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portada-rio-bennis.jpg Un río entre dos funerales
Mohammed Bennís
(Traducción de Luis Miguel Cañada)
Icaria,
Barcelona, 2011.

Por Miguel Casado

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No. 42 / Septiembre 2011

 

Mohammed Bennís (Fez, 1948) es poeta, ensayista, crítico literario, traductor y profesor de la Universidad Mohammed V de Rabat. Desde la aparición de sus primeros poemas a finales de los sesenta en la revista libanesa Mawaqif, ha publicado una treintena de obras que han contribuido de modo incuestionable a la renovación y modernización de la poesía en lengua árabe. Entre sus libros de poemas destacan Antes de la palabra (1969), Hacia tu voz vertical (1980), El don del vacío (1992) o  el reciente Siete pájaros (2011). Ha sido miembro fundador y presidente de la “Casa de la Poesía de Marruecos” (1996-2003) y de la editorial Dar Toubqal. Hoy es el poeta marroquí más traducido a lenguas europeas. Entre otros galardones, ha recibido el Premio “Sultán Uweis, 2009” al conjunto de su obra (considerado el Nobel de las Letras árabes). Traductor él mismo de poesía francesa, los lectores en árabe le deben la primera versión de Un coup de Dès, de Stéphane Mallarmé, y la muy reciente versión árabe de L’Archangélique, de Georges Bataille.

En español, apareció en 2008 El don del vacío, una de sus obras más alabadas, con frontispicio de Antonio Gamoneda (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).

Un río entre dos funerales apareció en árabe en 2000 y fue recibido con el Premio Grand Atlas de la Embajada de Francia. Su traducción ahora al castellano, publicada por Icaria, tiene el mismo traductor que El don del vacío: Luis Miguel Cañada, director en la actualidad de la Escuela de Traductores de Toledo.

Quizá, al abrir esta edición española de Un río entre dos funerales, de Mohammed Bennís, la primera evidencia que nos gana es cómo en la traducción de Luis Miguel Cañada no encontramos sólo el proceso del sentido ni la complejidad rítmica, sino, además de todo eso, la textura irrepetible y personalísima del poema.

Son piezas fragmentarias, en las que se mezcla libremente el verso con la prosa; poemas extensos, cuyos huecos internos, cortes, espacios en blanco forman parte peculiar del crecimiento textual; poemas a veces en dos columnas de discurrir simultáneo. En ellos Mohammed Bennís va mostrando cómo la poesía se hace pensamiento, análisis, ensayo, lugar de una toma de postura, sin dejar a la vez de radicalizar su condición poética. Si se consideran algunos de sus libros anteriores –como El don del vacío, traducido también por Luis Miguel Cañada, o como Hoja del esplendor, que leo en la versión francesa de Mounir Serhani y Bernard Noël–, se descubre en estos mismos rasgos el carácter de una forma personal, el tendido entre un libro y otro de hilos que se tejen a ritmo desigual, componiendo una tela que atraviesa la vida y se confunde con ella. Una empresa de extraordinario relieve –no debo tardar más en decirlo–, que se distingue por las dimensiones de su apuesta y por el lugar clave que ocupa en la modernidad de la poesía árabe: estamos hablando de un poeta singular, en el sentido más estricto del término. Pero el lector mismo es quien debe apreciarlo y ahora querría simplemente apuntar una posible lectura del libro que presentamos.

Un río entre dos funerales abre con una cita de Hölderlin: “Delfos duerme, y la gran voz del destino ¿dónde suena?”; todo queda, así, enmarcado en la pregunta por un saber acerca de la vida, un saber perdido o que ya no tendría sede determinada, cuya voz habría dejado de oírse o se oiría de manera imprecisa. El primer poema evoca esta dificultad con su título, Lejanía, y también formula un propósito de escucha para buscar una respuesta: escuchar el frío del otoño, el agua, el viento, que podrían ser lugares donde aquella pregunta halle eco; el texto se dirige a ellos desde la atención, ofreciéndose como silencio que ha de ser llenado: “Y en la superficie del río dejaste que el verso de la lámina los sonidos inundaran”.

