Marginalidad y exilio:
conversación con Tomás Segovia



Por José Ramón Ripoll

Nacido en Valencia, en 1927 y fallecido en la Ciudad de México el 7 de noviembre de 2011, Tomás Segovia no fue considerado un poeta perteneciente al elenco de la literatura peninsular hasta ya comenzada la transición democrática española, cuando éste comienza el retorno a su país de origen tras la muerte de Franco. Hasta entonces su nombre ha estado asociado a la mejor literatura mexicana de la segunda mitad del pasado siglo. México ha sido siempre su casa mayor, la tierra de acogida después de una sinuosa peregrinación con su familia a raíz de la guerra civil. Pero, a pesar de haber vivido en primera persona el drama de los refugiados españoles y adoptar una propia actitud marginal como consecuencia de esa experiencia, supo asimilar costumbres, lecturas, influencias y paisajes humanos ofrecidos por los diversos espacios donde transcurrió su largo destierro. Su voz rebelde y crítica se hace oír hoy en la distancia de ese exilio injustificable –ya superado por la muerte–, a la vez que señala, con la objetividad otorgada por el tiempo pretérito, las contradicciones ideológicas que todo grupo endogámico y confinado genera.

Su condición de escritor fronterizo ha provocado una obra que vuela por encima de identidades y estéticas territoriales, en la que se cruzan con naturalidad los legados de San Juan de la Cruz, Rimbaud, Rilke u Octavio Paz. El exilio, pues, enriqueció su estilo y pensamiento poéticos, le otorgó la extraña y difícil noción del desapego  y la oportunidad de conocer de cerca no solo a los grandes protagonistas de las letras iberoamericanas, sino a un bastión fundamental de la transterrada poesía española. Por otra parte, este desarraigo permanente ha dado paradójicamente como resultado una obra amable e integradora, en el mejor sentido juanramoniano del término, de la que se desprende cierto anhelo de conexión con la tierra, por medio de la palabra y el amor. A lo largo de esta entrevista tratamos de trazar un recorrido por algunos de los episodios vitales del poeta, así como de sus principales pulsiones, con el telón de fondo del permanente exilio y ya con el reconocimiento por parte de ambas orillas, expresado tanto por sus lectores como por destacados premios a su obra literaria, entre los que destacan Octavio Paz, el Juan Rulfo o el Federico García Lorca.

La conversación tuvo lugar en dos tramos distintos: uno, en Jerez de la Frontera, provincia de Cádiz, durante la mañana del 15 de mayo de 2008, después de una lectura poética que el autor ofreció a sus seguidores andaluces, y el otro en su domicilio madrileño, en febrero del año siguiente. El resultado de esta charla fue publicada en el número 12 de Campo de Agramante, revista oficial de la Fundación Caballero Bonald, correspondiente a la temporada otoño-invierno de 2009. Tras la muerte reciente de nuestro querido poeta, valga este testimonio como sincero tributo a su memoria.

Aunque tu obra y tu propia existencia se justifican por encima de cualquier circunstancia, la idea del exilio planea sobre ambos como argumento, escenario y vivencia personal. ¿Hasta qué punto puede decirse que eres producto o hijo del destierro?

Yo me considero más hijo de exiliado que desterrado por mi causa,  exactamente un niño del exilio. Mi generación está formada por gente que nació en España y salió de niño porque lo llevaron. Un exiliado adulto se supone que tiene unas raíces y se la arrancan, pero el niño no las tiene, y en cierto sentido, las raíces de ese niño son más fuertes y poderosas que las del adulto, pero en cambio son ubicuas. Mi experiencia personal es distinta. Comprendo a aquellos que vivieron profundamente el exilio de sus padres, pero yo no lo viví así. Yo viví el mío propio echando raíces por todas las ciudades en las que viví, porque un niño no vive el drama como el adulto. Un adulto tiene en sus recuerdos en otro lado y pertenece a otro lugar, pero el niño vive el mundo que le rodea, su tiempo no tiene alternativa, acepta como natural la lengua que aprende, las costumbres que le enseñan o la religión en la que le adiestran, el niño no tiene crítica y por eso la infancia es el paraíso, no hurga en las tripas de las cosas. El drama es que el niño es más brutalizado en el exilio que el adulto, le hacen sentir extranjero de una manera más agresiva e injusta, le hacen sentir extraño y diferente a pesar de que está ahí, jugando con los otros niños, como si perteneciera a otro lugar. La no pertenencia la vive el niño como una violencia extrema a su naturaleza.

