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portada-avatares.jpg Avatares de la memoria
Eduardo Mosches
Universidad Nacional Autónoma de México,
2010.

Por Eduardo Milán

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No. 39 / Mayo 2011

 
 
 
Sobre un telón de fondo, los acontecimientos. Esa es la imagen. Esa es la vida que el poema dice. La memoria no es para Eduardo Mosches un acto de desafío al tiempo, al olvido o a alguna forma de control. Es todo eso. Pero no ocurre como una decisión: no se memoriza por voluntad, no se emplea ese rever(se) como un acto de validación de uno mismo ante la invalidación de cada uno y de todos propuesta por el Poder o los poderes descentralizados del orden del mundo. La memoria para Mosches es una especie de flujo que integra la cotidianeidad. Vivir, hacer la tarea de la vida común, es hacer memoria. De modo que la memoria es un tiempo que no se gasta como tiempo.

Se abstrae de la cotidianeidad y transcurre acompañando la vida de cada uno pero viéndose como una conciencia alerta o como un estado alerta, especial, de conciencia. Es algo que está en nosotros, en nuestra vida más o menos quieta, más o menos inquieta. Otro es el carácter de la conciencia en tiempos difíciles. Pero es la misma memoria que se articula de otra manera. Son tres o cuatro temas recurrentes, obsesivos, los que permean la escritura de Mosches: el amor, la conciencia social y política, el estado de lo humano, la vida común, entre los reiterados en Los lentes y Marx (1979) esto se vuelve patente. Los poemas transcurren en la normalidad de una existencia narrada a distancia pero que se familiariza por el modo de ser expuesta. Los poemas son materia dispuesta para ser entregada de inmediato, sin conflicto, al lector que, en este texto, no está en juego. Se trata de consignar más que de reflexionar, registrar más que develar. Hay una aceptación de la vida de las pequeñas cosas y señales aquí y allá de que algo se prepara: una inminencia que no se dice —se intuye—, algo en el propio nombre del texto que alude directamente a la lectura, a la ley, al conocimiento, al apoderarse del mundo mediante una apertura de la imaginación. Ya este libro señala que algo oscuro se trama afuera del poema. El relato de la vida “pequeña” transcurre con normalidad. Y el lector —silencioso en ese primer libro, sin ser requerido— descifra la materialidad benevolente del texto como un animal doméstico, un gato, por la flexibilidad, una tortuga, por el tiempo o el acompañante por carácter, un perro. Hay que notar que los poemas tienden a confiar en el lenguaje que los habla con una cierta “naturalidad” o con una cierta ingenuidad sobre la naturaleza del lenguaje cotidiano.

De ahí que a veces el propio contexto del poema, cuando hay una emergencia imaginaria, tienda a metaforizar eventos también ingenuos:
 
o el café caliente de la mañana tibia
que en esos largos meses
ya forma una humareda
que ahoga a los vecinos
En Los tiempos mezquinos (1992) comienza propiamente el relato del pasado, o sea, la construcción de la memoria. Si bien nunca pierde aliento crítico sobre su contexto y sobre su propia biografía que aquí entra de lleno no sólo como vivencia personal sino también como relato distante y objetivo de modo de poder verse al ser mostrado, aparece en el tono de Mosches un elemento que no lo abandonará: la rabia. Es la presencia de la guerra árabe-israelí que permite refrescar una historia que no termina nunca en la que están involucrados intereses que no son propiamente los del pueblo palestino, el gran afectado. Pero el poema no se vuelve un poema histórico en el sentido de ser un transmisor de acontecimientos aquí o allí salpicados de subjetividad.

El tono que logra Mosches es muy otro: es un tono mítico el que recorre los largos fragmentos seleccionados de las distintas secciones que llevan el mismo nombre Las palabras.

