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portada-flauta-stevens.jpg Los poemas de nuestro clima
Wallace Stevens
(Trad. Roberto Echavarren)
La Flauta Mágica,
Montevideo, 2011.

 
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No. 42 / Septiembre 2011

 


La idea de orden en Key West


Cantaba más allá del genio del mar.
El agua nunca se formó para mente o voz,
Como un cuerpo completamente corporal, flameando
Sus mangas vacías; y sin embargo esta moción mímica
Era un grito constante, que llevaba constantemente a llorar,
Que no era nuestro, pero entendíamos,
Inhumano, del océano verdadero.

El mar no era una máscara. Ella no era tampoco.
La canción y el agua no eran mezcolanza de sonido
Aún si lo que ella cantaba era lo que oía,
Y lo que cantaba era pronunciado palabra por palabra.
Puede que en todas sus frases se removiera
El agua triturante y el acezante viento;
Pero nosotros la oíamos a ella y no al mar.

Porque era la realizadora del canto que cantaba.
El mar siempre encapuchado, gesticulando trágico
Era apenas un lugar al que ella iba para cantar.
Y ¿Qué espíritu es éste? dijimos, porque sabíamos
que buscábamos el espíritu, y sabíamos
que deberíamos seguir preguntando mientras ella cantaba.

Si fuera sólo la voz oscura del mar
Que se levantaba, aún coloreada por muchas olas;
Si fuera sólo la voz exterior del cielo
Y la nube, o la pared de coral bajo el agua,
No importa cuán clara; sería aire profundo,
Exhalado discurso del aire, un sonido de verano
Repetido en un verano sin fin
Del sonido. Pero era más que eso,
Más aún que su voz, y la nuestra, entre
Las hocicadas sin sentido del agua y el viento,
Y las distancias teatrales, sombras bronceadas levantándose
Sobre horizontes altos y atmósferas montañosas,
De mar y de cielo.
                             Era su voz que volvía
El cielo más agudo al desvanecerse.
Hora por hora medía la soledad.
Era la artífice única del mundo
En el cual cantaba. Y cuando cantaba, el mar,
Fuera cual fuese su sí mismo, se volvía el sí mismo
Que era su canto, pues ella lo hacía. Entonces nosotros,
Mientras observábamos su caminata allí sola,
Supimos que nunca habría un mundo para ella
Excepto aquél que ella cantaba y, cantando, hacía.

Ramón Fernández, si lo sabes, dime
Por qué, cuando el canto terminó y nos dimos vuelta
Para volver al pueblo, dime por qué las vidriosas luces,
Las luces de los barcos pesqueros anclados allí,
Al caer la noche, titilaban en el aire,
Dominaban la noche y dividían el mar,
Determinaban zonas iluminadas y palos ardientes,
Arreglando, profundizando, encantando la noche.

¡Oh! Bendita rabia de orden, pálido Ramón,
la rabia del poeta por ordenar palabras del mar,
palabras de los portales fragantes, con estrellas bajas,
y de nosotros y de nuestros orígenes,
entre demarcaciones fantasmagóricas, sonidos incisivos.   






Mozart, 1935


Siéntate al piano, poeta.
Toca el presente, su jo-jo-jó,
Su chu-chu-chú, su ric-a-nic,
Su envidioso carcajeo.

Si tiran piedras encima del techo
Mientras practicas tus arpegios,
Es porque llevan escaleras abajo
Un cuerpo envuelto en trapos.
Siéntate al piano.

Ese lúcido souvenir del pasado,
El divertimento;
Ese airoso sueño del futuro,
El concierto despejado...
Cae la nieve.
El acorde penetrante golpea.

Sé vos la voz,
No tú. Sé vos, sé vos
La voz del miedo airado,
La voz del dolor que me acosa.

Sé vos el sonido ventoso
Como de un gran viento aullante,
Por el cual se desahoga la pena,
Despedida, absuelta
En un aplacamiento estelar.

Podemos volver a Mozart.
Él era joven, y nosotros, nosotros somos viejos.
Cae la nieve
Y las calles se llenan de gritos.
Siéntate, vos.






El conejo como rey de los fantasmas


La dificultad de pensar al fin del día,
Cuando la sombra sin forma tapa el sol
Y ya no queda nada salvo la luz sobre tu pelaje –

Hubo un gato derramando su leche todo el día,
Gato gordo, lengua roja, mente verde, leche blanca,
Y agosto el mes más pacífico.

Ser, en la hierba, en el momento más pacífico,
Sin ese monumento del gato,
El gato olvidado en la luna;

Y sentir que la luz es una luz-conejo,
En la cual todo está dispuesto para ti
Y nada necesita explicaciones;

Entonces no hay que pensar en nada. Llega por sí mismo;
El este se precipita al oeste y el oeste se apura en bajar,
No importa. La hierba es plena

Y plena de ti mismo. Los árboles alrededor son para ti,
Toda la anchura de la noche es para ti,
Uno mismo que toca todos los rincones,

Te vuelves uno mismo que llena las cuatro esquinas de la noche.
El gato rojo se esconde en la luz del pelaje
Y ahí te empujan para arriba, te levantan,
Te levantan más y más, a ti, negro como una piedra –
Te sientas con tu cabeza como una escultura en el espacio
Y el pequeño gato verde es un insecto en la hierba.



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