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portada-fosforo.jpg El fósforo astillado
Juan Andrés García Román
Barcelona, 2008.
DVD Ediciones.

X Premio de Poesía Hermanos Argensola 2008

 

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No. 39 / Mayo 2011

 

per capita

El primer rey era deforme;
nació con una protuberancia sobre el cráneo que llamaron corona,
pero esa deformidad le confirió mucho poder.
Ésa fue la única corona de hueso, la única auténtica corona:
una sola corona de verdad en toda la historia de los hombres.
A partir de entonces, el resto de los reyes simulaban la deformidad
con coronas de arcilla acero oro.


Cuaderno del apuntador.
Aún los viejos seducen a las niñas mostrándoles sus premolares
y la aguja entra por el ojo de la aguja.
Aún un manto acaba en qué rey.
Aún.
Aún es aún.

Cuaderno del apuntador 2.
Un botón en lugar de un dogma o de una idea. Abotonar las cosas a sus usos. Un
botón que une la espalda del pijama de aquel que duerme al colchón. Otro botón
que une la palma de los guantes del soldado con la parte lateral de sus muslos, para
que forme y se cuadre. U otro, por ejemplo, que une la palma de un guante con la
de otro guante para obligar al rezo. En definitiva, una sutil dictadura consistente
en botones dispersos por la piel de las cosas.

 

espacio de tiempo

con los ojos cerrados,
con los ojos como tragados…
Rilke

 Estoy aquí sentado mientras unas cosas se trasforman en otras cosas
con las que en un principio no guardaban ninguna relación
genética, de parentesco o parecido. ¿Adónde va el perro afgano?
No es un perro afgano, no tienes ni idea.

Haces el equipaje, echas
el zapato que exhibe un nudo de madera en la suela
y un jersey. Porque un jersey tiene cuello,
pero no cabeza. Está degollado.
¿Cómo era la cabeza de los jerséis antes de que se la cortasen?
No me interrumpas más. Sabes que debo irme.
Que no puedo dejar sola a mi hermana.
Tiene... ¿cómo lo llaman
los médicos? Sí, eso, ideas negras.
Las sábanas del hospital cuelgan en su propio balcón,
con el sellito verde deslavado. ¿No es horrible?
Pero sube conmigo a la terraza.
El envés de las alas de los pájaros, la axila de los pájaros, es un trozo
de tela azul —como forro de un abrigo— tachonado de estrellas,
pero nunca se les ve excepto cuando vuelan: por eso los niños
miran arriba cuando un pájaro está justo encima de ellos.
Más bien, ¿por qué no dejas morir de hambre a esos nobles
—un pendiente de diamantes colgando de cada ala—? Pájaros-carillón.
¡Deja que las golondrinas se aburran como relojes de pulsera!

Está bien, mira sólo la luz: quiere barrer bajo las alfombras y los párpados,
está buscando su fondo dentro de ti, quiere cerrar su elipse,
jugar a morderse la cola como los perros tontos.
La luz blanca es la única cosa capaz de penetrar sin romper el himen de tu muerte:
eso que los poetas del XVI con sus gorgueras llamaban «el velo mortal».

No temas, el instinto es un avecilla que, aunque vuele,
está atada con un cordel al índice: un globo o un anillo,
un precioso juguete victoriano.
¿Un telón dices? ¿Un fondo? ¿No dijiste que tus poemas estaban ciegos?
Pero mi sensibilidad es de un solo uso —he contestado,
deberíamos tener un corazón de belcro y colocarlo sobre el pecho
como los espadachines que se entrenan,
esconder en el bolsillo de la camisa un as de corazones.
El himen de tu muerte...

Porque, en realidad, estás pensando en el alcohólico con cara de
ángel en la estación.
Sí, llevaba un jersey de mujer,
tenía un carro de la compra y blandía un paraguas.
Parecía un caballero andante. Él era don Quijote y el carrito su Sancho.
El mendigo estaba en el suelo cubierto de radiografías.
Le hablaba a su tumor, decía: Ah golondrino, golondrino,
cierro los ojos mucho y te veo,
cierro los ojos con todas mis fuerzas,
pongo los ojos «como tragados», como decía el poeta, y te veo:
estás en mi interior, entre el matorral de mis costillas o quizás más abajo y
contemplas desde dentro cómo mi ano sale y se pone cada día
como si fuese un astro, la luna.
¡Ah golondrino, golondrino mío!

Hazme un favor: olvida hoy los extremos, el origen.
Tú lo dices: despegarse la herida como una pegatina.
Los boxeadores se hacen extirpar el tabique nasal:
es lo que la poesía debiera hacer con las mayúsculas.
¿Qué hemos venido a ver?
Los basares del arco iris hundiéndose en el humus repleto de lombrices.
Y mira allí:
el horizonte se rompe como una tabla que quiebra un karateka.
Las copas de los árboles son ruedas espirales:
unas empiezan donde acaban otras,
iguales a esos tornos cilíndricos con oración escrita de los templos budistas,
los que hay que hacer girar pasándoles la mano.
Arráncales la verticalidad a los árboles, haz como con las estrellas,
tira del humus como de un mantel y que los árboles se queden
de pie como copas, como excepciones. La estructura que regresa,
lo contrario de un estado, la estructura de una excepción. Algo
que no exista, pero tampoco que muera: algo que no nazca.

