Jorge Aulicino, a puro desengaño

Por Ignacio Uranga


entrevista-jorge-aulicino.jpgJorge Aulicino: (1949 en Buenos Aires) poeta y periodista, una de las voces más importantes del campo cultural argentino. Publicó los libros de poesía Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Magnificat, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Primera Junta, Ituzaingó y El libro del engaño y del desengaño. En 2000 se publicó La poesía era una bello país, una antología de su obra hasta ese año. Traduce poetas italianos y norteamericanos.

No. 42 / Septiembre 2011


 

Entrevista con Jorge Aulicino

Por Ignacio Uranga



entrevista-jorge-aulicino.jpg Jorge Aulicino: (1949 en Buenos Aires) poeta y periodista, una de las voces más importantes del campo cultural argentino. Publicó los libros de poesía Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Magnificat, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Primera Junta, Ituzaingó y El libro del engaño y del desengaño. En 2000 se publicó La poesía era una bello país, una antología de su obra hasta ese año. Traduce poetas italianos y norteamericanos.


¿Qué te hubiese gustado que te preguntaran en una entrevista?

Me hubiese gustado que me preguntaran si tengo la solución de los agujeros negros o cualquier otro misterio del cosmos. Aquí debería decir que habría contestado “no”, pero no lo sé. A lo mejor habría tenido el impulso de divagar, porque divagar es una de las más sanas actividades de la mente. Pero no lo habría hecho, porque la entrevista se habría caído inmediatamente. La divagación intelectual es el equivalente a la investigación en ciencia. Ahora bien, a nadie le interesa ser testigo de una investigación. Las investigaciones en cualquier materia son largas y aburridas. Hay mil puertas que se abren a nada. Hay desengaños, equivocaciones. Como en la vida, por decir algo. Lo que se quiere ver es el resultado. Así que lo que me hubiese gustado que me preguntaran es lo que vos preguntes a continuación…


El armado de un poema: ¿divagación intelectual o investigación?

El armado, el hecho de armarlo, es una divagación, muchas veces, a la que uno se arroja con cierto vértigo. Hay el riesgo de irse demasiado lejos, y el riesgo de quedarse demasiado cerca. En el sentido en que se usa en periodismo, o en la elaboración de ciertas novelas o de ensayos, no hay ninguna otra investigación que no sea la del punto de sostén, la búsqueda de ese sostén en el que se apoyará toda la estructura. Un punto de sostén o dos puntos, o tres: los que sean. Me corrijo: ver cómo pudieron llegar allí los poetas que a uno le parecen interesantes, los poetas que uno admira, puede ser muy atractivo y muy instructivo. Dije que ese proceso es aburrido pensando en un lector puro. Pero no hay tales lectores, ¿verdad? Si vamos a un restaurante, y la comida nos gusta de verdad, y pensamos en ella, y dedicamos todo el momento a comer y a ver la comida (en otras palabras: si nos sobreviene un espíritu gourmet) no desdeñaríamos echar una mirada a la cocina, llegado el caso. Lo mismo pasaba con los autos. Quien tenía un auto amaba comprenderlo, y amaba los talleres mecánicos. Ahora esto no pasa porque nos acostumbramos a considerar a ese lector “puro” como a un consumidor. Se entiende que el consumidor se sienta en el restaurante para que lo sirvan y ante él no vale decir “el condimento no está del todo bien porque hoy el cocinero estaba medio pelotudo”: el cliente, el consumidor, ese consumidor a quien se ensalza como tal para seducirlo, sólo quiere comer bien, no le importa el sudor o los errores, el trabajo o la habilidad que hay detrás de lo que come.


¿El pelotudo entonces sería el lector de hoy, acostumbrado a que lo sirvan? ¿Qué es “el lector puro”?

