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portada-icarias-balam.jpg Icarías
Balam Rodrigo
Litoral
(Limón Partido),
México, 2010.

Por Ignacio Ruiz-Pérez

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No. 42 / Septiembre 2011

 

Balam Rodrigo (Villa de Comaltitlán, Chiapas, 1974) destaca entre los mejores poetas jóvenes de México por su decidida vocación de cambio. Ya desde Hábito lunar (Praxis, 2005) el autor había dado muestra de ese afán por reinventar el lenguaje: no el despliegue, sino el pliegue, esto es un espacio en el que el lenguaje al deslizarse sobre la página, se vuelve sobre sí mismo para des-escribirse una y otra vez. La fuerza de esa suma de vocales y consonantes en ese primer libro era una voluntad proliferante que transcurría en un tiempo vegetal mientras se desplazaba por un espacio acuático. En su ópera prima Balam Rodrigo creaba de manera prolija un ambiente en el que el trópico (y su proteico linaje de ceibas, manglares y albuferas) daba lugar al deslumbramiento de los sentidos. Al fasto visual sólo podía corresponder una firme vocación verbal —y erótica: “Crotalarias bajo mi lengua,/ hormigas lluvio sobre la ceiba, untada espina la del aire en las heridas que me agrietan”.

Una voluntad creadora parecida encuentro en Poemas de mar amaranto (Coneculta-Chiapas, 2006). En este libro el mar se convierte en espectáculo primigenio: grupa, útero, origen, muerte. Como señala Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, el mar es “agente transitivo y mediador entre lo no formal (aire, gases) y lo formal (tierra, sólido) y, analógicamente, entre la vida y la muerte. El mar, los océanos, se consideran así como la fuente de la vida y el final de la misma”. En Poemas de mar amaranto el mar simboliza, en resumidas cuentas, las formas mudables y paradójicas que, en su ir y venir, adoptan el amor y el deseo —de ahí el recurso de la aliteración en el título. La imagen que tal vez describe con mayor justicia la gramática de Poemas de mar amaranto es el rizoma: un tallo proliferante y diverso incluso de sí mismo.

El de Balam Rodrigo es un lenguaje acéntrico y nómada, emparentado en fondo y forma con la poesía de José Luis Rivas y Coral Bracho. En la obra del autor de Hábito lunar, sin embargo, ese lenguaje se revela como desborde léxico vía la creación de neologismos y el empleo eficaz de arcaísmos (rasgo que por cierto acerca más al chiapaneco a la tradición de la poesía rioplatense), así como el uso frecuente de aliteraciones, eufonías y sinestesias. Si todo ritma es porque encuentra su doble en el lenguaje; luego, todo está sujeto a la misma ley: una suerte de erótica verbal. El grado cero de esa tentativa estética es Silencia (Coneculta-Chiapas, 2007), libro en el que Balam Rodrigo explora las posibilidades del lenguaje poético. El presupuesto del volumen es la exploración de la poesía y del amor como revelación: el acceso del sujeto a lo numinoso, ante lo cual sólo cabe el tartamudeo o el silencio porque es inabarcable vía el lenguaje: “elegíamos siempre al fuego, a la llama que habitaba debajo de la carne: Y yo agotaba la boca en los tus pechos porque pezón era tu brasa y aluego la tu lengua se agataba en el mi pecho y así los dos juntos habitábamos los sitios elegidos por el fuego”.

Libelo de varia necrología (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008) señala una transición en la poesía de Balam Rodrigo. Y si digo transición es por lo que anuncia este libro: el paso de un ámbito húmedo y solar a otro decididamente urbano y lunar. El lenguaje deja de ser resguardo erótico, revelatorio y sublime para convertirse en heterotopía y galimatías babélico. Desde que José Carlos Becerra realizara el inventario lúdico y oscuro de la ciudad y sus mitos en Relación de los hechos (1967), no recuerdo en la poesía mexicana una tentativa similar. Confieso que ésta es la faceta que más me agrada de la obra de Balam Rodrigo. El poema en este volumen está constantemente sujeto a un tratamiento irreverente. El poeta vuelve a acudir a juegos verbales que dan muestra de su gran capacidad de invención metafórica, pero ahora para producir una sensación de gozoso extrañamiento en el lector: “Gatas y gatazos, gatillos gatúbelas: Gatún es pábulo catado por los más finos y excelsos paladores gatinos, sabroso refrigerio que le augura reciedumbre a usted, sagaz felino, ofreciendo respeto al vuestro dueño”.

