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portada-perros-doce.jpgPerros en la playa
Jordi Doce
Dibujos de Javier Pagola
Oficina de Arte y Ediciones,
Madrid, 2011.

Por Tomás Sánchez Santiago

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No. 42 / Septiembre 2011

 

Palabras para el oído interno


En aquellas olorosas cajas de los hilos –así se les llamaba– las madres guardaban un mundo de remedios inmediatos. Era un festival de bobinas sueltas, de hilachas decimales y dedales fríos, una cosería que encandilaba por sus luces, por su aplicado desorden: abríamos la caja, tomábamos algo, siempre nos servía. No íbamos a buscar nada previsible sino que éramos nosotros los que acomodábamos nuestra necesidad a lo que sacábamos de allí. Eso ocurre con Perros en la playa, de Jordi Doce (Gijón, 1967), libro con ese destino de las obras que provocan al leerlas la sensación de estar aún chorreando, de poder realizar al unísono con el autor el montaje mental de un mundo interior y agazapado que nos concierne. Ese discurso caleidoscópico y esparcido, donde caben soberbias descripciones, notas de vida diaria, aforismos y golpes de meditación, delata ante todo una conciencia escrupulosamente alerta, la conciencia de un poeta activo aún más allá del oficio de escribir. Algo que se salva del panorama de batallas con espadas de madera que aún persisten en las tribus cansinas de la poesía española.

El título justifica decisivamente –y Jordi Doce así lo comenta– la cualidad de una escritura urgente y musculosa, alegre además, como es la imagen vital de unos animales en correría desmandada en ese terreno escurridizo, entre la playa y el mar, y que en un momento dado dejan de ser perros y entran en una borrosidad mezclada de manchas y colores, "entregados libremente a su alegría". Así propone el poeta que se tome este libro lleno de sabiduría disimulada: como repertorio elástico e informal de asedios que son también "juego, búsqueda de compañía, diálogo con los otros perros que comparten la playa". La falta de empaque de la propuesta da la pauta para entrar sin recelo en la sustancia aleteante del libro, que se deja picotear en un espacio indefinido entre la gravedad y la despreocupación, como esos perros que dudan entre el mar o la arena.

Tiene también el libro algo de pasadizo que añade complicidad. Todo lector desea que alguna vez el escritor le deje asomarse, siquiera de puntillas, al alféizar que da a su taller, ese interior en sombra donde suponemos que hay maquetas y borrones que luego serán palabras. Porque ¿qué había antes de esas palabras? ¿De qué masa loca consigue el creador sacar música? Ese parece el motivo que impulsa al curioso impertinente a asomarse al atelier revuelto del artista, donde supone que podrá censar lo imprevisto. Pero aquí no. El espacio que se nos desvela en Perros en la playa no es una oficina didáctica ni un memorial sollozante de las vicisitudes del creador. Quien haya leído la poesía de Jordi Doce, su escritura fuertemente consolidada en el soporte de un registro que ensambla tono y actitud en un solo golpe, comprobará cuánto de ella hay aquí, expuesta –eso sí– de un modo transversal que acaba interviniendo con educada naturalidad el mundo poético del autor, quien ya había mostrado esas traseras en Hormigas blancas (Bartleby, 2005) o en Una fidelidad (Fundación March, 2008), ensayo indispensable para saber con qué alta conciencia hila el autor asturiano.

Perros en la playa quiere ser, pues, antes que otra cosa, un relato de trizas entrecortado y voladizo ("Cuando no sé de dónde vienen ni adónde van, ¿cómo pretender que estos fragmentos sean de mi propiedad?"), una constelación sin ánimo unitario ("Mi temor a que estas frases se compensen unas con otras, se equilibren, se neutralicen") que muestra el revés de una trama: la trama de vivir, que incluye también la creación poética. Precisamente el libro se abre y termina con dos poemas que escoltan significativamente cuanto en él se encierra; así parecen, como aquellos perros, marcar su territorio entre la silenciosa emersión de lo depuesto ("Huir no existe") y la fluencia imparable de cuanto es la vida: "Todo cede para ser algo,/ todo cambia y se mueve y se rehace/ para ser con más fuerza". Ambos dan luz sesgada a esta escritura semoviente: puro ejercicio de desvelamiento sin afán programático.

De ese espíritu poético surgen algunas constantes que circulan un peu partout como transeúntes naturales en el libro y que, bien pensado, son fundamentos del mundo poético del autor; por ejemplo, esos puntazos en torno a la exterioridad que rechaza una identidad condensada en el «yo» ("El que escribe no es yo, sino quien le escucha". "Hay alguien en mí que no conozco: habla conmigo para saber quién soy"); la pérdida de la propiedad, que supone no dominar ni siquiera aquello de lo que se habla y, por tanto, sabe de la imposibilidad de llegar a pactos últimos y cerrados con todo: "Olvidamos que todo, la vida misma, suele estar del lado de lo incompleto"; la contemplación calmosa de operaciones urbanas de demolición, que el poeta acepta implícitamente como una analogía material de la escritura ("estas frases/…/ son ahora las ruinas de un edificio que nunca ha existido"), concebida como una realidad llena de provisionalidad ("Un buen poema es, por definición, un poema truncado. Hay una parte elidida, una sección invisible, y es allí donde vivimos"). ¿Qué más puede decirse en pocas líneas de un libro destinado a hacer compañía a quienes saben que solo en la discreción y el relativismo es posible encender cada día con fe la lengua del mundo? Jordi Doce lo deja dicho una y otra vez en este libro donde la meditación y la ocurrencia marcan un mismo paso, fulgurante y comprometido, que envuelve todo de templanza y suave vitalidad: "No quieras tener toda la razón: la habrás perdido". En eso estamos.

 



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