No, el lector no necesariamente es pelotudo, pero tal vez está acostumbrado a que lo sirvan. Eso no debería importarnos. Lo que importa es que el autor se somete cada vez más a la lógica del mercado. Esto es decir: demos al lector lo que pide. En lo cual subyace: no le compliquemos la vida. Significa darle lo que su percepción y sus ideas del mundo esperan. No se lo satisface con novelas rosas y poemas hiperlíricos: es evidente que no es ésa la corriente principal. Al contrario, cierta masa crítica de lectores apetece hoy realismo, y el realismo, revolucionario en un determinado momento de la historia —revolucionario en cuanto a inquietante, a apenas soportable—, es hoy una idea cómoda de las cosas. Porque el lector pequeñoburgués, siempre en deuda con las víctimas de nuestro sistema, está ya adiestrado en acariciar esa deuda, esa culpa; en mitigarla pensando que está en litigio con el sistema que la genera con sólo reconocerla; su conciencia de la desigualdad social, del movimiento arrollador del capitalismo, obra de paliativo. La literatura realista obra como paliativo. Todos somos burgueses rojos. Todos somos pequeñoburgueses indignados. En cuanto al lector puro, no existe en este contexto. Si se llama lector puro al que sólo pondera la calidad de la literatura, es obvio que hoy no existe. Y está bien, digo de paso, que ese lector absolutamente descomprometido, y ese autor absolutamente descomprometido no existan. Si lector puro es el que sólo lee, y no pretende a su vez escribir —aquél que sólo se interesa por los platos servidos, no por la cocina-, entonces tampoco ése existe. No existe en el campo de la poesía, donde casi todos los lectores son practicantes. La narrativa tiene lectores puros en su faz más comercial; en la otra, que siendo menos leída marca el paso, menudean ensayistas, profesores, periodistas, es decir, lectores que no pueden ser llamados “puros” pues establecen con la obra relaciones de lector profesional. La reescriben, la subrayan, la parafrasean en la primera carilla o en el primer blog que se les pone a tiro.


¿El realismo, entonces, hoy es sólo una impostura, producto de la lógica de mercado?

No es sólo una impostura, es una necesidad, y esto significa que va cumpliendo su ciclo. El mercado es realista no sólo en lo estético, sino en su propio procedimiento. Trabajando en la industria cultural uno ve muchas cosas. Incluso el desparpajo con que un editor puede llegar a decir “ponga siempre que el cadáver estaba en medio de un gran charco de sangre”, como me dijo una vez un editor de Crónica, donde trabajé una semana o dos. La frase para colmo no venía al caso, porque la víctima había sido estrangulada. “No importa”, me dijo, “póngalo igual, ¿quién se va a fijar en eso?” Ahora, esto, en homenaje al hombre, debo aclararlo, fue dicho por él sin cinismo alguno, como quien recita un procedimiento.

Acabo de leer el ensayo de Wallace Stevens El noble jinete y el sonido de las palabras. Su leit motiv es lo que Stevens llama ‘la presión de la realidad’. Lo curioso es que para él la ‘presión de la realidad’ cuando vence la resistencia de la imaginación no crea necesariamente más realismo sino, muchas veces, en este momento –y sobre todo en este momento, teniendo en cuenta que Stevens escribió el ensayo en 1942- una nueva especie de irrealismo: la contigüidad de los hechos en medio de la máquina informativa, la precisión casi absurda de los formularios del impuesto a la renta, que él menciona como ejemplo y como contracara del caos. Si la época requiere un modelo de yeso, como dice Pound, entonces los editores se lo dan. No tienen la culpa los editores individualmente ni los lectores individualmente. Y en el fondo es más fácil convivir con el actual ‘espíritu de la época’ que con el de la Contrarreforma, cuando el espanto era incontrolable, cuando todo lo que caía, caía ‘en verdad’ y la Iglesia se vio compelida a recurrir a las imágenes realistas de santos y milagros, a las visiones de una experiencia mística concreta, digámoslo así. Ahora, que el lector medio lea movido por la culpa, no es tampoco nada escandaloso. Todos debemos pagar una deuda. El psicoanálisis, que se difundió al punto de que el sentimiento de culpa es hoy tenido como indeseable, no estaba destinado a mitigar la deuda, sino a limpiarla de sus exageraciones dramáticas, de modo que se conviviese con ella, no que se la olvidara.