Según algunas de tus reflexiones, declaraciones públicas y escritos, el exilio es algo parecido a una ciudadanía sin derechos. ¿Puede contribuir esta sensación al excesivo apego a lo que se abandona?

No sé si el término es el de ciudadanía, porque implicaría una cuestión jurídica, pero desde luego existe un sentimiento de no pertenencia al territorio de destino que conlleva la pertenencia continua al lugar de origen. A mí me parece peligroso, o por lo menos ambiguo. Hay una frase de Bergamín muy acertada y bien construida: “La búsqueda de las raíces es una manera muy soterrada de andarse por las ramas.” Yo creo que siempre hay que tener mucho cuidado con lo que se busca, porque hemos visto tantas veces cómo todo esto acaba en matanzas… Pero sí hay un sentimiento de pertenencia. En mis elucubraciones he tratado de diferenciar entre lealtad e identidad. Creo que esta último es una dependencia de tipo paranoico. La identidad es una alucinación que puede ser agresiva. La lealtad, sin embargo, es un sentimiento positivo, con la fortuna de que está ligada a un territorio perdido. Los exiliados españoles eran leales a algo que ya no existía. El exilio es un camino al no retorno. Volver a la tierra original es siempre decepcionante. No hay vuelta posible. Eso tiene su lado positivo. Simplificando un poco, tendríamos que mirarnos en la historia de los judíos: un pueblo sin nación y coherente con sus tradiciones, parte importante de la humanidad, pero sin territorio, como los gitanos. El nacionalismo occidental no pudo tolerarlos y les delimitaron una nación en el mapa, y ya hemos visto el resultado, ya hemos podido observar en qué se convierte una víctima, cómo se comportan determinados judíos cuando tienen un arma en la mano. La ventaja de los exilados españoles es que no teníamos ni nación, ni teníamos un arma, menos mal, porque como cualquier hijo de vecino, si nos hubieran dado un fusil, me hubiese temido lo peor. 

Sin embargo, en uno de tus poemas hablas de la tierra a la que pertenecemos a pesar de todos los agravios.

Como debe ser. Además, eso no lo aprendí de ningún español, sino de Hölderlin. Pronto participé del significado que la palabra “tierra” tenía para el poeta alemán. En un poema mío aparece la tierra, “para siempre en mi boca” con el gusto amargo de su amor. Porque sí tengo amor al exilio y a mi condición de poeta exiliado del consenso. Le tengo un amor amargo que vuela como una llama

Te refieres a Canción respirable, un poema clave de uno de tus libros más significativos y menos conocido en España, Anagnórisis, publicado en 1982, donde hay un verso que dice “exilio, agrio deber, te quemo tu mentira…”

Sí, efectivamente es un poema vertebral porque justamente está escrito en una época en la que yo empezaba a tener clara la conciencia de todo esto. En ese poema el exilio está utilizado de un modo ambiguo. No me refiero sólo al exilio español, sino a esa condición general de ciertos hombres, del poeta fuera de su tierra. Esa idea de que el poeta es un exiliado la debemos creer hasta cierto punto. Uno se exilia al renunciar a ciertas participaciones, y no me refiero al poeta con mayúsculas, sino a una persona como yo, que decide en su adolescencia no vivir como la mayoría y buscar un personal sentido de la vida. Entonces, cuando yo digo “Exilio agrio de ver”, me refiero a que yo sentía que el exilio para los españoles se estaba convirtiendo en un “agrio de ver”. Ya no era lealtad, sino ideología. Había una mirada vigilante que constantemente te señalaba la conducta y el camino que debías tomar, una especie de Big Brother que te controlaba y no te dejaba vivir, y yo quería sentir el amor y la juventud, hacer una vida sin tener que dar cuentas a mi grupo, sino a la humanidad. En esa misma Canción respirable hay una metáfora que dice: “Todo un día he comido el aire”, en donde la inspiración era, de veras, pulmonar. Es una vuelta a la naturalidad, a ensanchar, a respirar, a la materialidad de lo real. Ahí hablo de la acritud del exilio, pero a continuación escribo: “te quemo tu mentira/ con estos ojos que escaparon al imperio.” Hay una mentira en esos exilios y una mirada suficientemente liberada que traspasa esa mentira y la quema, y debajo aparece la tierra, que durante mucho tiempo fue mi motivo principal. Cuando digo “mi tierra” no quiero decir España, sino que me refiero al planeta, al hábitat del hombre.

