Degradación
 

 

Por Jorge Fondebrider

musica-42.jpgLo primero es decir que, allá por los años sesenta, cuando apareció en el horizonte Joan Manuel Serrat, yo estaba más interesado en escuchar rock que a un catalán que, después lo supe, abrevaba –o eso decía– en la tradición de los cantantes franceses que también eran compositores. Digamos que nunca lo sentí así. Ubicaba en ese casillero a Paco Ibáñez, pero no a Serrat. Temas como, por ejemplo, Tu nombre me sabe a hierba –con la gran posibilidad de reemplazo del último sustantivo por otro levemente parecido, aunque grosero– no me provocaban ni frío ni calor. Sin embargo, no puedo dejar de recordar el impacto que me produjo Fiesta, ese tema en el que se describía precisamente una fiesta con un vocabulario más bien suntuoso y una rima magníficamente plantada. La cosa siguió más o menos así con los siguientes discos y, pese a que festejo la notoriedad pública que les dio a Antonio Machado y a Miguel Hernández –para el caso, mucho mejor me parece el trabajo de Paco Ibáñez sobre Góngora y García Lorca o el de Amancio Prada sobre los poetas galaico-portugueses–, son pocas las canciones propias de Serrat que lograron impresionarme: alguna del LP Mediterráneo y, ya a principios de los años ochenta, una que recorría toda la historia de España en unos pocos minutos. Pero nada más. Entonces, nunca fui un fanático de Serrat, ni siquiera un simpatizante y, de hecho, casi me convierto en un detractor cuando empezó a abusar de las palabras esdrújulas, cuando lo cantó a Benedetti, y cuando se convirtió en el adalid del progresismo mundial, hablando en cada ocasión en que le pusieran un micrófono por delante como si estuviera de vuelta de todo. Digamos que, a mí, al menos, no parecía que hiciera falta.

No. 42 / Septiembre 2011


Degradación

 
Música y poesía
por Jorge Fondebrider


musica-42.jpg Lo primero es decir que, allá por los años sesenta, cuando apareció en el horizonte Joan Manuel Serrat, yo estaba más interesado en escuchar rock que a un catalán que, después lo supe, abrevaba –o eso decía– en la tradición de los cantantes franceses que también eran compositores. Digamos que nunca lo sentí así. Ubicaba en ese casillero a Paco Ibáñez, pero no a Serrat. Temas como, por ejemplo, Tu nombre me sabe a hierba –con la gran posibilidad de reemplazo del último sustantivo por otro levemente parecido, aunque grosero– no me provocaban ni frío ni calor. Sin embargo, no puedo dejar de recordar el impacto que me produjo Fiesta, ese tema en el que se describía precisamente una fiesta con un vocabulario más bien suntuoso y una rima magníficamente plantada. La cosa siguió más o menos así con los siguientes discos y, pese a que festejo la notoriedad pública que les dio a Antonio Machado y a Miguel Hernández –para el caso, mucho mejor me parece el trabajo de Paco Ibáñez sobre Góngora y García Lorca o el de Amancio Prada sobre los poetas galaico-portugueses–, son pocas las canciones propias de Serrat que lograron impresionarme: alguna del LP Mediterráneo y, ya a principios de los años ochenta, una que recorría toda la historia de España en unos pocos minutos. Pero nada más. Entonces, nunca fui un fanático de Serrat, ni siquiera un simpatizante y, de hecho, casi me convierto en un detractor cuando empezó a abusar de las palabras esdrújulas, cuando lo cantó a Benedetti, y cuando se convirtió en el adalid del progresismo mundial, hablando en cada ocasión en que le pusieran un micrófono por delante como si estuviera de vuelta de todo. Digamos que, a mí, al menos, no parecía que hiciera falta.

Unos años después de Serrat vino Joaquín Sabina y con él me di cuenta de por qué no me gustaba Serrat. Con él, esa actitud de haberlo vivido todo ahora se multiplicaba por cien y a la degradación de la rima, igualmente conformista, se sumaba la voz aguardentosa y una insinuación de rock —o de lo que un español de la generación de Sabina suponía que era el rock– que siempre me indignó. Sus ínfulas de poeta –he notado que en España la propensión a la rima roza lo circense–, su mitología personal de “te enteras”, Almodóvar, las edades de Lulú y butifarra mal digerida hicieron el resto para que el personaje no sólo no me cayera bien, sino para que lo que cantaba me pareciera vulgar y, sobre todo, profundamente falso.

¿Qué decir de ese guatelmateco que copia mal a Sabina y escribe canciones sobre las mujeres que cumplen cuarenta años, el tamaño de las camas y los problemas ligados a la menstruación?

Serrat es una institución y, seguramente, mis palabras le van a caer mal a más de uno. Incluso en sus canciones malas sus letras poseen alguna dignidad. Llena teatros.
Sabina es el guarro reformado que madres y padres dejan entrar a las casas porque es simpático y ya dejó la droga. Sigue escribiendo las mismas pedorradas de siempre. Llena teatros.

Arjona llena estadio tras estadio, lo cual demuestra hasta qué punto las palabras degradadas a rango de canción melódica prende.
Violeta Parra, que escribió canciones maravillosas y llenas de sentido, nunca lleno estadios y, por lo que sé, se presentaba en teatros pequeños. Escribió: “Maldigo el vocablo amor/ con toda su porquería/  cuanto será mi dolor”.


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