Nocturno a Rosario

Cine y poesía
Por Ángel Miquel
 

cine-44a.jpg“Ahora el cine es violencia y sexo, montones de sangre que no resisto. Yo presento amor y romanticismo en oposición a la violencia”, dijo Matilde Landeta, entrevistada por Víctor Bustos en la revista Dicine (número 50, marzo de 1993) luego del estreno de su película Nocturno a Rosario. Ahí dijo también, refiriéndose a sus inicios como realizadora en los años cuarenta: “Fui la valiente, la brava que se lanzó en un tiempo en que no querían que yo fuera directora. Los temas que hice tampoco estaban aprobados; eran historias sobre mujeres distintas, no sobre madrecitas abnegadas.” Landeta se refería a sus tres películas previas, Lola Casanova (1948), La Negra Angustias (1949) y Trotacalles (1951), en las que aparecían como heroínas, respectivamente, una mestiza adoptada por un grupo indígena, una negra que alcanzaba grado de coronela durante la revolución y un par de hermanas con los destinos sólo en apariencia opuestos de prostituirse y casarse por interés con un millonario. Estas tres obras se sumaron al muy escaso catálogo de cintas de ficción dirigidas por mujeres en México, integrado hasta entonces únicamente por La Tigresa (1917) de Mimí Derba, El secreto de la abuela (1928) de Candita Beltrán Rendón, y La mujer de nadie (1937) y Diablillos de arrabal (1938) de Adela Sequeyro. Cuando cuatro décadas después Landeta presentó la que sería su cuarta y última cinta la situación en el cine era mucho más favorable para las mujeres, en parte gracias a su empeño y al de otras realizadoras posteriores como Marcela Fernández Violante, pero también debido a la constante formación de directoras en las escuelas de cine fundadas en los años sesenta y setenta. Sin embargo, Landeta conservó su gusto por las historias de mujeres “distintas” y en Nocturno a Rosario adaptó libremente una situación real del último tercio del siglo XIX para hacer el retrato de una extraordinaria mexicana ligado a la biografía de un poeta.

No. 44 / Noviembre 2011



Nocturno a Rosario

Cine y poesía
Por Ángel Miquel
 

cine-44a.jpg“Ahora el cine es violencia y sexo, montones de sangre que no resisto. Yo presento amor y romanticismo en oposición a la violencia”, dijo Matilde Landeta, entrevistada por Víctor Bustos en la revista Dicine (número 50, marzo de 1993) luego del estreno de su película Nocturno a Rosario. Ahí dijo también, refiriéndose a sus inicios como realizadora en los años cuarenta: “Fui la valiente, la brava que se lanzó en un tiempo en que no querían que yo fuera directora. Los temas que hice tampoco estaban aprobados; eran historias sobre mujeres distintas, no sobre madrecitas abnegadas.” Landeta se refería a sus tres películas previas, Lola Casanova (1948), La Negra Angustias (1949) y Trotacalles (1951), en las que aparecían como heroínas, respectivamente, una mestiza adoptada por un grupo indígena, una negra que alcanzaba grado de coronela durante la revolución y un par de hermanas con los destinos sólo en apariencia opuestos de prostituirse y casarse por interés con un millonario. Estas tres obras se sumaron al muy escaso catálogo de cintas de ficción dirigidas por mujeres en México, integrado hasta entonces únicamente por La Tigresa(1917) de Mimí Derba, El secreto de la abuela (1928) de Candita Beltrán Rendón, y La mujer de nadie (1937) y Diablillos de arrabal (1938) de Adela Sequeyro. Cuando cuatro décadas después Landeta presentó la que sería su cuarta y última cinta la situación en el cine era mucho más favorable para las mujeres, en parte gracias a su empeño y al de otras realizadoras posteriores como Marcela Fernández Violante, pero también debido a la constante formación de directoras en las escuelas de cine fundadas en los años sesenta y setenta. Sin embargo, Landeta conservó su gusto por las historias de mujeres “distintas” y en Nocturno a Rosario adaptó libremente una situación real del último tercio del siglo XIX para hacer el retrato de una extraordinaria mexicana ligado a la biografía de un poeta.