Notar este fragmento:
 
No brota la inequidad del polvo
ni germina del suelo la aflicción
es el hombre quien la engendra
como levantan el vuelo
los hijos del relámpago.
La forma que logra es una especie de épica entrecortada por trazos líricos donde el sujeto de la acción tiene el referente de la historia —lo sucedido con carácter definitorio, lo que la historia crea como un destino— y a sí mismo como autorreferencia obligada. El discurso está atravesado por ráfagas de nostalgia y de un dolor inocultable. Llaman la atención las posibilidades de ese aliento poético que, en el conjunto de la antología, es el material que involucra al lector, lo devuelve a la acción, y busca su conciencia. Más interesante aún es que Mosches no intente ni por un momento chantajear con el sentimiento, propio de un tipo de lenguaje “vencido” muy de moda en América Latina, propio de los sesenta donde palabras como “compañero” eran reales y no formas de impugnarse a uno mismo con una cierta violencia. Hoy la violencia es uso casi exclusivo —en tanto legitimación— del Estado y de los poderes fácticos. Hay poca posibilidad de hacer violencia desde las palabras. Hay una conciencia poética alerta en ese largo poema que busca transmitir lo propiamente poético, la capacidad de conmover y generar, a la vez, algo mucho más profundo y de igual raíz: la conmoción. Esa escritura sugiere que la conmoción en un texto literario en el presente es mucho más eficaz como trabajo sobre la conciencia que la denuncia razonada y argumentada o la descripción fiel y por lo tanto agresiva de un hecho intolerable. Se entiende en este bello poema, de lo más fuerte del libro, lo que se sabía teóricamente del poema contemporáneo: su habla de lo imposible del decir, su habla de lo imposible de callar.

El tema del amor vuelve en Cuando las pieles riman (1994), un libro de desencuentro más que de celebración amorosa. La escritura de Mosches recorre aquí los puntos nodales de una retórica marcada por una década: la de los años de tránsito entre los setenta y los ochenta, donde el desencanto en relación con la utopía echaba por tierra, si no frivolizaba, todo intento de unidad de un ser con otro. Es el momento de la frase exacta y visionaria de Jean-Luc Godard: “El mundo no está hecho para unir sino para separar”. La poesía pagó tributo doloroso, un tributo al tiempo que se vivía con ninguna esperanza de cambio en Europa y alguna, intermitente, todavía en América Latina, continente conflictivo en relación con su propia historia y en relación con el conocimiento de su propia historia. Ese es el tributo temático. Pero hay un tributo retórico que también se pagó: el de una escritura pendular, oscilante entre lo que fue casi realidad y hoy es memoria prometida, y lo que causó esa posibilidad de ser truncada. El lenguaje poético usaba de un sorprendente arsenal lingüístico que no daba el tono de la realidad angustiante y a la vez melancólica vivida. Los poemas de amor son sensibles a esa alternancia de dicción que traduce una incertidumbre de vida. Mosches rescata su discurso de esa coyuntura lingüísticamente paralizante merced a una ironía que convierte el lenguaje en un ejercicio de levedad. No hay lamento, menos drama, hay aceptación de la circunstancia por la que atraviesa la relación humana con el otro, pauta clara de otra relación: la que ordena la sociedad con su poco posible transformación. Poemas como Lanzafuegos o El viento a la izquierda son luces intermitentes de esperanza ante la desazón: la realidad cotidiana, aunque el desencanto domine, asalta la propia sensibilidad en la percepción del sufrimiento del otro. Mosches juega un hábil juego de recambio en la apoyatura que hace para creer: como si fuera su misma vida un movimiento utópico, se recarga en la infancia entre frustrada y feliz para proponer una esperanza, “un habrá” que pasa imperceptiblemente entre los escombros del presente. No es un viento, es una brisa, una especie de memoria condensada de aire pero de aire fresco. Si algo es incuestionable en el libro de Mosches es su capacidad fuera de lo común de refrescar la memoria, no sólo la suya: la memoria compartida por aquellos que vivieron años donde todavía era posible hablar sin vergüenza de comunidad. Esto es lo que hace posible —la capacidad de mantener frescura, levedad— que la escritura de Mosches escape de la tendencia de la escritura de la época que evoca: la tendencia a metaforizarlo todo, a cambiar en imagen poética cualquier experiencia y a banalizar el propio proceso metafórico. La escritura, en vez de situarse en otro plano mediante al recurso de la metáfora, ahoga el procedimiento en una experiencia sin ninguna trascendencia más que el propio afán de consignación. Pero más allá del uso tropológico que Mosches evita hay un cambio de percepción de qué es la escritura, su situarse como entidad consciente de un valor distinto de la mera consignación, algo que se permitía vivir como señales en textos anteriores y ahora se lleva al discurso poético mismo. Se trata de un distanciamiento raro y eficaz ante los acontecimientos que no han variado —las guerras, el horror, la degradación, la explotación o, del otro lado, el amor con pequeños atisbos de redención de una vida, la amistad, las querencias—: ha variado el punto de vista, la capacidad de tratar a la escritura como entidad autónoma —o más autónoma— del sujeto que la emite.

