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portada-ciudad-oculta.jpg Ciudad oculta
Minerva Salado, edición de autor, México, 2011

 

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No. 41 / Julio-agosto 2011

 

La ciudad oculta es la ciudad de ciudades. En ella se encierran todas las demás: la tuya propia, la adoptiva, las ciudades soñadas, las amadas, las conocidas, las imposibles, e incluso aquellas que te provocan rechazo. Sus personajes y sitios afloran cuando llegas a ella y la ciudad real donde te encuentras no importa mucho, porque sólo es la escenografía donde te has topado con la ciudad que persigues. Cualquier mañana despiertas con la certeza de que alcanzaste al fin ese recinto escondido durante años, décadas tal vez, dentro de ti. Dejaste de buscarlo afuera, renunciaste a él y ¡zas!, apareció de pronto en una reflexión, en el descubrimiento casual de un sitio inaudito que para los demás sólo fue el umbrío ángulo de la esquina donde se acumuló una pequeña montaña de colillas. Tabaco consumido por los trashumantes del lugar: ADN depositado en huellas labiales, saliva, rastros de besos, manchas que se imprimieron justo en el instante anterior a prender el cigarrillo. Allí, en ese rincón oscuro y sucio encontraste la ciudad oculta. Por él, penetraste al interior de la memoria y el sueño y a partir de él pudiste darle una imagen tangible, capaz de trascender la existencia de otras. El territorio donde la hallaste ya es sólo una referencia de nombres, porque a partir de entonces, ésta, tu ciudad interior, se quedará contigo.


V

 

La mujer desnuda se desliza en todos los rincones de la ciudad. He dicho que no tiene pudor. Carece de vergüenza. A estas alturas no sé si es inocente. Tal vez sabe que la miro noche a noche desde mi ventana, cuando avanza envuelta apenas en su sábana azul, para dejarme ante la contemplación de su cuerpo. Decir gacela es un triste, notable, lugar común. Hay que pensar otra palabra, buscar minuciosamente la definición de esta criatura maliciosa que sabe que la veo y agita la cabeza imponente, retándome, antes de penetrar como cada noche en el cobijo de su amante.

Jabalí.


XIV

Hay acciones maquinales que se convierten en misterios, si estás en una ciudad nueva. El acto irreflexivo de abrir una ventana, dejar la puerta del balcón entornada al anochecer. Amanece y te aproximas a lo habitual con cierta inquietud. A ver lo que te espera al otro lado de la luz que, cuando empujas la rejilla, entra a borbotones hasta la mitad de la estancia. La luz te echa hacia el marco como un puñetazo, casi zozobras bajo sus efectos hasta que de nuevo en equilibrio vas al encuentro con la realidad del día.  
Tu ciudad ya no tiene misterios. Ésta, en cambio los oculta todos. Sólo aciertas a señalar el sitio donde aparecen, pero apenas los descubres. El joven que atraviesa la calle esboza hacia ti, volcada sobre la baranda, una sonrisa que recibes como un enigma, algo que no puedes conocer: ¿burla, desconcierto, exploración? Son los gestos de una ciudad que no has vivido, en la que no creciste.
En la calle ocurre que la mirada tropieza con un monumento ignorado. No sabías que por ese callejón ibas a encontrarlo, no lo esperabas y ahora ves como se eleva a lo lejos tan majestuoso cual lo has visto en las reproducciones, pero más real, aún impalpable pero real. Es muy raro, es un misterio. Te pierdes en la proximidad de tu propia imaginación. El asombro no es más que una sutil frontera entre lo que crees y lo que inventas. Detrás está el misterio como telón de fondo de la realidad. ¿Será verdad?
No hay que responder, si la visión forma parte de nuestra zona oculta, es verdad. Los secretos no tienen nombre. Nunca lo piden. No lo necesitan porque son una trampa. Si los abres, los demás sólo escucharán ese grito interminable que profieren aquellos que caen. Ni siquiera van a enterarse, a compartirlo contigo. Detrás de un secreto abierto espera el vacío, la caída, el estrépito de los huesos contra la acera. El secreto yacerá en pedazos sobre las baldosas y la ciudad soñada, sus oquedades, sus palacios, su historia, habrá perdido el misterio.

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