Aunque ya no es joven, la muy guapa Rosario de la Peña es enamorada hacia 1870 por varios hombres. Entre ellos se encuentran tres escritores: Ignacio Ramírez El Nigromante, Manuel M. Flores y Manuel Acuña. Ella, mujer culta que gusta recitar versos y organizar tertulias en su casa, no se decide por ninguno. Un doloroso episodio de su pasado, en el núcleo del cual está la violenta muerte de su primer prometido, le impide involucrarse de nuevo en una relación. Para dar una imagen de normalidad hacia los otros finalmente se compromete con Flores, quien tiene una enfermedad y con el que, al menos por un tiempo, no podrá casarse. El Nigromante admite este revés filosóficamente, reconociendo que es muy viejo para ella, pero Acuña es incapaz de renunciar a su amor.

cine-44b.jpgEn una fonda donde Acuña y su amigo Juan de Dios Peza suelen comer, cuelga de una pared la reproducción de una imagen que el palurdo hostelero considera una representación religiosa, pero que los jóvenes intelectuales reconocen como una ilustración de los célebres amantes Paolo y Francesca. Acuña dice a su amigo que la imagen de la mujer desnuda –hecha a partir del grabado de Doré para la Divina Comedia– representa a “su” Rosario, lo que no significa, como interpreta literal y prosaicamente Peza, que ya la haya visto sin ropa, sino que el arrebatado amor que siente es similar al que llevó a Paolo a infringir las reglas morales de su época para convertirse en amante de su cuñada (en su periplo por el infierno, Dante y Virgilio los encuentran en el círculo destinado a los lujuriosos). Como Paolo, Acuña está empeñado en ignorar lo que la sociedad, representada por Peza y otros amigos, intenta hacerle ver, que ni por su juventud ni por su condición de estudiante pobre es un buen partido para ella. Ciego a cualquier advertencia, también se resiste a aceptar lo que la misma Rosario le informa, y cuando ésta le confiesa: “Tengo muchos defectos, desvíos”, él responde: “Los adoro todos”.

Acuña obtiene un gran éxito –por el que sus compañeros escritores le otorgan una corona de laurel en el Liceo Hidalgo– con el estreno de su drama El pasado, que ha escrito en el tiempo que le dejan libre sus estudios de Medicina, sus juergas con condiscípulos en las cantinas del centro y sus amoríos con la lavandera Soledad. Como signo de amor regala a Rosario la un poco ridícula corona de laurel y tiempo después también un “Nocturno” que le ha dedicado. Cuando entrega el manuscrito le dice entre otras cosas que encontrará en él “la verdad de mi pasión”, y al término de su perorata la omnipresente madre de Rosario reconoce: “Es un gran poeta, pues versifica al conversar”. Luego, como para comprobarlo, una vez que él se ha ido, Rosario lee en voz alta los primeros versos:

Yo quiero que tú sepas que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas las esperanzas mías,
que están mis noches negras, tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir.

Rosario se siente halagada y agradece con cortesía estas muestras de admiración, pero está lejos de ser la Francesca que Acuña exige. Y cuando él sobrepasa los límites y quiere forzarla a que lo bese, se ve obligada a pedirle que deje de visitarla. El rechazo sume a Acuña en una aguda tristeza, que refuerza el dolor que padece por la reciente muerte de su padre. Este acontecimiento lo ha impulsado poco antes a escribir el largo poema Ante un cadáver, que sus amigos reconocen como una obra maestra y cuyos primeros tercetos se escuchan en off en una escena en la que se ve al joven escritor caminar, atribulado, por un cementerio:

¡Y bien!, aquí estás ya... sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.

Aquí donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.

Aquí donde derrama sus fulgores
este astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.