No las raíces que unen los árboles al suelo, sino la horizontalidad
sin límites.
La verdadera raíz de un árbol son sus pájaros, su procesionaria, sus
plagas, el esqueleto sacado afuera como guirnalda.
Eso es: ¡una guirnalda fotófoba!

Ves los coches pasar, las ambulancias...
¿Puedes dejar de hablar ya de la muerte?
Entonces, quítales la verticalidad, como a los árboles y como a las
estrellas.
Y las ambulancias se quedarán, sí,
pero lo harán en un nuevo logrado silencio,
una intransitividad.
Despega la ambulancia del papel de calco del alma.
Quieren perder lo que las sustenta, su idea en nosotros, aquello que
nos hiere.
Porque ése es nuestro tiempo. Y la felicidad, la muerte, la tristeza:
todos los grandes conceptos o temas quisieran irse y dejar a solas la
mirada,
desaparecer.
No, no, tampoco desaparecer, en realidad
subirse, como los testículos de los niños.


Cuaderno del apuntador.

Pero lo más hermoso fue lo que tú imaginaste. Decías que se trataba de un evangelio
muy apócrifo: Jesucristo se lavaba con jabón una de las manos, pero no se enjuagaba.
Entonces, se soplaba la llaga de la cruz y de ella salía una estampida de pompas
ante los ojos maravillados de los niños.

me has acompañado al aeropuerto

Al mirar los gorriones que vivían dentro del aeropuerto,
pensaste en la caverna de Platón: el portal de Belén
que decoramos siempre siempre siempre.

Volverán las oscuras golondrinas,
volverán más oscuras y más conceptuales,
volverán más oscuras y más homogéneas:
la «realidad» es un niño probeta,
hijo partenogenético de la Ilustración. Se llama Gaudium.

Te diré tres monedas que no tienen valor en el mercado:
la moneda que se ha tragado un niño,
la moneda que cae sobre la alfombra sin hacer ningún ruido,
la moneda que gira sobre la yema de un dedo.

Sin embargo, eres tú quien hoy no escucha:
Consideramos mundo una coordenada;
nuestro Greenwich: el punto de vista.
Y las cosas, cargadas de inflación.
Un día llegará o más bien una noche
en que el planeta dé el definitivo
giro hacia la coordenada feliz.

Un día o una noche en que las carreteras,
las ciudades, los puertos, las industrias
produzcan tanta luz que en el espacio al fin
se confunda la tierra con una estrella.
Entonces, confundidos, los demás planetas se pondrán a rolar
dando vueltas a la nova, la supernova, Gaudium.

pero tú eres como Franz Marc
(las patas del mar son cortas y gruesas como las de un armario o una bañera)

En el café descapotable
junto a la orilla en la que el pescador va abriendo las cajitas de los
cebos
—cárceles para lombrices—,
se sentó a nuestro lado un matrimonio mayor.
La pronunciada ojera de ella es una bolsa que acumula imágenes,
igual que el bocio de un pelícano acumula peces.
¡No! ¡Es la mujer del lago,
la que tiene las rodillas mirando hacia atrás y anda como las grullas!
Él lleva largos y estrujados bigotes-Dalí: nos preguntamos
si los usaría como los gatos para entrar por las puertas
o si los usaría dentro del féretro para comprobar su angostura.
Le habían servido un huevo cocido dentro de un tulipán:
extraño nido, extraña huevera.
Ya golpeaba la cáscara con una cucharilla, mientras le preguntaba a
la mujer:
¿Has visto lo que dicen las noticias, Marta?
Monos, monos entrenados para entrar en pisos y robar el oro.

Tú aún sigues «loca por la belleza?»:
Los caballos de Franz Marc son eso, una gran respiración— dijiste.
También contabas algo de un hueso en el oído de los peces
que mide nuestro tiempo igual que los anillos de los árboles.

Después, nos acercamos a la orilla a contemplar el mar agitado:
mudez,
la lengua de signos rompiéndose contra las rocas,
dos simultáneas y entrecruzadas liturgias.
En el cielo, la nube del agrimensor.
Entonces, lanzaste una piedra al agua
—aunque hoy lo recuerde como si hubieras lanzado una piedra al
perfume—.
La arena de la playa era ondulada como una alfombra
y las punteras de tus sandalias asemejaban un costillar de paloma.

Hasta ahí la mimesis. Luego, comenzaste
a echar miga a los pájaros.
Tu costumbre de echar miga a pájaros o animales
desacostumbrados o incluso descomunales:
el cuervo, que al volar llena el viento de tubería y reproche,
por no hablar de la gaviota que se acerca a nosotros
chulesca, con el paso de uno que va a un burdel,
o incluso de la foca.

Vámonos. Va a llover.
Y corrimos antes de que llegara
la nube en perspectiva caballera.

Cuaderno del apuntador.
La princesa se orina y el guisante, cien colchones de colores más abajo, comienza
a germinar.

 


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