Más que en accidente, el exilio llega a convertirse en un estado vital que marca para siempre la condición de quien lo padece. ¿Cuándo comenzaste a sentir el desarraigo que conlleva dicha condición?

Yo he sido exiliado de nacimiento. En cierto modo nací exiliado. Fui hijo de padres que vivían en otros lugares, aunque no tenga memoria de eso. Pero en tiempos de mis padres biológicos, los nacionalismos y regionalismos no eran tan envenenados e irracionales como ocurre ahora. Algo turbio ya se palpaba y mis padres se debieron sentir un poco extranjeros en Valencia. Yo llegué a Madrid a los dos años, y en el colegio algunos niños me llamaban pataqueta, que era un panecillo típico valenciano. Así, que desde muy pequeño sentí que venía de otro lugar, a pesar de estar totalmente adaptado. Sin embargo, porque sabían que yo había nacido en Valencia, me atacaban por ahí. Fíjate qué cosas: esa maldad del localismo. Las raíces son venenosas, no sólo la de la mandrágora. Después, durante la guerra civil, las mujeres y los niños de la familia pasamos una temporada en Valencia para huir de los bombardeos, y allí a los niños autóctonos nos llamaban extranjeros y nos tiraban piedras. Y eso sucedía en la zona republicana durante la guerra civil, con el verdadero enemigo enfrente, y peleándonos los unos con los otros por estas sandeces.

¿Por qué te trasladan a Madrid a los dos años de edad?

Porque murió mi padre, mi padre biológico y oficial. Se puso grave en Valencia con una peritonitis y se lo llevaron a Madrid con la intención de operarlo la misma noche de su llegada, porque su hermano mayor ejercía allí como cirujano. Llamó a su maestro, que era un médico muy famoso, para que dirigiera la operación, pero éste, que estaba bastante ocupado, decidió esperar hasta la mañana siguiente, y en esa madrugada se murió.

Cambiaste de lugar de residencia y te integraste en una familia nada convencional como preludio de un agitado periplo vital...

Yo me crié en la familia de mi tío, que llamé padre desde entonces, y hermanos a mis primos. No es que los haya llamado solamente, es que son mis hermanos y mi padre, mi familia de verdad. Éramos cinco niños de tres padres diferentes, pero no había ninguna madre, solamente una abuela. Mi madre murió dos años después que mi padre, en 1931. Hace poco tiempo localicé su tumba en Alicante. Murió unos días antes de proclamarse la República en un hospital alicantino. Yo en ese momento estaba ya en Madrid, integrado en la nueva familia paterna, y ella enfermó de tuberculosis. A mis otros hermanos los había abandonado su madre, y la más pequeña, que era hija de una hermana de mi padre, se quedó con nosotros porque la madre había muerto durante el parto.

La guerra civil española os empuja ya, desde muy pronto, al destierro ¿Cómo fueron los primeros pasos?

Con esa familia salimos, primero los niños, a excepción de la más pequeña, que tenía un año. Nos llevaron a una guardería de París. Cuando ya se veía venir el final de la guerra, mi padre mandó a mi abuela a sacarnos de allí, y nos fuimos a esperar acontecimientos al Rosellón, cerca de la frontera, pero en el lado francés. Por aquel tiempo todo el mundo estaba esperando el estallido de la segunda guerra mundial y se creía que iba a ocurrir antes de que terminara la guerra de España. Veíamos pasar a parte de los exiliados que cruzaron a pie las montañas en febrero de 1939. Un tío se escapó de Argelès sur Mer con otros amigos del campo de concentración y lo escondimos en el desván. Mi padre había salido por otro lado y se instaló en Casablanca, Desde allí le arregló los papeles a mi tío y, una vez regularizada su situación, salimos todos para Marruecos con objeto de reunirnos con mi padre. 

