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portada-eloisa.jpg Eloísa
Silvia Eugenia Castillero
Aldus / Universidad de Guadalajara,
Guadalajara, Jalisco, 2010.


Reseña de José María Espinasa


Reseña de Josu Landa

 
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No. 39 / Mayo 2011

 
 
 

Por José María Espinasa

Entre las figuras paradigmáticas que la historia real e imaginarían nos han legado para encarnar la pasión femenina, la de Eloísa es sin duda una de las más singulares. Ni mitológica o semimitológica, como Elena o Penélope, ni radicalmente literaria como Julieta o incluso Madame Bovary, Eloísa es un extremo radical de la pasión cumplida en la medida de la derrota (social, civil, colectiva) del amor. Y es además, la bisagra entre dos concepciones de la pasión muy diferentes, la que se juega en los textos del amor cortés hasta bien entrado el medioevo, y la que se juega en el renacimiento y, el romanticismo y la modernidad. Es evidente que Silvia Eugenia Castillero la toma como figura tutelar de su libro, para mí un solo poema en estancias, y le permite meditar sobre el amor de una manera extrema, apuntada ya en sus anteriores volúmenes, pero nunca tan extrema.

Castillero ha publicado poco pero bien reflexionado. Sus libros muestran la huella de ese asomarse al abismo de la otredad que es el amor a través de diferentes formas y momentos. Los apuntes reflexivos de su primer libro, Entre dos silencios, mostraban plena conciencia de que ella había escogido el tiempo dilatado de la paciencia para la escritura de sus textos. El libro sigue siendo un ejemplo de lo que el ensayo mexicano puede dar si se desmarca de su condición fechada y referencial para sólo pensarse en su acontecer. Pero, lo supo bien Rimbaud, y tal vez fue la razón de su silencio, el amor es vertiginoso, y su demora es no humana sino sobrehumana, se convierte en una tortura, nos vuelve prisioneros de nuestra urgencia necesariamente postergada. El primer verso del libro, que resonará casi como un estribillo a lo largo de toda la lectura sin necesidad de estar escrito (pero sí inscrito): “Eloísa espera”. No sé incluso si ese no debió ser en realidad el título del poemario.

¿Eloísa espera? ¿No es Penélope quien espera? ¿O Penélope y Eloísa son la misma espera? La griega espera lo posible, el regreso, como cumplimiento del amor, y teje y desteje su tela, convencida de su necesidad de demora, de que el amor sólo se cumple en esa espera que justamente nunca desespera. Si hubiera ocurrido lo contrario y Penélope se hubiera entregado a cada uno de los pretendientes noche a noche sin parar, también habría sido una manera de tejer su manto, su velo, su hábito, su manera de ser Eloísa. Pero ella, Eloísa, no espera, ya no tiene qué esperar, todo se ha cumplido, y no es demora lo que busca sino aceleración, como esa tortuga eleata que siempre vencerá a la liebre. El hábito no hace aquí a la monja sino a la amante. Por eso la tela es en esa alta edad media piedra, piedra esculpida como hilos tejidos la manta. Amante que no espera, ya no tiene que esperar, pues no se espera si el plazo es infinito e incumplible, ¿o aún así se espera?

La densidad del poema se resuelve sin embargo en ligereza en composiciones cercanas a las iluminaciones medievales, a los vitrales góticos (todo sucede a orillas del Sena y entre las policromías de la Saint Chapelle), pues Eloísa también es París, la ciudad que ha sido tejida a lo largo de los siglos como lo hizo Penélope con su manto. Por eso, si Ulises regresa, también regresa Abelardo, pero no regresa de la misma manera. Odiseo vence al tiempo, el abad lo desconoce, pues sabe que la muerte lo niega todo aunque creamos, la fe no puede nada contra ella. Y así los hombres regresan, las mujeres esperan y la muerte se enseñorea de las catedrales que en su nombre –del amor y de la fe- construimos. Cito completo (en cursivas en el original) el extraordinario Regreso:

Se ahuecan las cosas con un
latido, es Abelardo,
las manos de Eloísa se hacen labio
y cuello, cavidad.
Largo sentir de un cuerpo.
Es Abelardo que vuelve
y trae hasta la celda de Eloísa                        
una ciudad con calles de seda:
la estrella arácnida
en el balanceo del viento,
de hilos y alas muertas,
allí al fondo de Eloísa, dentro.

Gracias al vuelo lírico la piedra mencionada antes es ligera, alada, como la Victoria de Samotracia a la que todos vemos volar aunque nos digan que pesa toneladas. Y el vuelo aquí es el del paseante, en esa ciudad luz que nunca ha sido tan propia de Walter Benjamin como en este libro. Lo curioso es que para volar se ve obligada a perder temperatura, a ser fría y cerebral. Silvia Eugenia Castillero construye un apasionado poema frío, congelado diría yo, pues sabe que su pasión se consume en frío, así y sólo así puede plantar cara ante la muerte.

Algunos de los poemas son descripciones de momentos, o mejor dicho, de la luz de ciertos momentos en el París que es su geografía. El colorismo del cual hace gala la autora es de muy delicada composición, casi fetichista. El río Sena se nos presenta con distinta luz, con colores que son horas, fechas, minutos. Se pensaría que Rayuela había agotado ya para nosotros los latinoamericanos la posibilidad de volver escenario esa ciudad, ese río. Pero aquí nuevamente el idioma habita su arquitectura, la vuelve poema arquitectónico, y si La Alhambra es la casa-libro o la casa escrita, París será la ciudad-texto. Eloísa se encaminará más hacia la maga que hacia su representación arquetípica en nuestra literatura, con una dosis de violencia que en Castillero está ausente, pero en la que inevitablemente resuena la Eloísa de Octavio Paz en Piedra de sol.

Eloísa será entonces un poema que describe nuestro caminar –todo caminar de mujer debería ser nuestro- hacia el río, una manera de buscar ese correlato del aire que es el agua, del vuelo que es el nado. Al terminar el libro el sabor en la boca que me dejó es el de aquel hermoso y olvidado relato de Jules Supervielle: La desconocida del Sena. Si, algo tiene esta Eloísa de desconocida.

 



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