Entonces no hay un realismo, sino sólo procedimientos/artificios-históricos-con pretensiones de “representar la realidad objetiva” ¿no? ¿No estábamos hablando de ‘literatura social’, o ‘literatura comprometida’, o de ‘denuncia’, cuando hablábamos de ‘realismo’ recién?

Representar la realidad o representar el sentido de la realidad. Pero no es lo mismo artificio que artificialidad. En el papel, las cosas se organizan de un modo; los signos se organizan de un modo. Eso es artificio, arte, sin más. La realidad es algo más vasto que nuestra organización social y el compromiso con esa realidad social. Esto se comprende fácilmente. Sin embargo, cuando va uno más allá de la realidad social se tiende a pensar que se vuelca a la metafísica. La única física era, para el realismo social, la realidad social. La única física para el realismo actual, la realidad cotidiana. En ese sentido hemos descendido un escalón. O hemos ascendido, según como se mire. Siempre hay dos, tres poetas, que pueden hacer algo con las ‘ideas de su tiempo’ dentro de una generación. Y en la generación que precede a la tuya, y que sigue después de la mía, hay media docena. Digamos que existe un hado. Y digamos que ilumina aquí y allá, pero en algunos sitios ilumina más que en otros, o determinados sitios del tejido humano responden mejor a los estímulos de ese hado. Pensamos a cada generación como un tejido en el que algunas células electromagnéticas son más receptivas que otras a los impulsos de la deidad. Unas responden con, digamos, color azul, y otras con color celeste. Y además hay otras que se corren hacia el rojo, porque cada generación produce sus representantes y sus contrarios, o si no sus contrarios, los que escriben de un modo que no comulga absolutamente con el contenido principal. Esto suena, ya sé, como una metáfora tecnológica del hado romántico, de la Musa, que a su vez era tomada como una metáfora de la inspiración, que a su vez... ¿qué? Si el realismo marxista dice que es la historia, que es la superestructura la que determina el impulso individual, llevado este planteo al extremo: ¿de qué otra cosa habla si no de la Musa? El que se supone es el primer verso de la poesía occidental reza: “Canta, oh Musa, la cólera de...” No hemos salido de ese verso en nuestra comprensión del fenómeno poético. Los antiguos debían creer firmemente que la divinidad cantaba, no el individuo, pues sólo la divinidad tiene la clave de los hechos, tiene la totalidad de los hechos terrenales y celestes. A pesar de los esfuerzos racionalistas, el marxismo se disparó —desde esa cuna, desde la cuna racionalista— de nuevo hacia lo metafísico. Porque puso a la Historia en el lugar de la Musa y a Hegel en el lugar de Platón. Y a la economía política en el lugar de la Escritura. Y te digo todo esto porque soy un marxista ortodoxo. Y ningún marxista, si es ortodoxo, puede dejar de ver que Marx no dio vuelta a Hegel como a una media, como se decía en mi tiempo, sino que es hegeliano hasta la médula. Y ejerce la crítica de Hegel. Y que, en la mejor crítica de sí misma puede hacer una teoría. Escribió: “¿Por qué nos conmueve la tragedia griega desaparecidas las condiciones económicas y sociales que le dieron origen?” Y no respondió.


¿Cuánto hay en el fenómeno poético de “Canta, oh musa”, de Hado y células receptivas, y de Superestructura e Infraestructura?

Hay mucho y poco. De Homero, suele haber mucho cuando se trata de poesía que recupera lo narrativo, y sobre todo, la gran apuesta a que una voz impersonal, o mejor dicho, transpersonal, ordene lo que uno va a ir escribiendo a partir del primer verso. Eso mismo es a lo que yo llamo, o he llamado aquí, hado. En cuanto a las células receptivas, son una imagen bastante deficiente, sólo apta para ser usada en una conversación con fines prácticos, no sé si en un poema. O tal vez sí, si se puede trabajar un poco sobre ella. Superestructura ordenadora: lo mismo que el Hado, pero más controlable por la razón y la emoción. La infraestructura, sin creemos en ella, tiene leyes más inflexibles. Acuden al fenómeno poético y lo moldean, pero no podemos ver, o preferimos no ver cuánto. Está bien que no queramos ver cuánto; no se pueden cambiar las leyes de la estructura económica en un poema. A la vez, si nos atenemos a Marx, cesan de influir en la lectura con el correr del tiempo. Ceden su lugar a nuevas leyes. Leemos la tragedia griega bajo otras leyes, distintas a las que contribuyeron a forjarla.