¿Por qué Casablanca?

Mi padre adoptivo era teniente coronel de Sanidad durante la guerra, aunque profesionalmente ejercía como cirujano de la Plaza de Toros de las Ventas. Era muy famoso, y socialista de toda la vida, como mi abuelo, Jacinto Segovia, y del que se decía en mi familia que tenía el carné número dos del PSOE, porque era fundador y muy amigo de Pablo Iglesias. Mi padre, con otros colegas médicos estaba montando un hospital militar en Tánger encomendado por la República. En esa época Tánger estaba administrada por Francia, Inglaterra y España, pero a los pocos días de acabar la guerra, las dos primeras naciones reconocieron a Franco como jefe de estado, y todos aquellos médicos republicanos tuvieron que huir precipitadamente a Casablanca. Mi padre sabía que nosotros estábamos en un pueblecito de Francia, que teníamos escondido a su hermano Cándido. Así que cuando nos arregló todos los papeles, nos fuimos a reunir con él.

¿No fue Casablanca un territorio amable en tu infancia después de toda la agitación que sufristeis en territorio francés?

Si tenemos en cuenta lo que dijo Max Aub, que la verdadera patria es donde uno ha estudiado el bachillerato y donde uno se ha enamorado por primera vez, la mía sería Casablanca, porque allí comencé el bachillerato francés y también me enamoré a los doce años, pero pasamos mucha hambre. Mi padre se fue a México a abrirse camino, y nos quedamos allí con mi tío y su novia marroquí, con la que al poco tiempo se casaría. Allí estuvimos más de un año, porque aunque mi padre ya había conseguido el dinero para nuestros pasajes, no había barcos que pudiera trasladarnos a América, debido a la guerra mundial. De manera que mi tío, que era un inmigrante y no encontraba trabajo, tuvo que hacerse responsable de todos sus sobrinos durante un año. Se pasaba todo el tiempo haciendo colas en las agencias de viajes para comprar los billetes, hasta que por fin nos embarcamos con rumbo a México.

Cruzar el Atlántico en aquellas circunstancias no sería nada fácil…

Figúrate. Cuando llegamos al muelle nos encontramos con un pequeño barco de carga que ya había sido puesto fuera de servicio y lo volvieron a dar de alta, porque entonces sacar gente de Europa para América era un gran negocio. Los oficiales alquilaban sus camarotes a los pasajeros y ellos dormían en el cuarto de máquinas. Era un puro negocio. Fue terrible. Viajábamos todos los hermanos, mi tío con su mujer y la niña recién nacida. Era un barco estadounidense, con una gran bandera americana pintada sobre la cubierta para evitar los bombardeos, porque Estados Unidos aún no había entrado en guerra, pero todo el mundo sabía que cuando Hitler decidiera atacar no iba a avisarnos previamente, sino que nos lanzaría directamente un torpedo. Entonces el barco navegaba evitando los campos de submarinos, tardando más de un mes en llegar. Bajamos, cruzamos la línea del ecuador, pasamos al Hemisferio Sur, subimos al Ártico y atracamos en Nueva York. Allí nos mandaron a Elis Island, la isla de los emigrantes que ahora es museo, y los niños estábamos encantados porque nos daban unos vasos de leche grandísimos, unas manzanas brillantes, y nosotros llegábamos hambrientos. Durante la espera del barco que nos habría de trasladar a México, permanecimos en aquella cárcel, porque era una cárcel a pesar de sus grandes espacios y comida. De todas formas nos autorizaron a salir, pero al no tener un centavo, ni hablar una palabra de inglés, mi tío decidió que nos quedáramos allí, calentitos y bebiendo leche maravillosa.

¿Se acabaron entonces las penalidades del viaje?

Eso creíamos hasta que llegó un barco que hacía el servicio Nueva York - La Habana - Veracruz, que normalmente transportaba inmigrantes, sobre todo chinos a Cuba. Era un barco grande y elegante que tenía tres clases y una tercera de inmigrantes en la parte de abajo. El barco iba totalmente vacío por el miedo a la inminente declaración de guerra, y nosotros íbamos en tercera de inmigrantes, que consistía en dos camarotes inmensos, uno para mujeres y otro para hombres, con literas por todas partes y un solo cuarto de aseo. Mi pobre tía, con una niña de dos meses, tenía que lavar los pañales en un lavabito estrecho y pequeño. Hicimos escala en La Habana pero no nos dejaron bajar del barco, pues era la época de Batista y se suponía que éramos rojos peligrosos y muertos de hambre, hasta que por fin llegamos a Veracruz, donde nos esperaba mi padre.

