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portada-fosforo.jpg El fósforo astillado
Juan Andrés García Román
Barcelona, 2008
DVD Ediciones.

X Premio de Poesía Hermanos Argensola 2008

Por Juan Carlos Abril

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No. 39 / Mayo 2011

 

El fósforo astillado ha sorprendido a la crítica y a los lectores nada más aparecer, ya que ofrece un registro de voces realmente distinto de lo que ha venido siendo habitual en los últimos lustros en la poesía española. De hecho, podría decirse que una de las novedades que más llaman la atención de esta miscelánea es su voz, o mejor dicho, el abanico de voces que se despliegan en él. En ese sentido existe un hueco dentro de la tradición española, o al menos eso nos parece a nosotros, por el que esta obra no conecta con otras que la hayan precedido en sus pretensiones e intereses, ni en la época de las vanguardias históricas (con una excepción que señalaremos más adelante), ni posteriormente con las neovanguardias en los años sesenta. Quizá podrían buscarse algunas conexiones con ciertas obras hispanoamericanas que poseen un gusto netamente rompedor, pero que ante todo buscan la fusión y las nuevas sensaciones, la búsqueda absoluta y el diálogo con otras tradiciones en un encuentro siempre fluctuante y proteico. Juan Andrés García Román nos propone una obra brillantemente inclasificable y que merecidamente se ha impuesto como uno de los libros más genuinos y arriesgados de los últimos años, por toda la novedad y diversidad que comporta, adentrándonos de lleno en lo que podríamos denominar abiertamente como vanguardia. Además nos invita a realizar algunas reflexiones acerca de la evolución de la poesía española de los últimos años que nos parecen muy pertinentes.

En efecto, hasta hace pocos años esta palabra, vanguardia, aparecía tímidamente y solapada en cualquier tendencia, pero sobre todo aparecía postergada por la poesía de la experiencia más ramplona, aquélla que ha acabado repitiéndose y proponiendo siempre el mismo cliché retórico, las barras de los bares, los taxis y los semáforos, una modernidad deglutida a la fuerza ya que en el momento en que una corriente se impone y aparecen epígonos, comienza precisamente a desmoronarse. A algo de esa evolución pertenece lo mejor de la poesía española de los últimos años, sin duda, y a esa sucesión de rupturas en las que lleva sumergiéndose pertenece este libro, que podríamos calificar sin llevarnos a engaño como una de las apuestas más vanguardistas de los últimos años, una escritura verdaderamente rompedora que apuesta plenamente por la vanguardia, dejando a un lado cualquier resquicio de aquellas poéticas por las que nuestra tradición inmediatamente anterior venía transitando. Es un riesgo, pues apostar por un lenguaje tan radical puede llevar a un callejón cerrado, al menos desde el punto de vista operativo del propio autor, de su propia poética; pero también es verdad que para llegar a este lenguaje la poesía española ha tenido que desempolvarse y salir precisamente de otro callejón similar, el de la poesía de la experiencia, en el que estaba metida, y del que sólo los verdaderos maestros han sabido airosamente salir. Breve y esquemáticamente podríamos enumerar algunas de estas salidas, que vienen siendo exploraciones desde hace ya más de una década, y que están ofreciendo variados y multicolores frutos. Y nos gustaría advertir que cualquier tendencia de las que enumeramos, tanto de las pasadas como de las contemporáneas, ofrece estupendos poemas o poemarios, si bien lo que pretendemos describir son los campos estéticos que se están creando y desarrollando (no vamos a enumerar otras estéticas que todavía perviven, con más o menos éxito, repetimos, dependiendo de cómo las lleven a cabo). Por un lado, las propuestas hiperrealistas; por otro las de corte metafísico; por otro las de hondo calado experimental o ultravanguardista (a la que se adscribe El fósforo astillado); y una última rama en la que se combinan vanguardia y tradición, que podríamos denominar tercera vía, uniendo la meditación y la experiencia. Y aunque no sea el lugar apropiado para hablar ampliamente de todo esto, ni podemos desarrollarlo más, creemos que era oportuno, a partir de esta obra que estamos reseñando, dejar constancia de su pertenencia a una rama netamente vanguardista que ha brotado sin pudor en los últimos años, y que no sabemos hasta dónde llegará, teniendo en cuenta que las vanguardias se suelen caracterizar por su fugacidad en el momento en que se llevan a cabo, y por la estela permanente que suelen dejar en la cultura. Vivimos, y El fósforo astillado es la muestra más palpitante, un momento en la cultura española de extraordinario valor vanguardista, de absoluta descomposición de los cánones más ortodoxos y de ruptura con cualquier intento de una escuela o tendencia por convertirse en hegemónica. Y posiblemente estas desestabilizaciones sean necesarias cuando se viven periodos más o menos largos de normalización, que suelen convertirse en imposición al comenzar a reproducirse sin sentido los modelos, perdiendo las referencias en las que fueron originalmente creados.