“No se pueden cambiar las leyes de la estructura económica en un poema”, decís. ¿Para qué se escribe?

Digo que en el poema mismo valen esas leyes. Se escribe por imperio de esas leyes en algún sentido. Son leyes crueles, ¿no? El poema —el poema ideal— construye sobre esas leyes algún tipo de lírica o de épica, algún tipo de metafísica. No reescribe las leyes económicas, las lee. Si alguien percibe en el poema el funcionamiento de esas leyes y el intento de verlas inscriptas en una metafísica, entonces tiene la conciencia de esas leyes. Y en líneas generales, tiene la conciencia despierta. En casi todo buen poema, yo diría en todos, hay una conciencia de una deuda que debemos saldar. Esa deuda es con los otros. Asimismo hay la conciencia de una falta: es lo que no tenemos como humanos, lo que hemos perdido o nunca ganamos, llámese Paraíso, Edad Dorada, o llámese ansiedad de eternidad, de trascendencia. Hay un camino hacia el otro, un camino que debemos superar —digo superar y no sólo recorrer, porque es un camino arduo. En toda obra humana, fuera del usufructo, hay un camino hacia el otro. Ese camino está viciado de lo que queremos que el otro nos dé a cambio del esfuerzo que hacemos hacia él. Y está viciado también por lo que efectivamente, el otro espera que le demos: eso es comercio. Y está en toda obra humana, en el escribir, pintar, interpretar música o pelar una naranja para otro. Todos absolutamente tenemos a la gente en general, incluso a los amigos, como bienes de uso, y como bienes de cambio. La especie está viciada de las relaciones que impone el capital. Tal vez las leyes de la Edad Media eran mejores o, al menos, más claras. Los siervos eran siervos, eran objetos para servirse de ellos. Y el resto eran personas. Con las personas se establecía un protocolo que era el de la corte. Se establecía la cortesía. El protocolo de las relaciones humanas bajo el capitalismo está viciado de doble sentido. Es democrático, pero es dual, pues nos servimos de las personas, sin duda, y la vez podemos quererlas. La poesía es síntesis de todas las novelas de caballería, de todas las aventuras, de todo el conocimiento obtenido por la humanidad, de toda la nostalgia, de todas las odiseas, incluyendo la de Joyce. Es síntesis de la soledad y del intento de vencerla.


¿Cómo y cuándo empezaste a escribir?

No sé decir cómo y cuándo, pero sé algo más importante al menos para mí; cuándo me di cuenta de qué era la poesía. Eso fue en la secundaria y, como ya dije en otra parte, fue cuando leía versos sueltos citados en el libro de castellano. Eran versos de los clásicos españoles y a mí me dejaban ver un paisaje verbal que se movía de otra forma que no era la del relato, la de las novelas que para entonces leía o que había leído. Sólo una vez en la escuela primaria me sentí atraído por algo escrito en versos. Los oí declamar en un acto escolar, no sé de quién son, pero decían: “Sube al estrado Laprida, todos se quedan atentos, y como un aire de gloria, pasa hecho frío y silencio”. Los declamaba, y muy bien, un chico de los grados superiores. Ese aire de gloria, frío y silencioso, me hizo sentir que la gloria era otra cosa, no la idea de los laureles, no la idea de los vítores, de las aclamaciones. Me hablaba de otro tipo de grandeza, casi opuesta a la idea de gloria que se trasmitía en las lecciones escolares. Casi no deseable, te diría. Algo sepulcral pero grandioso. Algo invernal, como el aire de julio en que escuché esas palabras. Y sin darme cuenta muy bien de que eso era un tratamiento especial del lenguaje, y creyendo que era sólo un accidente por mí solo percibido, había tenido mi primer contacto con la poesía. La poesía me había sacado de lugar. Me había dicho todo sobre la épica en dos versos.


