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portada-lado-justo-villarreal.jpg En el lado justo
Rosa María Villarreal
Universidad Autónoma de Nuevo León/
Ediciones Sin Nombre,
México, 2010.

Por Ana Fuentes
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No. 44 / Noviembre 2011

 
En 1862, Emily Dickinson escribía una pregunta que con la luz que nos han dado los años sobre su persona, ahora sabemos que correspondía más a un ruego que a una interrogante. “Señor Higginson: ¿está usted demasiado ocupado? ¿Podría hacerse un momento para decirme si mis poemas tienen vida?".

Los poemas de Rosa María Villarreal son fruto de una vena única que no comparte con otros géneros que cultiva. Al leer este libro somos parte de su aventura poética y de su urgencia por hacer palabra sus hallazgos más íntimos, como decía Joyce Carol Oates, “Escribo para descubrir lo que sé”.

En este libro descubre lo que ella sabe de sí, y lo de los otros, y lo exalta con la misma contundencia con que afirmaba en su poemario anterior Primera persona del singular, cito: “Soy Rosa, y tengo espinas y miento.”

Dice John Ashbery que la belleza de la poesía está en su falta de sentido práctico, la poesía de Rosa María no tiene otra pretensión más que la de ser poesía. No nos quiere convencer de nada y, tal vez porque esta postura es desgarradoramente obvia, nos convence de todo. Nos convence de que es poesía porque entramos a un territorio que jala, que succiona, que nos va internando sin alertas en su propia cronometría interior, desdeñosa de pactos con el tiempo, donde su mirada se agudiza a medida que nos adentra, y forja la palabra como un artesano que moldea y talla su materia prima hasta llegar a una especie de yoga de la voz, exaltada por la llama, pero también por la ceniza de las letras que ella ama, y que la intimidaban, porque sentía que todo ya estaba dicho maravillosamente por otros autores.

Concuerdo: “Nada está escrito en los libros sagrados/ que sea totalmente verdadero. /A Dios me lo han impuesto no como una luz,/ sino como un fantasma que apachurra mi cabeza día y noche. /La fe no me alcanza para atreverme a cruzar descalza/ un campo de espinas, o para dejarme restregar vidrios/ en la espalda. Sólo los fieles sacrifican sus ojos porque/ son ciegos… He faltado a casi todos los mandamientos. Mea maxima culpa.// No podré pedir perdón antes de irme. La muerte/ no da tiempo.// Sólo espero no estar sola cuando alguien me arroje una piedra.”

Villarreal es una testigo aguda de imágenes íntimas como la carne, la sangre, la ausencia, la soledad, el miedo y la edad, con las que logra articular tensión y pathos, y ofrecer líneas como ésta: “El sol, en un descargo de furia, le arrebató / la seda de su piel y la obligó a marcarse con /ceniza y cal todo su rostro.”

Al territorio del lado justo también llega el crepúsculo, Villarreal se siente plena y desde ese lado, el de la plenitud, escribe acerca de los otros y de las circunstancias de las que es testigo, “el crepúsculo del cerebro” del que hablaba Emily Dickinson, y que también es nuestro.

Un movimiento de luz casi imperceptible, como los movimientos a grandes profundidades de la tierra que, con los años, separan continentes. El sismógrafo de su poesía capta estas sutilezas. Inmensos sismos en los sustratos glaciales y salinos ocultos a nuestra articulación verbal ordinaria.

La poesía de Villarreal es un hilo de palabras-hielo, palabras-sangre, palabras-espejo que ha ido tejiendo, con puntadas precisas y fuertes, a prueba de sal y cal, como los nudos náuticos. Y se ha extendido hasta convertirse en manto que arropa. Manto de palabras vivas.

 



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