No puedo descartar –y hasta es quizá lo más probable– que sea precisamente yo mismo el que “arde primerizo en la Dogana”; convertido así en personaje interno de este libro, es ya natural que comparezca en su atrio. No son estos poemas ni incipientes ni tardíos; visiblemente les precedió el tiempo suficiente para que su autor ya sepa qué es en verdad poesía, y les queda por delante el espacio y la perspectiva para que lo aquí enunciado y desplegado prosiga su recorrido. Estribarán su arranque y su impulso en una certidumbre: la de estos textos muy varios y muy con el mismo timbre de voz al propio tiempo, a la vez ricos y concisos, asidos en lo vivido no menos que en lo visionario, que nos llevan desde la ascendencia –literal, moral y generacional– del autor hasta los mitos, emblemas y figuraciones de su época, esto es, desde sus más lejanas raíces familiares hasta Kurt Cobain, pasando, naturalmente, por Rimbaud.

Los más sobresaliente aquí, sin duda, es lo que, en todo tiempo y lugar, caracteriza al verdadero poeta: el don de la imagen certera y exacta. Si un poeta es, como, probablemente con razón, creía Goethe, un hombre que piensa en imágenes, las de este libro, pieza a pieza, denotan o delatan o revelan la inconfundible condición de poeta del autor. A muchos se les podría ocurrir abordar (no hay, a fin de cuentas, tantos en la poesía) los asuntos aquí tratados: sólo quien de verdad es poeta sabría dar con la imagen justa para que existieran poéticamente. Es más, para que le quedaran grabados en la mente al lector como indisociables e indisociados de cada escenario o situación moral o ángulo de visión. Comprimidos, aparentemente, en densas cápsulas verbales, estallan y restallan en la página con el chisporroteo de la real fulguración poética.