Se supone que una vez ya en México todo se aposentó ¿Hasta qué punto vuestras familias y vosotros, los niños del exilio, os sentíais partícipes del país de acogida, sus costumbres y su sociedad?

El mundo del exilio era un mundo aparte. Al principio creíamos que aquello no podía durar mucho. Todo el que tenía un poco de criterio sabía que Hitler perdería pronto la guerra. Los exiliados estábamos seguros de que volveríamos enseguida. Al terminar la guerra caería Franco y, por tanto, todo retornaría a su lugar. Vivíamos muy encerrados en nuestro mundo. Mi pasión entonces era el fútbol. Los hijos de los refugiados nos concentrábamos más jugando al fútbol. Esa pasión deportiva era una manera de estar juntos, de fomentar una endogamia. Jugábamos entre los equipos de los diferentes colegios españoles, nunca contra los mexicanos. Y en los parques y barrios, como vivíamos en colonias concentradas, siempre acabábamos haciendo una peña española.

Todo parece justificable al vivir en un estado de provisionalidad, con la esperanza colectiva en el retorno rápido, ¿hubo problemas de aceptación por parte de los mexicanos?

Nos trataban con desprecio, porque éramos “refugachos”, que así nos llamaban. Ese es uno de los motivos para que la gente de mi generación conserve el acento español. Empezar a hablar con la entonación mexicana era una cobardía, una manera de rehuir el rechazo, y por tanto estaba mal visto entre nosotros. Había algunos chicos que adoptaban los modismos y las maneras de hablar mexicanas, y nosotros enseguida decíamos: ese es un convenenciero, es decir, uno que no tenía valor para mantenerse en su sitio aunque lo trataran mal. Sin embargo, cuando yo me di cuenta de la inutilidad de ese orgullo, ya era demasiado tarde como para cambiar mi dicción. La gente concienciada, el gobierno que era de izquierda y revolucionario, los sindicatos y el ámbito de la cultura sí que nos respetaban, pero los chicos evitábamos que nos oyeran hablar cuando paseábamos por la calle, por miedo a que se mofaran de nosotros o nos señalaran con el dedo.

Pero a pesar de las contradicciones existentes en la sociedad, los exiliados españoles se  ganaron el respeto de todos. La divisa contra el fascismo os otorgaba una categoría moral importante como grupo e individuos…

Fue la última época en la que hubo esperanza en el mundo. El antifascismo fue maravilloso, exaltante y moralizador, como una religión sin dioses y sin ritos. Creíamos en la revolución española como una verdadera liberación de las clases oprimidas. Luego nos dimos cuenta de que se trataba de lo que aquel señor Marx, ¿te acuerdas?, llamaba una revolución burguesa, pero tenía la apariencia de haber sido una revolución popular, y por tanto toda la actitud oficial nos era favorable, lo que no significa que también lo fuera por parte de la población. A mí me rechazaba el niño con el que yo jugaba en el parque, pero no el presidente Cárdenas. A un inmigrante actual lo rechaza en Europa la sociedad, los estados y también los políticos como Berlusconi, no solo el ciudadano de a pie. Nosotros teníamos ese paraguas oficial que nos permitía sobrevivir bastante bien. Y gozábamos del prestigio de haber participado en una causa universal, porque estábamos viviendo una guerra generalizada contra el fascismo, nos sentían como protagonistas del lado positivo de la historia. Éramos de los buenos, porque en esa época –luego lo hemos pagado caro-, se distinguía entre buenos y malos, aunque nunca hay que estar muy seguro de eso. Pero portábamos una esperanza maravillosa. En medio de los desastres de la guerra, pensar que uno estaba luchando por algo, y que vendría un mundo mejor, que lo hacía uno por los demás, en nombre de la humanidad, y no en beneficio de uno mismo, todo eso era apasionante. 