Que el sensible Acuña se entristezca y llore por la muerte de su padre o por el despecho sufrido con su amada resulta coherente con el resto de los rasgos del romántico personaje; es más extraño, sin embargo, que su sirviente Nemesio llore desconsoladamente por la muerte del presidente Benito Juárez. De cualquier modo, en esta representación de la fragilidad de los hombres asoma una perspectiva femenina, la de la directora, que también se muestra, por ejemplo, en la elección de los elegantes y muy bellos atuendos que utilizan las mujeres, como los amplios vestidos con holanes y festones que porta Rosario en las tertulias o como el rebozo utilizado por Soledad en un festejo popular. Para la recreación de la época resultan adecuados los espacios urbanos de la capital que han sobrevivido como casas señoriales, vecindades, la Escuela Nacional Preparatoria y el antiguo Palacio de la Inquisición donde estaba la Escuela de Medicina, mientras que el reparto, en el que sobresalen Ofelia Medina como Rosario, Simón Guevara como Acuña y Patricia Reyes Espíndola como Soledad, ofrece un fiel registro de los tipos sociales del México decimonónico.

Las últimas escenas de la película se ubican en diciembre de 1873, luego de que Acuña, incapaz de soportar el rechazo de la mujer a la que ama y tal vez también el ridículo que ha hecho al perseguir una fantasía con tanta obcecación, se ha suicidado bebiendo cianuro en su precario cuarto de estudiante. La representación del personaje de Rosario también se interrumpe aquí, y aunque su figura ha aparecido con tanta frecuencia como la de Acuña, los rasgos que la caracterizan se resumen en un fascinante objeto de deseo –con los atributos de belleza, inteligencia, coquetería y, por ser soltera, una permanente disponibilidad– alrededor del cual no dejan de revolotear los hombres. Sin embargo, la verdadera Rosario de la Peña vivió todavía unos cuarenta años más, y es una lástima que Matilde Landeta no matizara esa reducida imagen en un epílogo donde se refiriera al último largo periodo de su vida.

En el excelente ensayo biográfico Rosario la de Acuña, publicado por Carmen Toscano en 1948, nos enteramos de que Manuel M. Flores rehusó casarse con Rosario –a pesar de que estaba dispuesta a hacerlo– porque él tenía una enfermedad “vergonzosa”, y que ella lo acompañó solidariamente como amiga en su decadencia física hasta que murió, pobre, ciego y atacado por la hidropesía; también nos enteramos de que Rosario despertó después la pasión de otros dos poetas, el cubano José Martí y el mexicano Luis G. Urbina, quienes como sus demás enamorados previos le dedicaron encendidas composiciones, y por último nos enteramos de que su vida se alargó discreta y dignamente hasta que murió de pulmonía en agosto de 1924, a los 77 años de edad. Parece una ironía que esta mujer que encarnó el ideal femenino de una época no se casara ni, de manera más amplia, sostuviera relaciones amorosas plenas de manera prolongada. Como sugiere Toscano, al alimentar la imaginación de los poetas, al convertirse en “albergue espiritual para aquellas soledades”, hizo “un sacrificio de sí misma”.

En el campo de la literatura Carmen Toscano publicó, entre otros libros, los poemarios Trazos incompletos (1934) e Inalcanzable y mía (1936). En 1941 fundó la revista literaria Rueca, orientada a la publicación de textos de mujeres y que se publicó durante once años. También participó en el campo del cine, como realizadora de la importante cinta Memorias de un mexicano (1950), en la que un guión ficticio narrado en off da pie a la aparición de numerosas escenas documentales del México de los primeros treinta años del siglo XX filmadas y compiladas por su padre, el cineasta Salvador Toscano. De acuerdo con información obtenida por Julianne Burton, autora del libro Matilde Landeta, hija de la Revolución (Conaculta, 2002), Carmen Toscano contó con la asesoría de la autora de Nocturno a Rosario para editar esa cinta. La colaboración resulta natural, lógica, no sólo por las afinidades electivas de estas notables mujeres, sino también porque fueron estrictamente contemporáneas: las dos nacieron en 1910.





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