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portada-oficio-poeta-miguel-hernandez.jpg El oficio de poeta. Miguel Hernández
Eutimio Martín
Aguilar
Madrid, 2010

 
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No. 44 / Noviembre 2011


 

Fragmentos


Páginas 18 a 19


Todo biógrafo de Miguel Hernández, es obvio, ha de trazar su trayectoria humana y literaria, pero tanto en uno como en otro recorrido ha de salvar difíciles obstáculos que, para empezar, le ha tendido el propio poeta.

Se impone, de entrada, deshacer el tópico primero y más enraizado que le ha sido suministrado por el mismo Hernández, con su machacona insistencia en una acentuada miseria familiar y personal.

El apelativo de pastor-poeta o poeta-pastor, tan caracterizador por socorrido, fue una especie de imagen de marca que se inventó él para no pasar desapercibido. Disfrazado de pastor consiguió granjearse la protección de Neruda y Aleixandre, entre otros, y despertar el interés de los contertulios de la refinada tertulia aristocrática e intelectual del diplomático chileno Carlos Morla Lynch. Hasta la Guerra Civil, cuando ya se ha consagrado poeta de la revolución, no deshará el útil malentendido reconociendo que fue pastor, en efecto, pero de las cabras de su padre. Don Miguel gozaba de una situación económica que, sin duda, podía calificarse de acomodada. No dejaba incluso de ejercer sobre sus paisanos una cierta influencia caciquil.

Miguel Hernández ennegrecía, cuando le convenía, una situación ya de por sí deplorable. Sufrió, ¿qué duda cabe?, unas condiciones carcelarias inhumanas. No dudó, sin embargo, en escribir, el 4 de abril de 1941, a su benefactor Carlos Rodríguez Spiteri desde el penal de Ocaña: «Que no me pase lo que me pasó en Palencia. Hube de salir enfermo y con una hemorragia muy grande». A este respecto, hemos tenido la posibilidad de recoger el testimonio de Melquesidez Rodríguez Chaos, que no se separó de Miguel Hernández durante el traslado de la cárcel de Madrid a la de Palencia, donde compartió la misma celda a lo largo de toda su estancia allí. Rodríguez Chaos acompañó incluso a Hernández hasta el rastrillo de salida cuando éste último fue trasladado de Palencia a Ocaña. Al referirle el accidente en cuestión, nos manifestó: «Éramos diez en la celda y un accidente así no podía pasar desapercibido. Dada la promiscuidad, alguien lo hubiera presenciado y lo hubiera referido a los demás. En todo caso, yo que lo acompañé hasta el rastrillo puedo asegurar que no salió de la cárcel de Palencia visiblemente enfermo». Es evidente, por otra parte, que la Guardia Civil no se hubiera encargado del traslado de un preso en esas condiciones.




Página 648


LUIS ALMARCHA, RESPONSABLE PERO NO CULPABLE

Miguel Hernández fue víctima de un particular encarnizamiento. ¿Fue accidental la desaparición en el sumario del informe positivo de José María de Cossío? ¿Cómo es posible que con tantas intervenciones a su favor, a nivel nacional e internacional, con el apoyo, sobre todo, de jerarcas falangistas, no llegase el poeta a beneficiarse ni siquiera de la legislación carcelaria vigente? ¿Cómo se explica la negativa a permitirle el acceso al sanatorio antituberculoso reglamentario? Y sobre todo, ¿qué hacía el canónigo Luis Almarcha en favor de Miguel, aparte de encomendarle a la atención de su poco recomendable colega en Cristo, el jesuita padre Vendrell? En cuanto consiliario nacional de Sindicatos y en vísperas de ser designado, directamente por Franco, procurador en Cortes, Almarcha tenía poder no ya para pedir sino para mandar o exigir que Miguel Hernández fuera trasladado a un sanatorio penitenciario antituberculoso.



Página 654

La responsabilidad del asesinato, por omisión, de Miguel Hernández, no le concierne a Luis Almarcha más que en la medida en que obedece a un sistema de ideología totalitaria liberticida. Pero, para ser justos y eficaces, los tiros han de apuntar al sistema mismo sin perder el tiempo equivocándose de diana. O limitándose a incriminar un chivo expiatorio.

La criminal represión franquista tuvo un sostén inapreciable en el católico culto al dolor como elemento positivo de redención. En la apología del dolor practicada por la Iglesia católica, lo siniestro no está reñido con lo grotesco.




Páginas 656 a 657

Capellán hubo en las prisiones franquistas que llegó a poner de relieve la suerte que tenían los condenados a muerte sabiendo a ciencia cierta cuándo iban a comparecer ante Dios y tener así garantizada la salvación de su alma, puesto que podían prepararse para el Juicio Final. Tan siniestra necedad no dejó de contagiar a los propios directores de prisión, haciéndoles trepar a la cumbre de la estolidez. Este fue el caso de don Amancio Tomé, director de la cárcel de Porlier, antesala del pelotón de ejecución. El republicano Régulo Martínez, uno de los huéspedes de don Amancio, nos refiere una anécdota que retrata de cuerpo entero a esta autoridad carcelaria.

Resulta que recibió un día en su despacho la visita de la esposa de un detenido que había conseguido un permiso especial para comunicar con su marido, del que no había recibido correspondencia desde hacía demasiado tiempo. Don Amando, tras consultar el fichero de los presos tranquiliza a la visitante: «Esté usted tranquila, señora, que su marido está muy bien atendido y en su propia cama en la enfermería». Pero el secretario informa discretamente a su jefe que el detenido en cuestión falleció la víspera por la noche. Y el señor Tomé, impertérrito: «Enhorabuena, señora, ya que su marido está en los cielos»

No se impone en absoluto el proceso de Luis Almarcha. Antes de someterle a juicio, habría que sentar en el banquillo de los acusados a la Iglesia católica, de la que dependía y a cuyos preceptos debía atenerse.

Y en último término ¿por qué iba el canónigo Almarcha a intervenir a favor de Miguel Hernández? Le había dispensado su ayuda, por considerar que podría poner con eficacia sus dotes poéticas al servicio del nacionalcatolicismo. ¿Cómo iba a evitarle el justo castigo que le había acarreado la traición que suponía haber pasado de «viento de Dios» a «viento del pueblo»? Cuando replicó a Miguel Abad Miró «yo no puedo hacer nada», manifestaba una absoluta sinceridad y la total entrega a su ministerio.

La Iglesia católica, triunfante en la Guerra Civil, fue, a su vez, consecuente con su trayectoria histórica: arrinconó a Miguel Hernández entre la cruz y la pared. Y en este caso preciso, el Tribunal del Santo Oficio no podía por menos de dictar sentencia de muerte que, por definición, el brazo secular debía ejecutar directa o indirectamente.



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