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fuego-felix.jpg Mis ojos el fuego
Julio César Félix
UAC, 2010.

Por Gabriel Trujillo Muñoz

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No. 38 / Abril 2011

 
 
 

Las palabras brillan mejor en el desierto. Eso es lo que pienso al leer el poemario Mis ojos el fuego, de Julio César Félix. Y lo pienso porque en estos textos ciertas premisas destacan, confiriéndole a la poesía de este joven poeta sinaloense (afincado desde hace varios años en Coahuila) un tono austero, desolado, tenaz en su búsqueda de certezas: la vida es una apuesta entre ser nómada o sedentario, un vagabundeo entre lo que deseamos y lo que tenemos a mano; vivir en el norte mexicano es aceptar la polisemia de la cultura que habitamos, la mezcolanza de ritos y ceremoniales que no piden permiso para presentarse en sociedad; ser escritor en pueblos como Parras o Torreón –lo mismo que en Nogales, Ciudad Juárez o Mexicali- es aceptar el extravío de los sentidos, el golpe de calor como milagro; la poesía mística resuena mejor en la lejanía del mundo, en las ermitas-poblados donde sólo los fantasmas atestiguan el paso del tiempo; aquí, en este norte versificado, el poeta es sabio a base de sal y polvo, de agua y viento, de luz y sombra, elementos esenciales del ciclo de la vida, sustancias que conforman el mundo como paisaje, como zarza ardiente, como prueba de fe.

Y al leer sus poemas uno entiende los motivos por los que Julio César escribe:

El poeta está solo siempre;

Canta, llora y se celebra en el hoyo que él mismo

Ha cavado hacia el inframundo del cielo

En otro poema nos recuerda que el cantor del desierto es siempre un escritor sin límites, sin limitaciones. Un profeta, en el sentido bíblico, que reconoce la insolación como presagio, la soledad como clarividencia, el verso como signo por descifrar, como auspicio favorable:

Todo aquí es movimiento

Todo aquí es quietud

La poesía de Julio César contiene una sabia fortaleza vital fundamentada en las propias contradicciones humanas para vivir a contracorriente, que lo llevan a hablar de lo doméstico y lo salvaje, de lo bárbaro y lo salvaje, como una sola verdad transparente y audaz, como una respiración común a todos nosotros:

Cantando con la fuerza del trueno…

Inventamos y reinventamos al amor

Fundamos ciudades de música

Ciudad de viento.

Mis ojos el fuego se une, por ello, a esos otros poemarios surgidos de Coahuila, de su luz y su desierto, en este siglo XXI, que fundan quimeras en medio del solar nativo. Poemarios como Material de ciegos (2005) de Luis Jorge Boone, Ruido de hormigas (2005) de Claudia Luna Fuentes, Kubla Khan (2007) de Julián Herbert, y La máquina de vivir (2008) de Carmen Ávila, entre muchos otros. Lo que Julio César Félix agrega con su libro es una especie de contrarréplica a la frase común de que en las ciudades del norte mexicano “No hay nada que hacer”. Ante semejante ignorancia, Félix y los demás poetas coahuilenses responden: “Aquí hay mucho que hacer: ahora hay que sembrar, curar y depurar”. Y para lograrlo se necesita el espíritu comunicante, festivo y reflexivo de la poesía; el ánimo despierto del que labora de sol a sol (con tinta en las manos, con fuego en los ojos) para curar el mundo palabra por palabra. Así sea.




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