarzo y una humedad en la piel, a salitre y a pez. Ahora su nombre queda, incomprensible, en antiguos reclamos de turismo o da nombre a una calle aboliendo el pasado. La luz de las ojivas
A Domingo Murcia
Se llega a la explanada entre restos de casas,
huertos con unas lindes de piedras amarillas, paredes que aún conservan en las habitaciones la huella de algún cuadro, el humo marcando allí su rastro, la humana mansedumbre que da el fuego. La iglesia estuvo aquí, los muros atestiguan el recinto sagrado. Arcos de piedra oscura, distinta de las otras de las lindes. Una piedra sagrada que crece como culto a lo divino, ese pánico inútil que los hombres neciamente rendimos a la muerte. La iglesia estuvo aquí y en su Compás, así se llama aún esta plaza con árboles, las gentes distraían su tiempo con palabras, o miraban los campos, los olivos, o huían de la lluvia con tristeza. Todo en silencio está. Algunos restos herrumbrosos quedan del hierro de la grácil barandilla, de los bancos, sillares por el suelo entre la hierba. El abandono duele como una despedida, y aunque la paz, la calma en el lugar recoge el paso de los hombres, lo fugaz de su obra, también muestra lo leve de su empeño. Su apariencia ha mudado la belleza, fue desterrado el culto y los altares en mesas de taberna convertidos, en artesas donde salar los cerdos. En la fotografía unas mujeres hablan a la sombra de un árbol. Está en pie la fachada y en blanco y negro está la luz en las ojivas. Sísifo
Para Ana Jurado y Javier
En el puente que ha roto la riada,
dos pajarillos pugnan por un trozo de pan; diferencio bien los gorriones pero son más pequeños, de plumaje más claro y cuerpo más ligero, un colibrí, un jilguero o quizá un canario. Es más grande el mendrugo que sus dos cuerpos juntos pero luchan por él y sólo los aleja de su empeño el paso de los coches, las ruedas casi encima. Luego vuelven al charco que bordean y comienzan la lucha. Nada saben de Sísifo ni de su cruel destino, obcecados por el hambre, por la curiosidad o por el juego. El hombre que miraba los pájaros
Al hombre que miraba los pájaros
Detrás de los cristales los sorprendidos pájaros
se revuelven de una esquina a otra esquina, del árbol de metal al comedero en alto, del comedero vuelan al pozuelo del agua, de allí de nuevo al aire que apenas los sostiene. El hombre que los mira no escucha los ruidos ni contempla la luz que es tan hermosa ni mira la belleza con la que las bañistas se desvisten. El hombre está sentado en un sillón de ruedas, de metal como el árbol de los pájaros. Contraluz
A Juan Carlos Abril
Salpica con su vuelo la luz de la terraza
un pájaro pequeño, un rabilargo, creo, anda por las baldosas y va del sol al sol, picotea en las ranuras, mira al cielo y vuela hasta el alféizar. Ahora está frente a mí, recortado en el mar como una miniatura, un perfil de cartón o un dibujo de niño. No sé si volverá otra vez a esta casa, si vendrá otra mañana a llenarme los ojos, si soy una rutina en su vida de pájaro o tan sólo el azar lo trajo un breve instante: Tampoco sabré nunca si es él quien me visita en estos días de sol y luz en la terraza.
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