¿Los refugiados españoles eran conscientes de formar parte de una lucha universal o de un exilio mayor?

Eso es  lo que la gente del exilio olvidó, que formábamos parte de un exilio más vasto. Cuando vivíamos en Casablanca formábamos un grupo de refugiados españoles, pero además había miles de alemanes, ciudadanos de países del este de Europa y de todas partes que huíamos de un enemigo común. El exilio español en México era más numeroso, pero estaba inmerso en un exilio general. Nosotros teníamos relaciones con judíos, franceses, alemanes, gente que no venía de países ocupados por los nazis, pero que huían de la proximidad de la guerra. Es muy significativo que los primeros contactos que los chicos de mi generación mantuvimos para hacer cosas de adultos y entrar en los circuitos sociales y económicos fuera a través de ese amplio exilio. Por ejemplo, las primeras traducciones que hice fueron para un programa de radio de los judíos, que se llamaba Tribuna Israelita, y el primer trabajo con sueldo que obtuve fue en la Librería Francesa, que era un centro de difusión de ideales antifascistas. Había un circuito progresista extranjero. En México vi con mis propios ojos a Stravinski, me encontré con André Breton,  Benjamín Peret, Leonora Carrington, y al a otro lado de la frontera estaban los directores alemanes de cine que inventaron Hollywood. Allí vivían Tomas Mann, Einstein, Arnold Schönberg. Todas esas personalidades estaban muy cerquita y formaba parte del mismo mundo.

Has contado muchas veces que comenzaste a escribir porque un profesor te dijo que tenía buenas aptitudes para redactar, te compraste una pipa y decidiste ser escritor. Supongo que el proceso sería más lento ¿O verdaderamente fue así?

Hay que contar las cosas con un poco de ironía, porque si no es muy aburrido. Se puede contar lo mismo de diferentes maneras, incomparable las unas con las otras, pero son todas válidas. Los acontecimientos reales de la vida de cada uno o los eventos y fenómenos físicos pueden considerarse producto de azar o de la necesidad absolutos. Ahí ya no se puede discernir. En mi caso puedo decir que fui escritor completamente por casualidad, empujado por la observación del maestro. O quizá fui escritor por pura necesidad, desde muy niño, pues tengo datos para las dos cosas. Por ejemplo, podría decir que yo fui publicado en París a los diez años. Es una manera de contarlo, porque allí, los niños de una colonia de la guerra, imprimían una revistita donde yo escribía cartas a los amigos de España. A pesar de que me interesaban cosas relacionadas con la lengua y la escritura, si me hubiesen preguntado a los trece años qué quería ser en la vida, jamás se me hubiera ocurrido pensar en ser escritor. Yo quería ser futbolista, como he dicho ya, pero me abracé a la otra oportunidad y decidí entonces tomar un rumbo en mi vida, que es una decisión grave cuando uno tiene quince años.

Esa decisión te condujo a las primeras lecturas serias y escogiste a Prados y Unamuno como tus primeros referentes. Emilio Prados te influyó como poeta, tanto estilística como didácticamente ¿Cómo lo recuerdas?

Prados era un hombre monacal y solitario, todos los críticos hablan de su soledad, pero cada vez que fui a verlo siempre estaba acompañado. Cuando afirman que era un solitario, posiblemente lo que quieran decir es que no tenía relaciones con el poder. Siempre piensan que no hay más compañía que la de los poderosos. Le encantaba estar entre los jóvenes. Era amigo del director del Colegio Luis Vives y allí acudía frecuentemente a hablar con los chicos. No sabíamos muy bien qué puesto ocupaba, a veces pensábamos que era bedel. Hablaba con los alumnos y profesores, su casa siempre estaba llena de gente joven y paseaba por la ciudad de México, que entonces era bella y muy agradable.

¿Tú te encontrabas entre esa gente joven?

Sí, pero yo era tímido y encogido, casi no se me notaba, porque ese proyecto del que antes hablaba, de buscar por uno mismo el sentido de la vida, implica también una especie de encogimiento y renuncia a  participar en la jauría. Yo era un chico apartado del bullicio, tímido, silencioso, solitario –yo sí era solitario-, y empecé a leer los poemas de Prado en silencio, sin hablar de ellos. Era el primer poeta moderno que leía y me daba perfecta cuenta de que no tenía nada que ver con lo que había hojeado antes.

