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portada-retrato.jpg El retrato de Jorge Cuesta
Verónica Volkow
Siglo XXI Editores
México, 2010.

Por Eduardo Casar

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No. 41 / Julio-agosto 2011

 
 


Conocí a Verónica Volkow cuando ella tomaba clases de danza en el Taller Coreográfico de la UNAM, y eso ya me simpatizó mucho. Luego leí su libro Litoral de tinta, publicado en 1979, y emprendí una de mis primeras entusiastas reseñas.

Siempre me ha llamado la atención cierto contraste entre el aire despreocupado, incluso definitivamente distraído de Verónica, y la concentración intensa de su escritura, la elegancia de su inteligencia y de su estilo moviéndose en un ser siempre sonriente hasta cuando se queja. Con decirles que yo fui el que le avisó, en el estacionamiento de la Facultad, que su libro ya había salido.

Verónica Volkow es una poeta de la familia de los poetas intelectuales, que construyen sus artefactos verbales pero que además reflexiona sobre la naturaleza de la poesía, como Paz, como Labastida, como Josu Landa. Da clases de teoría literaria sin que eso le estorbe para elaborar una poesía dúctil, flexible, espontánea, viva como un cuerpo que danzara. Hay que ver nada más su poema Ehécatl en su libro Oro del viento.

El retrato de Jorge Cuesta es todo un acontecimiento en nuestra literatura; por la sencilla razón de que Verónica tiene el valor de meterse con uno de los poemas más abstrusos de la poesía mexicana: Canto a un dios mineral. Y sale muy bien librada, creando una lectura plena de sugerencias, quizás porque entra con una actitud desenfadada, parecida a la que tuvo Antonio Alatorre con el Primero sueño. Dice Verónica: “El escenario del espejo de agua nos aclara el supuesto misterio de la primera estrofa”, (“Capto la seña de una mano y veo/ que hay una libertad en mi deseo;/ ni dura ni reposa;/ las nubes de su objeto el tiempo altera/ como el agua la espuma prisionera/ de la masa ondulosa”).

Sigue Verónica: “Podemos así pensar en una palma que se agita haciendo señas como si saludara o se despidiera, o que está simplemente mecida en el vaivén del agua, o que va y viene porque está empuñando un pincel. Estarían presentes tres niveles: lo real, el reflejo de lo real en el agua y la plasmación de la escena mediante el pincel o la pluma” (p. 81).

Noten el tono: Verónica propone una lectura, no dice que la suya sea la única posible, abre caminos, no los cierra, explora e invita. Y, ante todo, no sobreinterpreta.

Hay un aura en torno al Canto a un dios mineral que se ha ido formando, aliada con la difusión de la famosa inteligencia de Cuesta. Si Cuesta es tan inteligente su poema debe ser la puesta en escena poética de una teoría y un encadenamiento conceptual esotérico que algún día será revelado. Quién sabe. Yo creo que Cuesta se dejó guiar, como lo hacen los poetas, aunque a veces no lo sepan, muchísimo por el ritmo y por las consonancias, por los ecos y las correspondencias sonoras del formato que elige.

Como bien señaló Schneider: “La poesía de Cuesta escasea en caracteres referenciales” (51). Como bien señala Verónica Volkow: “Una predilección por la acción verbal se impone sobre sustantivos y referencias establecidas” (101). Dicho de otra manera: hay pocas cosas en su poesía. Oigan estas dos estrofas:

“Obscuro perecer no la abandona/ si sigue hacia una fulgurante zona/ la imagen encantada./ Por dentro la ilusión no se rehace;/ por dentro el ser sigue su ruina y yace/ como si fuera nada. // Embriagarse en la magia y en el juego/ de la áurea llama, y consumirse luego,/ en la ficción conmueve/ el alma de la arcilla sin contorno: llora que pierde un venturoso adorno/ y que no se renueve” (97-98).

En todo esto hay una llama, hay un obscuro, y hay una arcilla que podrían “verse” entre comillas, pero incluso la arcilla no es precisamente eso sino “el alma de una arcilla sin contorno”… Así no se puede, palabra.

Pero Verónica Volkow sí pudo. Les voy a contar algunas de sus conclusiones porque no se trata de una novela y decirlas no mata ninguna expectativa de la narración. Lo importante, como ya lo saben todos los que vayan a leer el libro, es el proceso de exposición, la aventura intelectual y expresiva que les espera, llena de sugerencias y estaciones intermedias, y no el final.

La idea del espejo es una idea cara al grupo de Contemporáneos: está en Muerte sin fin (“ahíto, me descubro en la imagen atónita del agua”), en los poemas de Villaurrutia, en el Estudio en cristal de González Rojo. Por ahí, por esos tiempos y por estos, anda en circulación la idea de que la poesía es el narciso de los géneros literarios porque en un poema lo primero que se ve es el lenguaje, el azogue de cómo está hecho, el entrelazamiento estrechísimo entre sentido y sonido.

Volkow propone como una clave para el poema de Cuesta la noción de un “espejo abierto”, “un espejo que creará un cuerpo nuevo, incorruptible, a la manera de un invento tecnológico que fabricaría una cosa imposible para la naturaleza (…) El dios mineral es el poema mismo que alcanzó atléticamente su forma perfecta. El poderoso objeto verbal eternizará al poeta mismo” (61).

Hay mucho más en este libro. Lo demoniaco como sustrato de la creación artística, la idea del lenguaje poético como laberinto, el hueco que configura la poesía como algo dador de vida, asunto nodal para desarrollar la idea de raíz heideggeriana de los alcances del lenguaje poético. Además, se va a llevar en la compra de este libro, poderosas sugerencias de arte comparado porque la autora tiene una particular inteligencia para advertir vasos comunicantes entre pintura y poesía. En fin, toda una oferta para viajar al interior de uno mismo. Anímese, muévase en el alma de esta pasión crítica.

Felicidades, Volkow: qué bueno que sigas bailando.







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