Un soneto de juventud de Fernando de Fuentes

Cine y poesía
Por Ángel Miquel
 

cine-41.jpgFernando de Fuentes fue uno de los cineastas cruciales en la edificación de la industria del cine sonoro en México. Su aportación fundamental seguramente fue el descubrimiento, con Allá en el Rancho Grande (1936), de la comedia ranchera, uno de los géneros que resultaron más exitosos entre el vasto público de habla española, pero también incursionó con fortuna en otras vertientes de la incipiente cinematografía local, como el melodrama (La calandria, 1933 y La familia Dressel, 1935), el cine de aventuras con adaptación histórica o de leyendas (El tigre de Yautepec, 1933 y Cruz Diablo, 1934), e incluso el cine de horror (El fantasma del convento, 1934). También fue De Fuentes uno de los realizadores más representativos de una generación de intelectuales que vio de manera desencantada los resultados de la Revolución ocurrida veinte años antes, lo que expresó en sus tres películas clásicas El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936). Aunque la carrera del cineasta y después productor continuó hasta principios de los años cincuenta, incorporando a su cauda a María Félix, Jorge Negrete, Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz y otras de las flamantes estrellas del cine local, lo cierto es que su periodo más fértil y propositivo se dio en la década de los treinta.

No. 41 / Julio-agosto 2011



Un soneto de juventud de Fernando de Fuentes

Cine y poesía
Por Ángel Miquel
 

cine-41.jpgFernando de Fuentes fue uno de los cineastas cruciales en la edificación de la industria del cine sonoro en México. Su aportación fundamental seguramente fue el descubrimiento, con Allá en el Rancho Grande (1936), de la comedia ranchera, uno de los géneros que resultaron más exitosos entre el vasto público de habla española, pero también incursionó con fortuna en otras vertientes de la incipiente cinematografía local, como el melodrama (La calandria, 1933 y La familia Dressel, 1935), el cine de aventuras con adaptación histórica o de leyendas (El tigre de Yautepec, 1933 y Cruz Diablo, 1934), e incluso el cine de horror (El fantasma del convento, 1934). También fue De Fuentes uno de los realizadores más representativos de una generación de intelectuales que vio de manera desencantada los resultados de la Revolución ocurrida veinte años antes, lo que expresó en sus tres películas clásicas El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936). Aunque la carrera del cineasta y después productor continuó hasta principios de los años cincuenta, incorporando a su cauda a María Félix, Jorge Negrete, Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz y otras de las flamantes estrellas del cine local, lo cierto es que su periodo más fértil y propositivo se dio en la década de los treinta.

Antes de encontrar su vocación como cineasta, Fernando de Fuentes escribía poemas. Uno de los primeros en publicarse es éste, que apareció en el semanario Novedades de la ciudad de México el 9 de julio de 1913, cuando el autor tenía veinte años de edad:

A Juan José Llovet

Admiro tu fiereza indómita y bravía
y tu canto soberbio rebosando coraje,
que modela el sonoro castellano lenguaje
en tus nobles sonetos de española hidalguía.

Yo, como tú, poeta, soy joven todavía,
mis años son mi escudo en el humano viaje:
pero tu musa es fuerte, es florida, es salvaje,
y mi musa es la musa de la melancolía.

Y aun cuando nos separan las aguas de un Océano
y mi estirpe y mi nombre te son desconocidos,
yo quiero que no ignores que en suelo mejicano

tus trovas y tus versos serán siempre queridos,
porque en ellos sentimos el amor a lo arcano
que palpita en las almas de los nunca vencidos!...

Monterrey, a 28 de junio de 1913

 

Afirma Pablo de Andrés Cobos en su libro Machado en Segovia, que Juan José Llovet nacido en Santander en 1895, pero con familia segoviana creó en los años diez un círculo literario “al que pertenecieron los poetas y escritores más ilustres de la época en la ciudad, destacando entre todos la figura de Antonio Machado”. Sáinz de Robles, en su Historia y antología de la poesía española, inscribe a Llovet en el grupo rubeniano, y cuenta que tenía un espíritu inquieto y bohemio, y que “gozó de una súbita y efímera popularidad con sus libros El rosal de la leyenda 1913– y Pegaso encadenado 1914”. Por la fecha de redacción del poema de Fernando de Fuentes suponemos que el entusiasmo de éste derivó de la lectura del primero de esos libros.

