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portada-eloisa.jpg Eloísa
Silvia Eugenia Castillero
Aldus / Universidad de Guadalajara
Guadalajara, Jalisco, 2010


Reseña de José María Espinasa


Reseña de Josu Landa

 

 

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No. 39 / Mayo 2011

 

Por Josu Landa

Cuando alguien se convierte en personaje de leyenda, pasa eso: nunca muere. Decir leyenda es decir inmortalidad y ése es el modo de ser al que, en su momento, accedió la Eloísa histórica a la que se refiere Eloísa espera, el más reciente poemario de Silvia Eugenia Castillero (Ciudad de México, 1963).

Los alcances de esa permanencia en el tiempo se miden por la recurrencia con que el personaje legendario resucita en la literatura. El hecho de que Eloísa siga siendo carne de escritura habla de su vitalidad, de su sólido arraigo en la memoria cultural.

Lo más llamativo de la inmortalidad de Eloísa es que no se debe a ninguna hazaña político-militar ni a un martirio religioso ni a la invención puramente literaria de algún poeta excelso del siglo XII —un trovador como Guillermo de Poitiers, por caso— de los que pudieran ir abriendo paso a un Petrarca, un Cavalcanti o un Dante y a ficciones como la de Beatriz. Lo admirable en la vida eterna de Eloísa es que se debe a haber amado como amó y a las consecuencias trágicas que ello comporta.

Al revisitar la figura de quien encarnó de modo tan singular el poder de Eros, Silvia Eugenia Castillero ha debido de afrontar al menos dos riesgos con sus consiguientes exigencias. Uno, el de tomar un camino diferente al que venía trasegando desde que optó por la peculiar lírica de los bestiarios —no sólo con su poemario anterior Zooliloquios (1997, 2003), sino en parte también con los ensayos de Aberraciones (2008). El otro, el de atreverse a hacer una recreación postromántica de una leyenda manoseada ad nauseam, durante nueve siglos.

La operación con la que Castillero ha dado cuenta de la primera exigencia estriba en la identificación de la subjetividad propia con la de Eloísa, una verdadera con-cordancia, es decir, la fusión de dos corazones en uno. En el plano concreto de la expresión, la maniobra de la poeta ha consistido en prestarle su voz a esa unificación cordial. A ese procedimiento responde un poema tan hermoso como “Parábola”: “De tu boca a mi boca / se movían los verbos / en una parábola./ Después tus labios / se volvieron homicidas / la voz en sus orillas / se deshizo. / De tu boca a mi boca / ningún signo.” Lo mismo cabe decir, por caso, de estos sombríos versos de “Diluvio”: “...Llegué / taciturna como todos los muertos / desde la asfixia de un cuerpo saturado, / invadido de sí mismo...” En ciertos momentos, ese procedimiento unitivo alcanza mayor complejidad, como cuando se trata de ponerse en la piel de Eloisa, justo cuando ésta vive un nuevo instante de unión con su también eterno Abelardo. “En un reflejo en la mesa de noche / has vuelto. /Camino contigo, luego cierro los ojos / para ser menos sombra que tú / y verte crecer en la habitación. / Verte, vernos, / arrodillados en la capilla / sobre las baldosas, / frente a los cirios que lograban —sólo ellos— / horadar la oscuridad...” se lee en el poema “Alianza”, que pone al descubierto un fluido emocional del que participan a su modo Eloísa, Abelardo y el alma de la que han surgido estas palabras.

Se trata de un artilugio que sólo puede lograrse por un ejercicio de la imaginación libre y poderoso, a la par de fiel al modelo de referencia, que también es una imaginación a partir de la Eloísa de carne y hueso. Pero más allá de todo eso —que no es poco— se diría que la basamenta afectiva que sostiene e infunde vida a estos poemas es el sentimiento: la tenue pero ardiente —nunca patética— identificación emotiva de quien habla con ‘la hablada’ —que también habla en lo que hace hablar a la autora—: la asimilación mutua de poeta y personaje en los arduos y suaves y agridulces vaivenes del sentir. Por lo demás, la mencionada confluencia de corazones se profundiza en el tono un tanto acedo —y, por momentos, trágico— de la voz con que resuenan las composiciones de este volumen. Para no ir más lejos —pues ese pathos atraviesa todo el libro— enunciados como “miedos imprecisos se hicieron tiempo amargo”, presente en el citado poema “Alianza”, ilustran esa afirmación, lo mismo que caracterizaciones como “rijoso, cruel”, aplicadas a estados de cariz reminiscente del personaje, en el poema “Letanía”.

