No. 39 / Mayo 2011 |
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Ónice La calle era de ónice, abedules enormes cabían en ella, pero eran bocetos sobre neblina, los pasos arcillosos nos volvían seres ocres como caídos de la tormenta. Era tal vez un día de esos que llegan a toparse con el último día. La lluvia abría la rigidez de las calles, enlodaba su trazo recto, lloraba su pudor, no había sino esquinas y muros y las vertientes blancas o rosas del ónice en desacuerdo con nuestros pasos indecisos. Del árbol Decías y cantaban las encinas, se hendía la tarde: frutos en el árbol tu árbol. El aguafuerte, en las comisuras la montaña. Era tuyo el paisaje: dichosa la alabanza. A verdear las palabras te aprestabas. Colgante, ya roída el habla se desprendió y callaste. La caída La lluvia obstinaba su caída sobre el tejado, olor a sal en el viento traía una casi precisión marina: oleajes del niño en mi vientre volvían cruel la espera. Ni tú, Abelardo, ni el mar se acercaban, sólo el rumor. Un coro interminable de imágenes era maleza a mi alrededor hasta cercarme lo imposible, y el tiempo se detenía en la ventana como teniendo misericordia. Así me volví un manojo de hierba, un ser quieto a merced de las estaciones: me tocaba germinar mientras los campos se volvían lodo, mientras los árboles se deshacían: en amarillo, rojo y luego ramas grises en los caminos.
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