Nacido en Veracruz pero afincado desde niño en el norte del país, De Fuentes era dos años mayor que Llovet. Como éste, fue formado en la poderosa órbita del modernismo, seguramente a través de la influencia de la obra de Nervo. Su facilidad para el endecasílabo lo llevó a especializarse en la escritura de sonetos, y en junio de 1917 ya radicado en la ciudad de México obtuvo con uno titulado Serenamente, el primer premio en un concurso patrocinado por los diarios Excelsior y El Universal. El 12 de octubre del mismo año, el semanario El Universal Ilustrado publicó Medias tintas, una serie de seis sonetos que convertían en forma las sensaciones e ideas decantadas en el poeta por la tarde, el templo, el jardín, el cementerio, el lago, la pradera. Tal y como declaró en diciembre de 1942 el para entonces célebre director a la revista México Cinema, los recursos mostrados en versos como ésos hicieron decir a Villaespesa que el mexicano “era el único que podía competirle en la confección de sonetos”. Supongo que la aparición de la obra de Ramón López Velarde y los otros posmodernistas mostró a De Fuentes que el camino más vigoroso de la nueva poesía no iba por donde él incursionaba, y dejó de escribir.

A diferencia lo que ocurre en textos de Germán List Arzubide, Salvador Gallardo y otros integrantes del movimiento estridentista, contagiados por la simultaneidad, la rapidez y el montaje de planos propios del cinematógrafo, no encontramos en los sonetos de Fernando de Fuentes influencias estilísticas de las imágenes en movimiento; tampoco hay en ellos traslaciones temáticas como las que se dan en la obra narrativa de su amigo el también director Juan Bustillo Oro, quien publicó en El Universal Ilustrado un manojo de cuentos dedicados a Fritz Lang o con personajes inmersos en la “penumbra inquieta” de los salones. En esto es la obra del joven De Fuentes un buen ejemplo de las distantes relaciones de los escritores con el mundo del cine en los años diez. El surgimiento de los largometrajes, la creación del sistema de estrellas y el reconocimiento generalizado de la existencia del séptimo arte contribuirían decisivamente a cerrar esa brecha durante los años veinte. Entonces fue cuando surgieron los versos y los cuentos “cinematográficos” de los nuevos escritores.

De Fuentes empezó a volcarse hacia el cine como gerente del Cine Olimpia, uno de los salones elegantes de la ciudad de México. Ahí programó en septiembre de 1930 el estreno del Fausto de Murnau, que se proyectaba acompañado por la música de una orquesta sinfónica. Bustillo Oro asistió a una de esas funciones, que recordaba así en Vida cinematográfica, su libro de memorias:

La película me arrancó de la realidad. Estaba yo con los músculos rígidos agarrado con ambas manos a los brazos de la butaca y apenas sentado en su filo. Debo de haberme visto en mucho abandono de compostura, porque llamé la atención de cierto señor. Se hallaba en la misma fila que yo, en un cine semivacío y a unas cuatro o cinco lunetas más allá. No sé qué gesto ridículo habré hecho. El extraño no contuvo una carcajada que me sobresaltó.

–Perdone –musitó cortado–. No pude contenerme.

–¿Y qué ve de risible en esta película, señor mío? –le pregunté con indignación.

–En la película nada. Usted es el que me ha hecho reír.

–¿Yo? –salté.

–No se enoje. Ya le pedí perdón. Me hace gracia que lo asuste tanto Mefistófeles. No es más que Emil Jannings.

Era un hombre que al reflejo del filme me pareció diabólico. Tendría unos años más que yo, una nariz pronunciada, los ojos azules e irónicos, que fosforecían con los cambios de escena, y las orejas muy grandes y muy separadas de la cabeza. Por un momento se me figuró que la proyección se invertía y se lanzaba desde la pantalla a nosotros, trayéndome de vecino al propio Mefistófeles. Le aclaré que no era el demonio lo que me impresionaba, sino la magia de Murnau. (...)

Terminó la función. Salimos al vestíbulo. A la luz plena, mi vecino asumió una simpática y nada mefistofélica personalidad. Nos fumamos un cigarrillo y conversamos (...) Entablamos una inmediata amistad. Una amistad que habría de prolongarse hasta su muerte en 1958. Antes de despedirnos aquella vez, nos dimos nuestros nombres. Se llamaba Fernando de Fuentes.





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