¿Te sigue sacando de lugar? ¿Qué es
poesía—ese término tan incómodo— hoy para vos?

Sí, me sigue sacando de lugar toda la poesía que satisface aquella frase de Thomas Merton dirigida a Girri: “La imagen cotidiana del hombre es su enemiga. Debe ser destruida con palabras directas y paradojas. ¡Golpea con gracia metafísica!” La poesía es un manejo del lenguaje por el que lo habitual se hace extraño. Debe es mi credo ser rítmica en lo sonoro y en lo conceptual. Una cosa no debe invalidar la otra. O atenuarla. Me refiero a ritmo y no a melodía. Las ásperas melodías de nuestro pleistoceno poético, que fue el Siglo de Oro español, son irrepetibles. La melodía se endulzó tanto a posteriori que se convirtió en tremendamente adictiva en sí misma. Existe otra droga, que según mi querido amigo Guillermo Boido es “el estupefaciente imagen”. Así que yo creo que lo habitual debe estar en la poesía, es imprescindible, pero puesto en juego de un modo que no resulte habitual.


¿Por qué verso y no prosa? ¿Qué es o cómo funciona el verso?

La buena prosa es extensión del verso. En prosa se pueden hacer muchas cosas, mediante el recurso de hacer hablar a los personajes, de los puntos de vista, del despliegue de la imaginación, pero con la extensión, el verso se aleja de su cometido, que es básicamente la asociación, el correlato. Uno puede decir que el Ulises es un poema. Sabemos que no lo es. Lo que hay allí de poesía es aleatorio; no menor, pero aleatorio. Por arbitrario que parezca, el Ulises, de Joyce, no está concebido como un poema ni se lee como un poema. Hay muchas otras diferencias, la extensión es la principal. No el número de páginas, sino la extensión de todos los términos: las escenas, los personajes, que se extienden prolongando ciertas coordenadas que el autor de prosa debe trazar necesariamente para hacer a los personajes y a la narración más o menos legibles. La poesía no tiene esa obligación. La poesía lee otro texto en su texto. Uno puede llegar a ver a Ulises en el Ulises, pero eso es una operación retórica, una parodia, en el sentido de imitación y esto a su vez en el buen sentido, una imitación consciente sugerida por el título. Ahora bien, Stevenson supo decir que la poesía es aleatoria en todo arte, incluido el de los poetas. Así es. Pero en el poema, el poeta busca conscientemente esa aleatoriedad. Y debe ser legible en su propósito. Me preguntás por qué verso y no prosa. En mi caso, no lo sé. Creo que me incliné por escribir en verso porque me fascinaba el funcionamiento del lenguaje en los versos. No veo otro motivo.


¿Y en qué difiere —si difiere— el lenguaje puesto a funcionar en prosa y en verso?

El de la poesía es un micro trabajo, con imágenes sobre todo, que rompen intencionalmente el hilo narrativo. De la prosa me han quedado siempre más las imágenes que la narración. Por ejemplo, me acuerdo bien de Jean Valgean por las cloacas de París, no recuerdo los pormenores de Los miserables. Siempre me ha parecido que la prosa es aristotélica. Es más artificiosa que la poesía en ese sentido. En la vida no hay narraciones, la sucesión de causas y efectos se diluye a la larga o a la corta. La vida de la gente se parece más a un poema o a un libro de poemas que a una narración. Y, sin embargo, la narración nos parece siempre más sólida, legible y real que un poema, aunque sea una narración fantástica.


entrevista-libro-aulicino.jpg¿Cuánto hay de tu vida en tus poemas? Pienso también en tu trabajo; ¿cómo se llevan el periodista y el poeta?