Sea como fuere, El fósforo astillado no posee ningún resquemor para significarse, a nuestro juicio, como abiertamente vanguardista. Así, simétricamente, situado en su centro, se encuentra el texto titulado Está el director sentado en el escenario, pensativo, el cual lleva una cita de Vallejo, padre sin duda de una vanguardia inmanente que ha resistido cualquier lucha o embate desde el rigor poético más absoluto. La apelación a César Vallejo como eje referencial, al margen de la búsqueda de una autoridad como contexto, no es vana. A partir de ciertas concepciones rupturistas podríamos comenzar a comprender el calado de una obra como El fósforo astillado, y nos gustaría subrayar la palabra "obra" puesto que se concibe como una ópera, un libreto operístico (perfectamente podría haber llevado un subtítulo en el que se aludiera a esto) o un drama, con algunas escenas trágicas incluso, que bien podría recordarnos los experimentos que realizó Federico García Lorca en El público, o en general, en su teatro irrepresentable, la única relación que, según nosotros, podría tener alguna conexión —lejana, laxa— con El fósforo astillado. Y también con aliento wagneriano, esta obra en cierto modo aspira a ser "obra total" a pesar de que posee la conciencia plena de que eso es imposible, de que se enfrenta a la descomposición posmoderna de cualquier gran relato que pretenda construirse o desarrollarse. Es más, y como cualquier vanguardia que se precie, las pretensiones estéticas del autor están muy en consonancia con la disposición de los textos, con la utilización de símbolos (que de vez en cuando aparecen, igual que otras grafías, etc.) o la estructura de los títulos, y precisamente Está el director sentado en el escenario, pensativo simbólicamente no posee título como el resto (aunque en el índice conste como tal), y en el libro se plantea en negrita y cursivas. Y por otro lado, ya en el tercer acto, Está el autor sentado, meditando, no se enumera en el índice como poema, y sólo se plasma en cursivas, sin negrita, con lo que se juega con esa doblez de la autoría y la interpretación, no exenta de lectura a través de las formas… Y es que estos juegos aparentemente banales son sin embargo importantes a la hora de comprender las diferentes voces que pueblan El fósforo astillado, el juego dialogal en el que se halla inmerso a la hora de comprender quién escribe trama, argumento, quién la ejecuta, quiénes son los actores, quién el apuntador, etc., pero también con respecto a los personajes, con lo que se abre más aún el significado polisémico y poliédrico de las identidades, hasta desembocar en la penúltima composición, en el descubrimiento de las máscaras de los, más que actores, actantes.