¿Cómo llegaste a conocerlo y a tratarlo entonces?

Un amigo común le llevó unos poemas míos y Prados manifestó su interés por conocerme. Así fue como, con pudor y cierta vergüenza, me presenté en su casa. Inmediatamente me alentó y se convirtió, desde ese momento, en una especie de guía para mí. Yo me entregué mucho más a él que otros amigos míos que lo frecuentaban con anterioridad, pero aunque lo visitaban y leían, ellos estaban haciendo sus respectivas carreras y sus intereses eran más variopintos. Pero como yo no tenía formación ni horizontes, sus libros se convirtieron en casi mi única lectura. A partir de entonces iba a verle todos los días y permanecí completamente bajo su influencia. Me marcó mucho su mundo literario y su biblioteca, aunque él era un hombre de pocos libros y no leía demasiado, sino que volvía sobre los mismos autores: místicos del siglo de oro, románticos alemanes y simbolistas franceses. Me prestaba sus libros y empecé vorazmente a leer. A través de Prados conocí a otros chicos de mi edad que escribían, muy cultos, hijos de intelectuales que se habían educado en el Liceo Francés, hablaban lenguas, leían en casa. Yo los admiraba, y un día comenzaron a hablar de Valery y a decir una serie de cosas que a mí no se me pasaban por la cabeza. Pensé que yo debía ser idiota, porque habiéndolo leído era incapaz de sacar esas brillantes conclusiones. Y es que yo había leído a Valery Larbaud, porque Juanita la Larga era uno de los pocos libros que había en mi casa, y lo leí sin saber quién era el autor y sin importarme. Yo comparaba la inteligencia de esos chicos con mi burrez. En ese estado, el conocimiento de Prados fue maravilloso y decisivo, me orientó en la lectura y en la escritura.

¿Y te presentó a otros poetas españoles que influyeran a su vez en tu formación como escritor?

Sí, Prados me presentó a Manuel Altolaguirre en uno de los viajes que hizo a México desde Cuba -pues en esa época vivía en La Habana , ya separado de Concha Méndez y vuelto a casar con la cubana Gómez Mena. Lo conocí en casa de Prados. Me fascinó, me pareció seductor, lo leí con pasión. La jerarquía de valores era más o menos la normal en ese cenáculo, pero con ciertos matices, y aunque Lorca seguía ocupando el altar mayor, Altolaguirre era altamente venerado, como  Cernuda, cosa nada común en el resto del mundo literario de entonces. Leí también a Aleixandre, Alberti y a todos, pero los grandes amores eran Altolaguirre y Cernuda, de los que yo me sabía de memoria sus poemas. Heredé directamente el mundo afectivo de Prados, más que el crítico.

Heredaste, pues, el mejor Cernuda de Emilio Prados, lo memorizaste y digeriste, como se puede observarse en tu poesía ¿Pero cómo lo conociste y fue esa relación?

Fue una relación dificultosa pues ya sabemos que Cernuda no era nada fácil. Yo lo admiraba y quería conocerlo, y cuando vino a México por primera vez, le pedí a mi amigo el músico Salvador Moreno, con quien solía reunirse, que nos presentara. Así pues, éste organizó una tertulia en un café donde yo asistí con mi mayor ilusión, esperando encontrar al poeta crítico que me había iluminado, pero me encontré con un hombre que solo hablaba de corbatas, zapatos ingleses, novela policíaca o películas, y cada vez que yo intentaba sonsacarle algún juicio sobre literatura, me espetaba un tanto despóticamente: “de eso no se habla”, haciéndome sentir un idiota.

Para el joven admirador de un gran poeta, ese encuentro debió resultar decepcionante, y me imagino que quizá te llevó a valorar a Cernuda en su medida más real, es decir, menos idealizada ¿Cómo fueron sus posteriores lecturas cernudianas?