De mi vida hay cosas, el paisaje para empezar, que es el paisaje urbano. El paisaje de la última parte de Libro del engaño y del desengaño es para mí el de Almagro, casi Once. Pero podría ser el de otro barrio. No hay cosas de mi biografía en general salvo en las cuestiones políticas, donde puede entenderse qué pensé y qué pienso. Puede entenderse también que algunos poemas fueron pensados para ‘muchachas’ como vos decís. Son pocos. Y no revelan demasiado. Creo que me empeñé en diseñar un personaje, que a su vez dialoga dramáticamente con otros. No pretendo que se lo identifique con el que vivió mi vida, más bien lo contrario. Me veo a mí mismo en los poemas como un tipo que anda por ahí, mirando.

El periodista con el poeta se llevan bien en lo instrumental. Cuando empecé a escribir periodismo venía bien leído. Había leído mucha literatura. O lo corriente para un tipo de 19 años al que le interesa la literatura. El periodismo me exigió diafanidad y enunciación impersonal. Eso no influyó negativamente, influyó bien sobre mi trabajo con los versos. Ahora, el periodismo es un oficio en el que hay fatiga y una serie de complicaciones que mejor no enumerar, y es además una carrera como tantas otras. En este sentido, en este momento no me llevo bien con el periodismo. Ya quiero dejarlo. Lo hice más de 40 años. Tengo otras cosas que hacer a esta altura de la vida.


Volviendo un poco a lo de "canta, oh musa" y las células... lo pregunto por la voluminosa producción que lleva tu nombre: ¿escribís con qué frecuencia?

Escribo con bastante frecuencia pero no sabría decirte cuánta. Digamos que cada dos, tres, cuatro días. Pueden pasar también semanas y no escribo. Se me ocurren cosas, se me borran, y no soy de tomar apuntes. Por una razón muy simple, el apunte no me sirve después. Los poemas para mí se construyen en un solo acto. Es cierto que a veces queda el fantasma de algo que uno empezó mentalmente en la calle, bajando una escalera, en un ascensor, o después de leer algo al paso, en un bar, o de ver la pantalla de televisión de un bar... Pero la verdad es que de ese fantasma queda poco en palabras. Las palabras que rondaban se convierten en esa tenue idea que luego, cuando uno dice “vamos a probar”, toma otro cuerpo. Cuando empiezo a escribir tengo una noción del espacio que ocupará el poema, una extensión aproximada. Lo mejor de la computadora, del ‘ordenador’, es que permite una suerte de latencia, permite borrar y reescribir e incluso cortar y pegar, cosas todas éstas que se hacían de otro modo sobre papel. En realidad no me gustaba escribir a máquina directamente. Escribía ese fantasma a mano, tachando y agregando, tachando y reescribiendo, y todo ese complicado borrador era pasado después ‘en limpio’, con nuevas enmiendas. Eso se hace ahora directamente en la pantalla. Quiero decir, eso lo hago así ahora. Hace un tiempo escribo ‘escolios’, comentarios, porque últimamente las cosas que se me ocurren de alguna forma están vinculadas a textos que leí y que recuerdo, o que releí recientemente. Volviendo a la Musa: uno nunca sabe qué exactamente escribirá. Y cuando no escribe toma decisiones sobre la escritura que no siempre se cumplen. Decisiones generales, o decisiones sobre un próximo poema. Pero una frase, una anotación, generalmente no me sirven después.


Tus palabras respecto de Escolios dejan claro que escribís pensando en un libro, en una unidad.

Pienso que los poemas que voy escribiendo son producto de una circunstancia personal, que esa circunstancia tendrá su forma, y siempre me la imagino como la de un libro, con principio y fin, aunque sea un final abierto. Si noto que he escrito tres, cuatro poemas referidos a libros, textos, palabras, no me caben dudas de que terminarán en algo así como un libro de comentarios, de escolios. La circunstancia que desató esto fue la traducción de Alighieri. Los primeros escolios que se me ocurrieron tenían que ver con Dante y la Comedia. En otros libros he tratado de darle plan al impulso. Mantener un eje. Una idea formal. No es tan difícil mantener una forma cuando esa forma es la de fragmentos. Quiero decir, si uno se propone divagar acerca de un tema, de una cuestión, la forma es infinita. En este punto, un libro de escolios se parece a un libro épico, cuando la idea de la épica que uno tiene es fragmentaria y al mismo tiempo, muy amplia. O tal vez es fragmentaria porque es muy amplia. Me refiero a libros como La nada, como Hostias, como Cierta dureza en la sintaxis, que refieren a la Historia.