En dos libros Mosches transforma su poesía: Molinos de fuego (2003) y Susurros de la memoria (2006), especialmente en este último. En este texto de Molinos de fuego:
 
Melodía sepia de atardecer
sonido a nubes negras
cimbran carteles y los puentes
aferran abrigos perfumados en alcanfor
mientras en los quicios de algunas puertas
niños comienzan a arroparse con sus perros
El lenguaje ha dejado de estar “afectivizado” desde antes del decir. La antigua concepción de la poesía como palabra amable —en el sentido de rodeada de sentimiento— está ausente. En su lugar, un giro hacia la precisión del lenguaje transforma la escena en una especie de instantánea congelada: hay un control de la escritura que favorece lo que se quiere transmitir. A menos sentimiento, mayor efecto. El nivel de la desolación concentrada aumenta el nivel del impacto. En Susurros de la memoria, la duplicidad o la complicidad de la escritura con otra/la misma amplía el efecto plástico de la escena: crea una especial forma de exterioridad íntima. Un cuadro de escritura como este fragmento lo explica mejor:
 
La amplitud de las praderas de trigo y vacas
tragó con voracidad
la tibieza y el marrón manchado de su pelaje.
Su imagen protectora deambula
en las esquinas abandonadas y fértiles del recuerdo.

Color azul de un ala de la evocación
toma entre mis dedos tréboles amargos que se alejan
sin cumplir deseos y ansias sin madurar
caer en sombras de lo transcurrido
tiempo: aroma a flor de los naranjos.
Se trata de efectos de creación de profundidad y superficie en la escritura. Donde habitaba la monocordia ahora habita la profundidad de campo que transforma el texto en una suerte de cámara de resonancia: es el efecto de un poema completo más allá de la dimensión de la página. Al margen de que el discurso pueda aludir al acto mismo de la memoria en proceso, hay una ampliación del área de significación porque se mantiene el sentido en estado latente. Se amplía el horizonte sugestivo del texto, se olvida por un momento la “obligación poética”, el imperativo categórico de un deber ser poesía de una u otra manera. Mosches descubre esta felicidad: cuanto más se libera un texto más poema quiere ser. Y lo es. La memoria encuentra así su formalización posible: un texto que, partiendo del mismo acontecimiento que por una vía se desarrolla líricamente, se vuelve otro hasta objetivarse como otro. El efecto es de un comentario al texto base —que sigue siendo un poema— pero que no necesariamente está escrito en otro lenguaje, un lenguaje crítico por ejemplo. El otro lenguaje puede mantener —y mantiene la mayoría de las veces— el mismo tono y el mismo modo articulado de la escritura pero, ante la percepción del lector, crea una especie de espejismo de escritura. La misma disposición física de las cursivas, su inclinación a la base en relación con la verticalidad de la primera escritura, refrendan el efecto especular. “Luz opaca de reminiscencia”: así abre el fragmento que selecciona Mosches para disparar ese momento de escritura que hace cuajar el objetivo del libro, más allá de las significaciones particulares que encierre cada poema en sí mismo o cada libro antologado. En esta amplia muestra Mosches demuestra, poema tras poema, que no olvida el sentido fundamental de su aventura: inscribir, en una suerte de no-tiempo imaginario, los fragmentos de vida que hilaron su existencia.
 



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