¿Quién es quién? Preguntas de ese tipo están muy presentes en el libro. Pero no nos adelantemos y vayamos por partes en esta breve síntesis que pretende tocar aquellos puntos calientes y hermenéuticamente útiles para el lector. Los subrayados de palabras, o juegos gráficos, las acotaciones expresas del apuntador, que van a apareciendo como apostillas, cambiando el plano de la enunciación o dirigiéndonos hacia otro lugar la mirada y la reflexión de todo lo anteriormente expuesto, la multitud de citas, la proliferación de partes y la ruptura de las simetrías en esas mismas partes (que una lleve subtítulo, por ejemplo, mientras que las otras no, o que una lleve una cita o acotación muy larga, etc.), no son casuales ni meras trampas, sino que, utilizando la "forma" del libreto operístico, proporcionan al poeta lírico-dramático la oportunidad de expresarse con mucha más libertad. Libertad, pero siguiendo un modelo, ya que hablamos de un libreto. Por lo tanto también existen reglas, no todo vale, ni esta obra es un ejercicio de ir acumulando ideas o juegos uno detrás de otro sin sentido. Hay cánones ocultos que por supuesto no son los que han regido la poesía española de los últimos años, por no remontarnos a otras épocas, con lo que formalmente es muy importante, la disposición de los textos, que nos van a ir salpicando de espontaneidad y viveza, pasión y emoción, como si se tratara de una ópera de verdad, ateniéndonos sólo a ciertos parámetros del género.

Ahora bien, el argumento, el cuestionamiento de la propia poesía y de sus proyecciones como fruto de cualquier búsqueda o indagación, son el gran tema subterráneo de la obra. Y podríamos añadir que hay muchos temas, pero El fósforo astillado en última instancia es una reflexión no sólo sobre las posibilidades de la palabra, y de la palabra poética en concreto, sino una crítica del enquistamiento en el que ha venido encallándose la poesía española contemporánea de los últimos años. Una reflexión metapoética, por tanto. Y ahí es donde nos gusta conectar esta obra con la breve caracterización que hemos realizado más arriba, y que nos parecía oportuna. Como obra vanguardista, posee todos sus ya "clásicos" recursos, pero —hay que decirlo— expuestos a la enésima potencia, con resultados realmente sorprendentes; sin renunciar al tan denostado culturalismo, del que también rebosa. Y es que aunque esta vanguardia sea plenamente madura, o al menos así nos lo parece a nosotros, no deja, en consecuencia, de ser un experimento más en esa trayectoria que venimos exponiendo de superación, de antítesis de esa voz plana en la que se había atascado la poesía española. Otra pregunta estaría relacionada con las posibilidades de la propia vanguardia (que no son ilimitadas), con las contradicciones que ella misma implica, y con su superación a través de un canon de nuevo normalizado, pero ahora no podemos entrar en estos asuntos, tan complejos por otra parte.

Estos recursos son una constante sorpresa para el lector, que lo dejan interdicto en multitud de ocasiones, con imágenes sorprendentes y provocativas, con cambios en la persona a la que pertenece la enunciación, con libertad absoluta para componer un auténtico rompecabezas o laberinto poético en el cual el poeta sin duda se ha desnudado desde el punto de vista estético, mostrándonos hasta dónde es capaz, hasta dónde llega su voz y cómo ha sabido explayarla. Los recursos retóricos, por tanto, de esta máquina (“La noche es la gran máquina”, dice tan atinadamente en la p. 55: la noche concebida románticamente como el espacio para la rebeldía, para la creación absoluta, para la libertad de creación más anticanónica) puesta a punto para ir a la velocidad más provocativa, son llevados hasta su máxima expresión, atornillados una y otra vez, a punto en multitud de ocasiones de estallar y llegar a trasroscar cualquier tuerca. Metáforas continuas y concatenadas que en muchos casos devienen en greguerías, o viceversa, creaciones insospechadas, culturalismo trufado en cualquier rincón, intertextualidad en sentido amplio, y falseamientos o claves personales que borran las huellas de la intertextualidad en muchos casos, yuxtaposiciones de planos, galerías conceptuales y laberintos especulares, reflejos y efectos "formales", autorreferencialidad, etcétera. Y la ironía llevada hasta sus últimas y temerarias derivaciones (al menos desde un punto de vista poético o lírico, emotivo incluso): el sarcasmo, el humor negro, el feísmo, la provocación al fin y al cabo, salpicando el conjunto de vez en cuando. El programa iconográfico de este libro resulta impresionante, al proponernos una sucesión de fuegos de artificio en el que no dejamos de exclamar oh a cada frase. Frases que van abriéndose en otras, van ligándose los colores y las chispas, van dando unos significados en otros y entrecruzándose… El resultado es espléndido, sin lugar a dudas, y por eso nos parece que El fósforo astillado no posee parangón en los últimos años en la poesía española, y saludamos abiertamente su concepción rupturista y descarada, su atrevimiento.