Junto a esa manera de proceder con parte de la materia de este libro, Castillero recurre al método que podría designarse como ‘descripción de la experiencia’. Dado que el orden de la experiencia abarca todo lo que le sucede al alma humana, manteniendo a ésta siendo siempre otra y la misma, estos nuevos poemas de Eloísa —no ‘a Eloísa’— registran con vivacidad percepciones, impresiones... Esa estratagema discursiva recorre todo el libro, sin distinción de las ‘capas’ temáticas que contiene, pero donde se realiza al máximo es en los dos últimos versos del poema titulado “Más allá”, en los que el oscuro objeto del deseo por el que clama toda la voz de esta Eloísa queda reducido a “una sensación itinerante / prófuga.”

Por lo demás, la única manera de sobrevivir a esa impermanencia es echando mano de las reconstrucciones mentales que llamamos ‘recuerdos’, es decir, reactivaciones de lo vivido en el corazón o ‘recorazonamientos’ de lo vivido: el acto de poner nuevo corazón a lo que hemos gozado y sufrido. Esto es lo que explica y aun justifica el “empeño balbuciente”, el clamor de una plegaria sorda y a veces sórdida, que efectúa Eloísa, para que no se corte ese hilo de la vida, que es el de las reminiscencias. Pero en virtud de la casi milenaria longevidad del personaje, esto lleva a que muchos de los poemas de este libro terminen siendo memoria de memoria. La añoranza es una superposición de experiencia a la experiencia de lo sucedido. En el “Ángelus” que nos ofrece aquí Castillero, el borroso registro de lo ocurrido, en un ámbito de sensaciones y sentimientos, se salva por ejemplo en la medida en que se actualiza como “la nostalgia de tu tacto”. Pero también se hacen patentes las imágenes encubiertas por el tiempo, como efecto de lo que hablan las formas y la consistencia misma de la piedra, según se proclama en el poema “Cantos” —que canta la doble canción de la piedra labrada y el cantar: “De la piedra, Eloísa, / vuelves incandescente,  de cada piedra / eres extraída en un cúmulo de años...” Pero, lo más importante desde el punto de vista estético es la impronta de la conciencia que sobre todo esto ostenta la poeta en el uso concreto de la palabra, en la labor de composición. No es nada inocente, por caso, la variación observable en el tiempo en que se conjuga el verbo ser en ese mismo “Ángelus” precitado: era, eran, eras... esto y lo otro, para terminar abruptamente en ese estremecedor “eres la razón de arrodillarme”, referido a la compleja y desbordante figura de Abelardo. Ese juego de pretérito y presente acierta a dar cuenta de manera inmejorable, en el plano formal, del vaivén existencial inherente a la memoria.

Cabe colocar esta clase de jugada formal en el contexto general de las formas a que ha apelado Castillero en este libro. Basta hojear el volumen, para observar de inmediato una combinación de poemas en verso y poemas en prosa. Por su parte, entre los compuestos en verso, los hay que toman una distancia mayor o menor con el personaje y se presentan con tipografía diferente, tal vez porque remiten a una topografía emocional distinta, a una distinción respecto del lugar desde donde se enuncia la palabra poética. En general, los textos prosificados dan cauce a una voz que parece dialogar con el personaje —que, con mayor o menor nitidez, por obra de la identificación de sujetos señalada líneas arriba, es la hibridación subjetiva de la poeta con Eloísa— desde un punto de observación exterior, como por obra de un desdoblamiento de la hablante. El idioma de estas composiciones, en su mayoría, se acerca al lenguaje oracular. Al menos ostenta una autoridad semiótica que las diferencia del resto. Algunos de los poemas versificados se aplican en la descripción de situaciones, como si se tratara de obras pictóricas —por cierto, el peso de lo visual y, concretamente, de la pintura en este libro es más que notorio. El poema titulado “Gris” ilustra bien este ramal del poemario. Los demás procuran penetrar en los estados de las subjetividades en juego. En ese caso, predomina un tipo de poema basado en esta sencilla estructura: una composición de lugar, seguida del registro de una emoción imperiosa. Así es como se organiza, en este libro, una poesía sobria, directa, clara, dispuesta a decir sin más lo que tiene que decir.