El río que da título al libro traería, en efecto, los espacios de la escucha: es un río con su curso real, pasa cargado de agua, con las riberas pobladas de animales y vegetación y niños jugando; pero no se precisa geográficamente –puede ser el Sebú de la natal Fes, y también el Nilo o el Éufrates o cualquier otro. “Qué extraño –escribe Bennís–. Veo que tengo varios ríos en un río o bien un río en varios ríos”. El río es siempre concreto, pero a la vez un símbolo; es la corriente y los accidentes del caudal, pero también lo que se refleja en él; lugar de contemplación, memoria activa de la infancia, ámbito en que transcurren siglos de historia, prolongación de una interioridad en la que quizá estén sus fuentes secretas, “manantiales de sueño”. El río es lo que fluye y se va sin cesar –como pide la metáfora tradicional–, pero lo es sobre todo en cuanto huella y residuo, tatuaje del alma; lo es sobre todo en cuanto lo que no se fija ni significa, según un desplazamiento posmoderno que permite aprehender las sensaciones y afilar la reflexión como un gesto único cada vez, siempre singular y siempre efímero.

“Cada vez. Que me dirigía al río. Giraba en torno a mí la geografía del tiempo”, dice un poema, y es así como ese mirador-escenario se abre a la presencia de la historia, de una lejanía referida también al tiempo: las caravanas llevan muchos siglos recorriendo las riberas, el polvo del desierto se unifica en discurso junto al agua. La tradición se da fundida inseparablemente con la naturaleza y con las cosas, la realidad la incorpora al constituirse. Y, sin embargo, sus monumentos no han dejado de hacerse ruinas, su cuerpo no está intacto, las sensaciones se vuelven confusas: “¿Es oro lo que hace brillar/ esas formas circulares/ o es una legión de fantasmas?” La pregunta queda pendiente, aunque su acento elegíaco va imponiéndose en el libro, y la médula de la tradición, la lengua, se evoca con ese tono: “una lengua/ […] / restos de llanto todavía suspendidos/ en las grietas del alma”.

Pero la lengua es también, como hilo conductor, navegación, palabras de río –“He aprestado para los ojos una nave de palabras/ y sobre mis caminos he soplado/ Sigue nave mi río/ Tu curso”–: lugares en que interrogarse por la identidad, por la memoria, por lo colectivo, pues la lengua árabe se extiende, como el río, “más allá de las fronteras”. Y es en este ámbito donde la voz de Bennís alcanza sus momentos más secos, más duros: “allí donde el canto se desborda en una lengua nuestra/ muerta desde antiguo/ o que agoniza bajo un jergón oculta/ en una esquina/ como un paria que rastrean los chacales”. Así se nos acerca a la otra parte del título del libro: “el frío de mi lengua entre dos/ funerales/ y quién ha dado/ aquí a tu pueblo tanta muerte” –los funerales rodean esa lengua-río, sean los de su cultura, los de sus gentes, aludan (como se ha dicho) o no al mundo árabe de Oriente –el Éufrates– y al de Occidente –el Sebú–. Y es perturbador este vínculo entre lengua y muerte. Creía Wittgenstein que “imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”; pero Bennís parece decirnos que una lengua espectral puede prolongarse sin vínculo ya con una forma de vida, perdida ésta, que quedaría fijada como dolor, convertida la lengua en un espacio de ruinas con las que resulta difícil seguir nombrando el presente y cuyo aliento queda en el aire. Vértigo de tiempos, de pensamiento, existencial. Los poemas insisten: “Tengo/ una lengua/ que me hace heredero/ del cielo de la muerte”.

No es sólo la lengua la que se ha convertido en espacio de muerte, sino que ésta prolifera en torno, con las mismas simultaneidades de antes: el río fluye, se abisma, trae vida y sufrimiento, infancia y vejez, soledad y comunidad; pero va creciendo la muerte alrededor, y también las muertes inmediatas, las personales, las de los próximos, un final absoluto cada vez. Pero lo más inquietante –y quizá lo más genuino del libro– es que el movimiento plural de los poemas, su producción de múltiples subjetividades, genera también una experiencia de desdoblamiento en la que se vacía la vida y se pone en contacto con la muerte. Así, cuando aparece un tú que parece reflejo del yo, surge un pálpito de carencia, de imposible identidad que puede anular incluso el gozo de la compañía y de las semejanzas: “una ausencia en nosotros se ha hecho eterna y sólo un rostro queda ya entre nosotros”, “el rostro abandonará su rostro y una porción de frío caerá sobre mis labios”. De este modo el desdoblamiento no se afirma como indagación y reconocimiento, sino que pronto empieza a sentirse como falla, hueco interior, incluso cuando se le concede el cariz positivo de motor de una acción, de impulsar la marcha: “Desciende Mohammed desciende/ no te busques los pies ni el/ pecho desciende hasta ti mismo”, y “Géminis” es entonces el signo que rige el viaje.

