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sepia-orejel.jpgPalabras en sepia
Alfonso Orejel Madrid
Instituto Sinaloense de Cultura,
Culiacán, 2010

Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2008

 

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No. 38 / Abril 2011

 

Eugenio

La abuela
cerró la ventanas
y decidió no esperar más
al abuelo Eugenio.
Frente a la hornilla
amasó lentamente
un callado rencor
hacia los hombres.
Cada mirada que partía
de sus ojos
se desplomaba convertida
en piedra.
Cortaba las hebras de la carne
para hacer machaca
y el silencio se hacía polvo
entre sus dedos.
Con sus manos tapaba
los hoyos de las paredes
para impedirle al viento
se asomara.
Las tijeras aguardaron
siempre
debajo de su almohada.
Después de muchos años
sólo pudo querer a mi padre
que le decía:
- Doña Gueya,
hágame unas albóndigas.
- ¡Qué ricos están
sus frijoles caldudos!
Y mi hermano Lupe
pudo darle un poco de dulzura
a su mirada de Medusa.
Mi mamá, que desde niña
guardó silencio,
me puso Eugenio
para dejar de despreciarlo.
Porque el abuelo no tuvo
la gentileza
de volver a casa
a acariciar su cabello.

Espero que mi abuela,
al morir, haya podido,
al fin,
cerrar los ojos.


Tía Pina

Mi mamá siempre admiró
su elegancia,
su sed de aristocracia
y su destreza
para ponerse rubor
en las mejillas.
Tenía un peinado ostentoso
y una mirada que jamás
se arrastraba por el suelo.
En julio o agosto
la visitábamos en Guadalajara.
Su casa estaba llena de plantas
y flores despojadas de fragancia.
Sólo había pájaros
dentro de las jaulas.
En sus camas impecables
era imposible soñar.
Yo detestaba sus sábanas tan limpias,
la blanca crueldad de sus manteles,
aquellos muros tan altos
por donde el sol nunca bajaba.
Nos exigía comer con cubiertos,
cerrar la boca al masticar
y quería cosernos los labios
con silencio.
Mi mamá le permitía imponer sus reglas
pues creía que así nos educaba.
Sembró buenos modales y temores
en mi niñez poblada de fantasmas.  
Tenía una tienda 
de ropa para damas      
en cuyo almacén se hacinaban
zapatillas desahuciadas
y recuerdos,
maniquíes sonrientes
y vestidos hermosos
que nunca lucieron
las muchachas.
Tía Pina
amaba la perfección
y el orden
que no tenía su vida.
En aras de la belleza sugería
que me arrancaran los colmillos.
¡Qué horroroso!
Le diré a tu mamá
que te lleve con el dentista,
Yo la odiaba
con ese odio tan puro y tan ingenuo
que uno posee a los 8 años.
Mis hermanos mayores
lograron quererla,
a pesar de todo.
Por fortuna
crecí lejos de su mirada.
Trabajó con frenesí
para alejar la miseria y prometió nunca volver
a sentir el hambre
que le mordió la entraña
cuando era niña.
Trató de amar a un hombre
y de ser amada
mientras la lluvia
que salpicaba la ventana
la convertía en aquella niña
solitaria.
Se quebró la espalda
subiendo escaleras  
pero la muerte
no quiso acompañarla.
Largas noches
sufrió sobre su cama
mientras la soledad
la miraba con lástima.
Mi tía Pina,
enternecida por la edad,
ahora es otra
y su voz se desmorona
mojada por el llanto
al recordar la vida
que no quiso vivir.
Mi pobre Tía Pina,
esa niña todavía desamparada,
que al morir
quisiera al menos
cubrirse
con las lágrimas
de los pocos
que la aman.


Principio

Nunca puse un barco de papel 
sobre la piel de un río.
No colgué del viento
un papalote.
Vi pasar el tercer strike
con el bat al hombro.
Jamás pude jinetear
una bicicleta.
Lo mío fue la imaginación:
las épicas batallas medievales,
los duelos en el viejo Oeste,
la ruidosa carcajada de los muertos.
Hice un refugio en el tapanco
y lo atrincheré con colchas,
cartones y un gran muro
de silencio.
Las tardes más felices
transcurrieron ahí,
aislado del mundo,
no pensado por nadie.
Con la lengua mojaba mi dedo
para hojear el Kalimán
o Ben Hur ilustrado.
Aquella isla me permitía
estar a solas
con ese desconocido
que era yo mismo.
Quería ser veterinario
para sentir la húmeda
ternura de los perros,
comer chocolates
hasta la saciedad
y más allá,
no ser el último en llegar
en la carrera,
no morir a los ocho años
como mi hermano Juan,
sólo eso.
Pero esa eternidad
era interrumpida
por los gritos
de mi madre.
Escribí sobre el polvo
que cubría la enciclopedia
las primeras palabras
que verdaderamente
me pertenecieron.
Nunca tuve nostalgia
del porvenir
ni quería ser feliz,
sólo ser niño.
Luego me apuraron a crecer
mis profesores de Moral.
Alguien me condenó
por seguir siendo niño
a los trece años
y mi escondite se llenó
de maniquíes mutilados
que nunca perdieron
la sonrisa.
A veces tengo la certeza
de que escribo,
como un loco,
a solas.
Miro hacia atrás,
y  me estremezco
con mi única certeza:
durante toda mi vida
he tratado de ser fiel
a los sueños
de ese niño.


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