Encuentro en Libelo de varia necrología la tentativa por recrear una mitología personal y colectiva, pública y anónima, a través de la “narración” de las tribulaciones nocturnas de Madame La Loca, personaje que recorre la sección medular del volumen. El espacio y la atmósfera son post-apocalípticos, y el decorado semeja el de una ciudad gótica de cartón-piedra atravesada por luces de neón y espectaculares, una suerte de palimpsesto total y múltiple que la mirada recupera con humor y pasmo. La obra Noches Áticas de Aulo Gelio, compendio del saber universal durante el siglo II d.C., se convierte en referente de la narración efectiva de las tribulaciones y del éxtasis lunar de Madame La Loca, quien es acaso un trasunto urbano de la Diosa Blanca de Graves. Atrás han quedado los paraísos del lenguaje, aquel trópico asumido como provincia erótica y verbal. En cambio, Libelo de varia necrología anuncia un punto de inflexión en la poesía de Balam Rodrigo en cuanto abre nuevas experiencias de lenguaje.

Icarías viene a confirmar el cambio antes señalado. El título, no exento de cierto sesgo profético, remite a la exploración del estado caído del sujeto. El vuelo extático y sublime se convierte en pulsión por el suelo, y el escenario que Balam Rodrigo elige para narrar esa (anti) épica de la caída es una vez más la ciudad. El poeta aquí es una suerte de flâneur post-bíblico que presencia la simultánea “deconstrucción” de la urbe. Frente a ese movimiento continuo y desacralizado de la materia, la voz se fragmenta: el tiempo y el acontecer de la ciudad son simultáneos y diversos, y el poeta los contempla, extático, como si fuesen un “eternometraje”. El lector, por su parte, lee los sucesos, y es así como los actos de escritura y de lectura confluyen en un mismo discurso. Ver la ciudad implica necesariamente leerla, pues ésta es un palimpsesto, un texto cruzado por diversas escrituras; por eso escribir y leer son acciones simultáneas. La construcción del poema es la deconstrucción que el poeta realiza de la ciudad, acto en el que confluye el tiempo interior del sujeto y el de la creación. Para atrapar esa “totalidad destotalizada” (diría Jean-Paul Sartre) que es la civitas, Balam Rodrigo acude al flujo de conciencia e inicia los poemas con minúsculas, o bien los concluye con puntos y comas, puntos suspensivos y corchetes. El objetivo es significar que el texto jamás se cierra sino que se abre ad infinitum con la lectura:

disparo el obturador de mis pupilas en esta infinita
película que pasa delante mío y que puedo apenas ver
aquí y allá sin saber cuál será el final de este inmenso
y caótico eternometraje ; y no sigo más no porque aliento
me falte , sino porque tú , quien lees , eres parte
de esta cinta : tus ojos también han corrido de un lado
a otro , acompañándome mientras corro y salto
y capturo y vierto lo que apenas unas letras-calles atrás
dejé , y porque no hay ciudad más intrincada e inextricable
que la página que ahora te dicto…

Si bien en Icarías persiste la nostalgia por el pasado y la desolación por la ciudad en cuanto “páramo de espejos” que habitamos y que nos habita, su tono celebratorio es de igual forma notable. El sujeto no es un vates (“¡Torres de Dios!”, afirma Rubén Darío con voz tonante) ni un taumaturgo de resonancias huidobrianas, sino simple y llanamente un ciudadano. El poeta escribe para caer y no para elevarse: ése es su destino trágico, pero también su misión primigenia. Quizá por esta causa Balam Rodrigo advierte que la imaginación, el sueño y los fantasmas (es decir, la literatura) son el refugio natural, aunque fugitivo, ante la conciencia de la muerte.

El poeta no sólo imagina para crear imágenes, sino también para transformarlas, dice Gaston Bachelard en El aire y los sueños. En esa dialéctica de sumas y restas se cifran las imágenes que todo poeta ha realizado en el transcurso de su quehacer literario. Sólo la necesaria toma de pulso da lugar al cambio. A lo largo de su trabajo poético Balam Rodrigo ha dejado constancia de su afán por reinventarse una y otra vez. La edición de Icarías es el merecido reconocimiento al valor de una obra que, como señala José Emilio Pacheco, es fuego que “se extingue y cambia… para durar eternamente”.

 



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