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isla-araujo.jpg La Isla
Mercedes Araujo
Editorial Bajolaluna
Buenos Aires, 2010.

Por Elba Serafini

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No. 38 / Abril 2011

 
 
La isla de Mercedes Araujo es un lugar en el que suceden todas las cosas, un territorio en donde se producen grandes transformaciones físicas y emocionales, y en donde las transmutaciones estallan poema tras poema.

Lo primordial es realizar una limpieza exhaustiva del terreno ya que la extensión de tierra que se habita es un refugio que debe cobijar la actividad, la imaginación, y las promesas de días más brillantes.

El libro, Tercer premio del Fondo Nacional de las Artes 2009 de Argentina, comienza con un anuncio: algo ha cambiado, algo hace que a veces no se perciban las diferencias, y que alguien se quiera aferrar a lo que ya no tiene vida; esto implica el deseo de cambiar la piel, ser otra, no sufrir las consecuencias en el propio cuerpo, convertirse en un animal malo y feo para ser temida, y no ser presa fácil por la fragilidad de su aspecto humano.

“La vivencia de un dolor siempre es la vivencia del dolor de cada sujeto”, dijo Freud, y la protagonista se recluye para vivirlo o exorcizarlo, en tanto que hay una pérdida que no se soporta; y ese otro que no está, ¿qué horas estará viviendo?

Entonces hay que empezar un nuevo camino —camino que Araujo comenzó a trazar tal vez sin saberlo, un libro antes, en Viajar sola (Editorial Abeja reina, 2009). En él aparece la búsqueda que se intensifica en La Isla; identificarse con lo salvaje es buscar otras formas de comunicación, ser como un gato o una hoja, ser distante, pretender un consuelo.

Y en ese transmutar el cuerpo ha sufrido, padece fiebre, la salud se resiente, duele. “Vi al amanecer beneficiarse como un jardín/ que es adorado por el sol, celeste e imperfecto,/ pero esta noche el cuerpo me arde,/ como el ciego tanteo los bordes/ para captar la temperatura y el color/ de mis dolores y descubro que aún ardiendo/ no es un cuerpo cortante.

Mientras tanto, los días pasan.

El aire se enrarece y emana deseos infantiles, no de juegos, de misterios.

Entonces, como una tregua surgen la quietud, la observación, el tiempo, para el descubrimiento de la naturaleza y de lo interno.

“Ahora que no tengo nada más que hacer,/ podría predecir las fases de la luna pero el cielo/ está densamente nublado./ Sería bueno esta noche tirarse en una acequia,/ enterrarse, taparse con hojas el cuerpo/ y esperar hasta mañana, en cada amanecer/ hay un animal que muere, otro que migra.”

Y el dolor sigue pero podría asegurar que hay una vía para la cura “…Hay algo que me ha dejado confundida:/ el desconsuelo se ha vuelto mayor, una cobardía que recién ahora conozco./ No he sabido ni podido entender/ cómo es la partida de la luz cada día/ tan distinta, cómo es que el mar descarga tempestades,/ no había pensado antes en la sal blanca y cristalina/ que en el agua se disuelve y en cómo el sol/ brilla más sobre la sal que sobre el verde.”

Avanzando en las páginas el lector percibe que la autora, escritora tan exquisita como filosa, da cuenta de un clima propio de una isla, de una geografía, o que, tal vez, nos está hablando de la lucha que se libra en ese continente y en esa atemporalidad que suceden en el interior de un sujeto.

A diferencia de la metamorfosis de Kafka, la protagonista no tiene un proceso de animalización mental, acaso hay un comportamiento que es variable y no se instala ni siquiera en lo físico; en algún momento todo tomará su cauce, cuando aparece una imagen optimista, que inmediatamente es refutada por los versos o poemas que siguen. Aún así le gustaría mostrar su realidad a la persona ausente.

Al final del libro, por fortuna, el estado la isla se abandona, se deja atrás y se ve como un tiempo de curación.

Es que cuando la confusión se presenta, a veces, bucear en la profundidad puede llevarnos a la superficie.
 



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