Enmarcado en esa atmósfera de crítica, ironía y ráfagas verbales, imaginísticas y vanguardistas absolutamente deslumbrantes, que van precipitándose torrencialmente, el ludismo podría concebirse como la otra gran piedra de toque sobre la que pivota esta poética, no exento de crítica (ver por ejemplo el excelente Per capita, p. 49) en cualquier recodo, como en esta apostilla de la p. 80 de este inquieto e inquietante apuntador: “Un botón en lugar de un dogma o de una idea. Abotonar las cosas a sus usos. Un botón que une la espalda del pijama de aquel que duerme al colchón. Otro botón que une la palma de los guantes del soldado con la parte lateral de sus muslos, para que forme y se cuadre. U otro, por ejemplo, que une la palma de un guante con la de otro guante para obligar al rezo. En definitiva, una sutil dictadura consistente en botones dispersos por la piel de las cosas.”

Para ir concluyendo, querríamos recordar que estos recursos están puestos a disposición de una concepción dialógica, polifónica y posmoderna del mundo, con la ruptura de cualquier parámetro sacralizador, si es que quedara, de anteriores estructuras ideológicas. Posiblemente respecto a la mejor poesía de la experiencia (que significa justamente eso, una poesía que se ha desposeído de la carga idealista) no puede operar esta crítica, o este proyecto desacralizador, pero sí frente a otras corrientes muy en boga y que involuntariamente o no están llevando a la poesía de nuevo hacia concepciones sagradas, especulativas o esencialistas. La crítica de una identidad estable y permanente de las cosas, en ese sentido, está muy presente en El fósforo astillado. Las voces hablan y se corrigen al mismo tiempo (El arca de Noé de los locos, los animales y los niños), y son diferentes voces que habitan en nosotros mismos, que están luchando en nuestras complejas identidades. Somos personas y personajes, nuestro mismo doblez, como en este fragmento de las primeras composiciones con el que se nos introduce a estas problemáticas: “Se trata de un hombre hundiéndose en el lago de cuyo pie no cuelga una piedra atada, sino él mismo —su doble o su hermano gemelo—. De hecho, la historia podría ser contada indiscerniblemente desde el punto de vista del otro, porque la soga ata a los dos por el pie. Si la hemos contado así, es porque en este momento el "otro" estaba en el fondo del lago, mientras que el "hombre" sólo ahora empieza a estar totalmente sumergido.” No estamos hechos de una pieza, ni somos un bloque monológico, sino que interactuamos y nos conformamos como suma de relaciones: esto está bien claro, felizmente expresado, actualizado de algún modo para el lector atento. La carga filosófica y teórica de esta obra es pasmosa, transitando por la tensión constantemente, dejándonos a menudo estupefactos. Y a partir de aquí el reto se le presenta al propio Juan Andrés García Román, quien deberá superar su lenguaje vanguardista sin repetirse, buscar otras metas y nuevas vías de expresión, madurando su vitalismo poético y feraz. Pero a la vista de lo que ha conseguido hasta ahora, lo alcanzará con creces.




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