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portadalasnadas.jpg Las nadas y las noches
María Auxiliadora Álvarez
Candaya,
Barcelona, 2009.

Por Pablo Fidalgo
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No. 44 / Noviembre 2011

 
Nacida en Venezuela en el año 1956, la obra poética de María Auxiliadora Álvarez se da a conocer en España primero a través de la antología Diez de ultramar, de Ramón Cote, que publicara Visor, y después, por los poemas recogidos en Las ínsulas extrañas. Las nadas y las noches reúne casi toda la obra poética de Álvarez, incluyendo varios libros inéditos, y tiene un prólogo excepcional de Julio Ortega. Los libros centrales de Álvarez son Cuerpo, de 1985, y Ca(z)a, de 1990. Estos dos libros son un parto, un nacimiento a la palabra y la poesía, escritos en estado de gracia, con toda la libertad del mundo, pura respiración, puro llanto. Esta primera poesía de Álvarez es una experiencia extrema del cuerpo, de las relaciones familiares, donde se presenta la violencia de todo intento de relación real con el mundo y con las cosas. En esos libros dejaba que las presencias llegaran, se manifestaran, abría un silencio para la aparición, para la revelación, para lo sagrado. Es una violencia lo que se intenta nombrar en esos libros, una palabra quebrada, que ya sólo es válida por sus fracturas.

Nombrar algo es nombrar esa fractura.

Esa violencia de la propia vida también es proyectada sobre un paisaje que nos lleva a pensar en los años 80 en América Latina, en el final de las dictaduras, donde una promesa de futuro se abre, pero donde la carga de muertes es insoportable. En esta poesía pesa la historia familiar, pesan los pájaros culpables y las tormentas devastadoras del trópico, se dibuja un paisaje histórico que a la vez es íntimo. Hay que ser valiente para reconocer esa violencia del mundo en la propia vida, ver que los sistemas de poder se reproducen en la propia intimidad, porque en ese cuerpo materno no se gesta sólo una vida, sino el porvenir de una generación o de un continente. La capacidad de asumir un nosotros en ese nacimiento es responsabilidad de la madre, que al ver al hijo es capaz de ver el tiempo, su historia, su condena.

La lección de los primeros libros es que el dolor es lo único que se transforma en ganas de vida, en ganas de cambio. Por eso esta es una poesía del enfrentamiento entre padres e hijos, un intento de construir una genealogía de la destrucción (de los pequeños gestos diarios de destrucción), para llegar a una calma, para llegar juntos a algún sitio, a otra comunidad o familia posible. Vivir supone ese enfrentarse, ese no saber qué puede pasar, esa escucha absoluta del paisaje y de los otros. No siempre es fácil leyendo a una poeta saber cómo son sus días, cómo es realmente para él el tiempo. Sucede con Idea Vilariño o con Alejandra Pizarnik, y también con Álvarez, donde la espera, la decepción y el tiempo dilatado se vuelven reales en cada verso. En esa línea de la poesía latinoamericana escrita por mujeres se inscribe Álvarez, también con Blanca Varela o Ana Cristina César. Testigos de una realidad en constante cambio, donde ya no se sabe qué es lo que ocurre dentro de uno y lo que ocurre fuera, donde se asume la herida incurable de la poesía como una única respuesta a esos hechos que siempre se precipitan y que impiden la transformación controlada de las cosas.

Desde estos primeros libros hay una búsqueda del espacio y del blanco de la página, del libro como espacio plástico, en la línea de Mallarmé, pero también de Guillevic, Andre Du Bouchet o Bernard Noël. Esto está en relación con su actividad como artista y como traductora. En su aspiración de esencialidad, de entrar directamente en la materia, también se acerca a la poesía portuguesa, empezando por los poetas que ha traducido, como Eugenio de Andrade o Herberto Helder. Si bien en sus primeros libros se refleja lo excesivo de la pureza (Helder), en esa depuración intenta alcanzar un lugar desde el que hablar y volver a construirse. Si bien en la segunda etapa de su poesía, cuando la poeta se traslada a Estados Unidos a raíz de la muerte de su padre, hay poemas increíbles, empezado por Pompeya, La casa de mi madre, o Contemplación, casi siempre son poemas que vuelven a esa palabra herida de sus primeros libros. Si hay una violencia en esta poesía, es la de esa decisión de cambiar de idioma, esa opción tan clara por vivir. ¿Acaso no había continuación posible de esa experiencia extrema del lenguaje? ¿Por qué decidir buscar la explicación? Es extraño que quien nombraba a los mamíferos diarios muertos en la cocina pueda hablar de los pájaros con normalidad. ¿Dónde se abandona esa lengua ya sembrada? ¿Qué fue de esa violencia?

Me pregunto si ésa es la clave de esta poesía, la demostración de que es posible abandonar un lenguaje creado, que es posible borrar las presencias, que quizá eso es lo único que se puede hacer. Detenerse en plena caída, no cumplir la promesa de entregarse. A la niña que intenta volver al útero en el poema 12 de Cuerpo, Álvarez responde con el vuelo, acaso la única salida para afrontar la violencia que supone dar la vida. Así inventa un paisaje aéreo, nuevo, pero que no puede olvidar con qué sangre está hecho. Anne Michaels escribe en La cripta de invierno: "Fabricábamos pintura con los huesos de los animales que pintábamos. Ninguna imagen olvida este origen".

Imaginamos con esta poesía una madre inmensa dispuesta a confesar, a decir la verdad, a enfrentarse a su propia idea de la madre, de la casa y la familia. Esa lucha contra el exceso de lucidez, de presencia y de amor. ¿Qué hacer si para ti la vida era lo anterior? Esa madre arrasada por el hijo entiende que esa destrucción no es posible, que dar la vida es sólo el comienzo, que tiene que enseñar un mundo, que debe sobreponerse. Y eso es lo que hacen estos poemas, sobreponerse para educar. ¿Cómo no sentir la culpa de haber huido del precipicio, y de esa violencia? Esa culpa es necesaria para poder ver la belleza. ¿Una madre puede enseñar el mundo, puede tomar otra decisión que la de dar la vida sin pedir nada a cambio? ¿Cuál es la idea conservadora y cuál la revolucionaria?

En ese intento por hacer del cuerpo una política y una resistencia está la respuesta a todo esto. No se habita en ningún sitio más que en la vida que se entrega; sólo se habita lo que se mueve, lo que circula. Todo intento de parar es para un cuerpo auténtico una pérdida de tiempo.

En estos poemas se ve que la unión entre madre e hijo es innegociable e innombrable y que no se puede comparar a nada. Existe un viaje, pero al final vemos que en el fin está el comienzo. Vemos a la madre y el hijo alejarse por su propia historia de amor, solos, en el fin del mundo, como si fuera una escena de McCarthy en La carretera.
 






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