Antes de pasar a considerar, con más detalle, el avatar de Eros al que remiten estos poemas de Castillero —el elemento más importante, en lo que hace a su contenido— conviene reparar en que este libro forma una unidad de sentimiento y expresión, por lo que opera como una especie de universo autónomo. En ese microcosmos de sensaciones, sentimientos y recuerdos destilados en palabra poética, una rica gama de referencias eruditas al arte, a la historia, al hábitat espiritual y cultural parisino... confiere al volumen una riqueza de motivos y una policromía, cuya ausencia dificultaría su cometido estético y la posibilidad misma de comprender —es decir, ‘abrazar’, no lo olvidemos— a la protagonista de un drama casi milenario, en el que nunca ha podido faltar el difícil deuteragonista Abelardo y al que ahora se incorpora la poeta. De hecho, la ciudad que “se arrulla en los ritmos del Sena” (p. 28), con sus tonos sepia, ocre, bermejo..., pero que también resiste en desventaja los abusos de la modernidad (v. p. 66), habla de Eloísa. En fin: esos estratos de sustancia existencial diversa, entreverados de manera pertinente, son importantes de cara al conjunto del poemario, pero se incardinan al asunto principal, que es la eternidad de Eloísa, por mor de su manera de haber vivido y seguir viviendo en y por el amor.

Pese a su condición divina —o, según Platón, semidivina—, también Eros es histórico; esto es: tiene una vitalidad transtemporal, pero ésta sólo puede desplegarse en el mundo, conforme con modulaciones concretas en el tiempo, en la historia. Esto explica que Eloísa haya podido actualizarse, por caso, en las cartas fictivas de Julia o la nueva Eloísa, de Rousseau, o en las reflexiones que el joven Feuerbach vertió en Abelardo y Eloísa o que, la propia correspondencia sostenida por los amantes en referencia o la que intercambiaron con otros, desnudándolos humanamente, nos hablen con voz contemporánea. Por supuesto, esa eternidad es la que justifica y sustenta el libro mismo de Castillero. Pero el elemento histórico incide en esa transtemporalidad, de modo que, como ya se adelantó al principio de este escolio, la poeta recrea en su libro no cualquier modo de Eros, sino uno más a tono con nuestro tiempo, aunque —hay que decirlo desde ahora— se muestra muy afín al que encarnó la peculiar monja medieval.

Con demasiada frecuencia se tiende a igualar la erótica del Medioevo europeo con el llamado “amor cortés”. La historia de Eloísa contradice en todos sus términos esa ecuación. Si el amor cortés comporta que los erotizados pertenezcan al estamento aristocrático, que el amante se someta a la amada como si se tratara de una reina, que la causa de los requiebros del amador ostente en puridad un ideal abstracto e inalcanzable de belleza, que por ello mismo esa súper mujer sea por siempre inaccesible y que el vínculo amatorio se sitúe más allá de la carnalidad de los enamorados, es obvio que Abelardo y Eloísa no sucumbieron a ese extraño pathos. Más bien, su historia luce admirablemente contemporánea: un amor donde impera la atracción pulsional de los cuerpos y se cumplen con ardor sus designios, que en consecuencia se desentiende de los impedimentos religiosos y morales, que no repara en motivos de casta o clase social, que exhibe una autonomía ética de una mujer dueña de la voz cantante en la relación de pareja,  que incluso fructifica en un hijo —“un hijo que ahonda raíces”, como se lee en el poema “Cábala”, refiriendo de nuevo raíces de memoria, de resurrección de erotismos cumplidos— y que no aspira a más legitimidad que la que debe reconocérsele al impulso erótico en sí. Por algo Abelardo opuso a la moral cristiana de la virtud impuesta por vía normativa, una ética basada en la primacía de la pureza de intención y en el reconocimiento del origen divino del deseo. Por su parte, la inteligente y culta Eloísa —casi que entre los polos de Hiparquia e Hipatia— supo asumir esa visión de su maestro-amante hasta llevarla a extremos a los que éste nunca osó llegar, cohibido —hombre al fin—, lívido del vértigo que le causaban las determinaciones del medio religioso, académico y social. Si en algo llega a rozar la saga de Abelardo y Eloisa al modelo cortés de amor es post festum, después de la violenta reacción del burlado Fulberto, tío de Eloísa, y del terror que invade al amante teólogo, una vez que se descubren sus amoríos con su discípula. La idealidad —y, por ende, transtemporalidad— que alcanza la historia vivida por los amantes en referencia, en principio bastante vulgar, viene dada tanto por sus ulteriores derivaciones trágicas como por la entereza con que Eloísa reivindica sus sentimientos, en solitario y contra la presión ejercida por el entorno moral. Por eso es que apenas puede hablarse de un leve ‘roce’, una tenue y muy parcial afinidad de tan tremenda andadura amorosa con el fuerte idealismo de la erótica cortesana, a raíz de la castración del amante y su consiguiente confinamiento en el reino de las ideas y los ideales. A fin de cuentas, Eloísa siempre asumió sin ambages ni arrepentimientos, incluso mientras profesaba como priora de un convento de monjas, la dimensión pasional de su irreductible amor por el gran pensador que fue el bretón Pedro Abelardo. Esa pureza de sentimiento es distinta de la que pretendían los más ‘espiritualizados’ suspiradores de las cortes feudales. El amor absoluto que mueve a estos se sustenta en la correspondencia con un modelo arquetípico elaborado ad hoc, que regula la vida y la conducta de sus oficiantes. Al contrario, el amor absoluto y por completo desinteresado de Eloísa remite al cumplimiento de un designio cósmico, ‘femenino’, en toda su profundidad y sin miramiento de consecuencias subalternas. Sólo desde ese suelo existencial se puede proclamar “Soy sólo tuya”,  como hace Eloísa en una de sus cartas a Abelardo.1