Hoy hablabas sobre el papel y la pantalla, y las cosas que antes se hacían en aquél y ahora en ésta: ¿qué lugar ocupa el libro hoy? y eso, según tu opinión, repercute en el, digamos, por llamarlo de algún modo, “estatuto literario”; la calidad de lectura, cierta pérdida “aurática” de la que hablaba Walter Benjamin respecto de la reproductibilidad técnica. Te lo pregunto a vos, que administrás un blog ampliamente frecuentado por los lectores de poesía.

El libro, según lo veo, sigue ocupando un lugar privilegiado en el consumo, y por un tiempo que no podría medir seguirá reinando allí. No creo que las tabletas electrónicas y la lectura en pantalla lo desplacen de ese sitio. Tal vez llegue a ser un objeto menos masivo, de menor venta, pero mientras exista tendrá ese lugar. Y ese lugar es privilegiado porque mantiene una especie de aura. Hay cuidado con los libros, pero sobre todo, hay reverencia, una ligera reverencia. El libro no deja de ser un objeto en el que la manufactura, la idea de manufactura lucha con la idea de sagrado: es un objeto semisagrado. Por eso no creo en la pérdida total del aura en la era de la reproducción técnica —no sé por qué no ‘reproducción’ y, en cambio, sí ‘reproductividad’—. El libro tiene ya cinco siglos y medio de reproducción técnica. Pero una biblioteca sigue teniendo algo sagrado. El libro sigue teniendo algo sagrado. Puede decepcionarnos una novela, un libro de poemas, pero vacilamos mucho en arrojarlo a la basura. Eso es porque el libro, no el contenido, es sagrado en sí mismo. ¿Qué pasa cuando leemos en pantalla? Para decírtelo directamente, allí creo que es el texto el que de debe ganarse el lugar sagrado. No cuenta más con el auxilio del libro, ese noble producto de las manos del hombre y la naturaleza. Digo las manos porque aún siendo producto de máquinas, seguimos sintiendo que esas máquinas —me refiero al utillaje de imprenta— son prolongaciones de lo humano. Sobre una pantalla, las letras desnudas deben ganarse por sí mismas el podio de signos puros. En la pantalla ese carácter no está garantizado porque justamente la letra no está allí grabada ni mucho menos. El alfabeto es sagrado, como bien sabemos, no porque esté bendecido por haber compuesto la Biblia (en lo que refiere a nuestro alfabeto, el castellano, tardó mucho en acometer esa tarea), sino porque la letra se supone destinada, sobre todo en el acto de imprimirla, no a hablar sencillamente con nuestros semejantes sino a hablar con todo. Y llamar a ese ‘todo’ obra de Dios, nunca abarcable, resulta casi inevitable.


¿Qué pasa cuando el soporte de lectura es el oído de la gente recibiendo la voz del escritor?

No sé en general, a mí lo que me pasa es que me distraigo aunque el poema sea bueno. Sólo puedo fijar la atención leyendo y, además, prefiero el soporte indiferente del blanco, no el de un timbre de voz. Pero hay muchos tipos de poesía, y dentro de esa variedad está la poesía musical, sonora. Cuando se la dice, las inflexiones y el timbre de la voz pueden quitar o sumar, pero lo que cumple allí su antigua función mnemónica es el sonido. La poesía fue canto, rima, metro, en principio como un modo de hacer lo que hoy hacen tinta y papel: grabar, imprimir. Al punto de que cuando uno lee una poesía rimada imagina la voz, se la dice a sí mismo. Sabemos que San Agustín se asombró cuando vio a San Ambrosio leer en silencio. La lectura no se había separado, al parecer, de la voz, hasta ese momento, o poco antes. Este es un hecho capital. La letra cambiaba de soporte, lo que rodea al lenguaje en una página, incluso en una pantalla, es la nada; no importan siquiera las ilustraciones cuando la mente se concentra en los trazos negros sobre el blanco. Es la nada y es el silencio. No es sólo que la voz ha sido anotada para que no se pierda. La inscripción trae otro tipo de entendimiento, no trae únicamente un nuevo soporte.