Cuando llegue a leerse: “esta muerte es muerte de un yo”, y se sitúe el “funeral/ en/ la garganta”, todo habrá ido situándose y desplazándose: el río es la lengua, sí, pero el funeral es por mí. La muerte aparece como espacio privilegiado del desdoblamiento, punto donde éste se consuma y se radicaliza, se fija, ya no movido por el flujo de la corriente: “Mi cadáver frente a mí recuerda la sangre en el silencio de una almohada./ Una herida no es allí sino el reflejo/ de una lápida/ cuya inscripción borré”. Ciertamente, esta objetivación es paralela a la naturaleza de curso que tienen la vida y la mirada; pero también modifica el modelo de mundo entrevisto bajo el signo del río. En efecto, la vida seguiría siendo una trayectoria que abarca todas las direcciones, una gama ilimitada de diversidad; pero lo sería como trayectoria aunada, mezclada de todo lo que es ajeno entre sí, de lo que realmente no puede establecer diálogo: “Cómo seguir negando/ que mi rostro me es desconocido/ Ajeno/ a ti es este rostro/ Tú eres mi hermano/ mi enemigo/ y ante mí aparecéis juntos en fuga”. El curso suma zonas de vacío, todas las lejanías crecen.

Sin embargo, en el mismo poema citado, donde se mencionaba la muerte de un yo, el río vuelve a fluir luego como le corresponde y la celebración del “funeral en la garganta” viene a convertirse en requisito de renovación o resurrección: “Una lengua/ nuestra o mía/ de nuevo me contempla/ y juntos acompañamos la nuba de los enamorados” –el sonido de la música andalusí insufla el nuevo aliento en la tradición misma. La dureza de la crítica y del análisis se abre a la esperanza en una nueva vida de la lengua.

Por eso, antes de acabar, querría al menos sugerir tres de las formas que este renacimiento de la vida adopta en el libro; tres formas que, por supuesto, no se dan en orden, ni como nada parecido a una gradación o un progreso, sino entremezcladas con la seca e inapelable figura de la muerte. Una primera, a través de la sistemática mezcla de momentos, es el borrado de los límites temporales, creando una temporalidad no gobernada por lo sucesivo y discontinuo, como si fuera la durée bergsoniana, pero más fundida con la naturaleza, en que la escritura es replicada por las “pequeñas hojas” de la adelfa o el volar de “bandadas de golondrinas”.

Otra segunda remite al referido principio del libro: “una lejanía/ que se dijera hermana/ del canto”, pues el poema querría actuar como el sonido del destino por el que Hölderlin preguntaba; el poema escucha alrededor y adentro y, escuchando, se hace voz: “lejanía/ que por su voz se ilumina”. En la medida en que el poema pueda transformarse realmente en fórmula de este ejercicio, de esta búsqueda que es también hallazgo, vendría a culminar un proceso de desubjetivación que lo situaría en otro orden: la carencia ya no implicaría pérdida y lamento, sino un estado de lucidez desde el que un mundo distinto podría intuirse.

Y la tercera queda formulada por Bennís ahí donde la desolación beckettiana se hace energía: “La escritura es ruina/ que al desmoronarse/ en cada instante/ relumbra”. Ruina que, al desmoronarse, relumbra, sería una hermosa definición del poema y también del seguir viviendo. Me viene ahora a la cabeza la discusión mantenida por Didi-Huberman con algunos textos de Pasolini acerca de la supervivencia en nuestra época de las luciérnagas, y reconozco en el reflejo luminoso de estas ruinas el mismo brillo débil, pero resistente hasta el límite, de los minúsculos insectos. Es un debate –literal y simbólico a la vez– sobre la posibilidad o imposibilidad de la esperanza. Un debate en que, no metafóricamente, nos jugamos la vida, si bien debe admitirse que, gracias a la juventud árabe, tenemos hoy más aliento para poder proseguirlo.



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