Estos poemas de Silvia Eugenia Castillero expresan de manera excelsa y genuina, en casi todos sus extremos, la erótica eloisiana, tan nuestra, tan afín a la que impera en nuestros días. En el plano de los contenidos, de lo que dicen sus versos, este libro tiene el gran mérito de volver a hacernos contemporáneos de Eloísa y Abelardo; sobre todo de la primera. La intensificación de ese reencuentro nuestro con los agonistas de ese drama erótico se debe, en primera instancia, a la fusión del alma de la autora con la de su espejo eterno, la Eloísa solitaria, dejada del amor de su amado ausente. Pero también se explica por la atención que ha puesto Castillero en la espera, como estado que sustenta toda la vitalidad de los deseos e impresiones del personaje que resucita en su libro.

La espera concuerda con el heroísmo erótico que se ha destacado en Eloísa. Porque siempre ha amado y se ha entregado y consagrado entera a ese amor, tras los siglos de los siglos, Eloísa espera de nueva cuenta. Cuando se espera algo, alguien, se vive con intensidad en estado de inminencia. La espera es, así, una resurrección. Se vuelve a vivir, porque se está a la espera de un acontecimiento que se supone, se desea, próximo. No es como en el caso de la esperanza. Ahí la actitud es otra. Las esperanzas se tienen por mucho tiempo —toda una existencia incluso—, se llevan, mantienen viva la vida de uno porque viven con uno. Mientras la espera punza y acucia, la esperanza sostiene todo a fuego lento. De ahí que la espera se active y sostenga con fuerzas trascendentes, ansiosas, como el amor, no con expectativas más o menos constantes. Espera es el trance vivificador, del que bellamente dan cuenta estos versos: “Se ahuecan las cosas con un / latido, es Abelardo, / las manos de Eloísa se hacen labio / y cuello, cavidad. / Largo sentir de un cuerpo. / Es Abelardo que vuelve...” (p. 71). Y esa espera parece lucir tanto más intensa y vivificante, paradójicamente cuanto más debe afrontar obstáculos que nunca faltan, como las incertidumbres a que puede vincularse la memoria. Comprobémoslo en los propios versos de este libro: “Entre Eloísa y lo posible / se interpone una luz vacilante, / un temblor / nocturno y denso / se apropia de la habitación, / donde Abelardo / es costra desprendida / de marea índigo sofocante en los ojos: / mientras más combinadas / las facciones, más disueltas.” (p. 20)

El alma que ha llegado a ese estado de perfección, de la mano de Eros, no deja lugar a la culpa. Sencillamente se coloca más allá del bien y del mal, en punto a todo lo relativo al amor. Sin embargo, en la letra de Silvia Eugenia Castillero, Eloísa habla, por ejemplo, de que “el plomo en el paisaje / es vinagre rojo en la garganta: / incrustan mis recuerdos la oración. / ¿Anhelo? / Insoportables mis culpas / quieren volver a ser culpas. /  Inmóvil, Dios me da la espalda.” (p. 55) Por un momento, una poeta del siglo XXI, audaz y sensible en grado sumo, como Silvia Eugenia Castillero, proyecta en su personaje una cuarteadura de la conciencia difícilmente esperable de alguien que, como la Eloísa histórica, en pleno Medioevo, llegó a reconocer: “Debería gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por lo que he perdido”, que no es otra cosa que el escabroso amor de Abelardo.”2

Con todo, sus razones habrá tenido la autora para dar esa inflexión a su voz y lo que, a fin de cuentas, importa es que hay una grandeza y una pureza en la figura de Eloísa, a las que Silvia Eugenia Castillero ha dado un nuevo lugar en la poesía del presente. ¿Se puede pedir más?


1 Cartas de Aberlardo y Eloísa, trad. de Pedro Santidrián y Marianela Astruga, Madrid, Alianza, 1993, pp. 103-104.

2 Ibid., p. 127.




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