Es la letra contra el blanco, es cierto, sin embargo en la lectura, ¿no va, internamente, una voz —nuestra, o la conocida del autor, o completamente extraña— acompañando, como leyéndonos al oído? Y volviendo al soporte papel/pantalla: en papel, además de esa voz interna, ¿no entran en escena, no comprometemos otros sentidos: olor, peso, textura? ¿Hace todo eso al texto?

Hay un vestigio de voz en la lectura silenciosa. Pero a mí me suena acolchada, asordinada. No tiene un timbre. Lo que conserva es un vestigio de ritmo que sirve más para subrayar la obsesión y el propósito del poema que para grabar las palabras en el oído. En la lectura de la letra sobre papel gravitan el peso y el olor, y el tacto del libro, eso que tanto se aprecia ahora, en lo que parece ser el crepúsculo del libro. No sé cuánto gravitan. Parecen también vestigios de un mundo material ordenado, callado, manufacturado; esto es, con algo de la materialidad de la mano que construyó el libro. Yo siento que esa mano me ofrece ese plato blanco en el que los signos se mueven. Siento que el trabajo humano ha producido ese blanco en el que la literatura hace su obra como en el vacío. Y más vacío me ofrece la pantalla, porque allí ya no se percibe vestigio de la manufactura, de la artesanía del libro. No hay olor ni tacto. No hay peso. Eso es mejor y es peor, ¿no?


¿Cuando escribís vas escuchando esa voz también en tu propio texto?

Esa voz son en primer lugar palabras, y sus aspectos lógicos y paradójicos. Y son imágenes visuales casi siempre. En segundo o tercer lugar, no en orden de importancia sino porque forma el ‘fondo’, hay un ritmo, y el ritmo es esa voz en su carácter más íntimo, casi biológico.


¿Por qué decidiste editar El libro del engaño y del desengaño, y no Ituzaingó?

Ituzaingó es un conjunto de poemas, como Primera Junta, que habían quedado colgados en el tiempo, y los publiqué on line. Eran poemas que no publiqué en los libros anteriores o que escribí luego, entre comienzos y mediados de los 90. Son conjuntos de poemas que lucen mejor por separado, cuando los miro con todo ese tiempo de por medio. En aquel momento no les encontraba lugar en los libros. Tampoco hubiesen entrado en La línea del coyote, de 1999. No tenían nada que ver. Para mí, con esos poemas se rompe una forma de hacer poesía. Hasta allí llegó mi objetivismo. No los publiqué en papel porque hubiesen confundido la historia. En el blog donde los publiqué, con los libros anteriores y posteriores, se entiende más el lugar que ocupan. Y me apuro a decir que la producción de uno es una historia, aunque los poemas se lean dispersos por ahí más tarde, o los libros se lean fuera de la serie de la que forman parte. No me importa cómo se lean. Los libros forman una historia. Todos escribimos una especie de Hojas de hierba, un libro único, pero hay etapas y capas en él. Hace poco leí que cuando a Franco Fortini le propusieron hacer una antología de sus libros, preguntó ingenuamente en qué orden debía poner los poemas. “Cronológicamente”, le respondieron, y esa fue una especie de iluminación para él. Cronos nos rige a todos.


Contame sobre Escolios.

Viene a continuación de dos libros de poemas muy extensos, narrativos, discursivos. Son anotaciones que me permiten continuar hablando “por imágenes fragmentarias”, como diría Graves, pero presentadas de otro modo. Diciendo o escribiendo a partir de un texto leído. O en alusión a textos leídos, géneros leídos, situaciones leídas; objetos literarios en lugar de objetos simples y corrientes, o en lugar de objetos históricos.


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