Cuando yo dirigí la Revista mexicana de Literatura apareció la nueva edición de La realidad y el deseo, y a mí los últimos poemas de Cernuda me dejaron fuera. Yo había admirado mucho al poeta surrealistoide y al inmediatamente posterior, pero ese escritor de lenguaje prosaico, ese nuevo Cernuda amargo, que utiliza la poesía para agredir a los demás, cultivador de una imagen victimista, ese santo intocable me parecía rencoroso. Entonces escribí una nota diciendo que yo seguía admirando al gran poeta primero y al único gran surrealista de la lengua española, pero que al final me había desilusionado, porque vengarse de la vida no es lo que a mí me atrae. La relación que yo tenía con él era muy vaga, a través de Concha Albornoz, que había sido un poco su protectora y su “mamá”. Por ella supe que estaba muy ofendido por la reseña que escribí. Le expresé  que cómo todo un gran poeta podía enfadarse conmigo, que no era más que un aprendiz sin ánimos de ofender a nadie, y menos a alguien a quien tanto admiraba. Quise deshacer ese entuerto, y un día que me encontré a Cernuda en un acto del Ateneo, donde él acudió con Concha y yo con otros amigos, a quienes yo les había dado a  leer sus poemas, como era el caso de Octavio Paz o Gabriel Zaid. Le propuse a Concha que invitara al poeta a venir a mi casa después de la conferencia con todos aquellos jóvenes cernudianos. Ella me lo puso muy difícil pero, milagrosamente Cernuda aceptó la invitación, advirtiéndome de que tendría que irse muy rápido, ya que él vivía en casa de Concha Méndez y le parecía una falta de consideración llegar tarde. Yo, que tenía un cochecito al que se le deshacía la carcasa, le dije que lo llevaría cuando y donde  decidiera. Se apoyó contra la pared en un camastro, porque en mi casa de entonces no había muebles, y los jóvenes se sentaron en el suelo a su alrededor, y no pararon de hacerle preguntas. Él estaba encantado, y entonces yo saqué un ejemplar de La Realidad y el deseo para que me lo firmara y me lo dedicó con estas palabras: “A Tomás Segovia, que tan bien supo hablar de este libro”. Al día siguiente, como él era muy británico en los modales, me llamó por teléfono para agradecerme la acogida y, manifestando su deseo de corresponderme, me citó en un café del centro de la ciudad. Cuando nos vimos, me llevó “un pequeño recuerdo”-según sus palabras-, consistente en, nada menos, que una hoja de la revista de JRJ, una joya inencontrable. Yo en esos días me marchaba a Uruguay y ya no lo vi más, pero me quedé con el pesar de no haber profundizado en esa amistad.

La literatura mexicana había permanecido al margen de tu formación como escritor, pese a vivir en su territorio, ¿Cuándo y cuáles fueron tus primeros contactos con su poesía?

Yo empecé a abrirme a la cultura y a los ambientes literarios mexicanos cuando fui a la Facultad, con 17 años, en 1944, cuando me casé y cambié de hábitos y tipo de vida. En mi casa cocinaba mi abuela y comíamos cocido madrileño, sopa de ajo y platos españoles. Ya en la Facultad iba con mis compañeros a comer tacos y empecé a descubrir la vida mexicana. El primer entusiasmo por la poesía mexicana fue a través de Muerte sin fin, de Gorostiza, e inmediatamente después, López Velarde. Curiosamente yo descubrí primero al grupo de Contemporáneos. Fue a través de ellos por los que llegué a López Velarde, a quien todos consideraban su maestro. Otro que me sedujo fue Villaurrutia, y un poco después –porque era más difícil encontrar sus libros- Gilberto Owen, que siempre fue un poeta un tanto marginado. Y luego ya me sentí atraído por Octavio Paz y su generación.

Y Octavio Paz también se sintió muy atraído por ti, por tu actitud y especialmente por tu poesía. Yo recuerdo que en el año 1987, cuando tú aún no te habías establecido en España y no eras tan conocido entre el público español, me recomendó con afán tu obra y tu nombre para participar en un curso de literatura iberoamericana ¿Qué significó para ti el conocimiento y contacto con su figura?

La sentí como la autoridad que nos conectaba con Contemporáneos y, por tanto, con el inicio de un nuevo camino literario. Representaba el momento en que la literatura mexicana empezaba a ser literatura moderna, una de las literaturas del mundo. Es decir, ya no era una rareza, un folclorismo o una curiosidad, sino, como decía el propio Octavio, “contemporáneos de todos los hombres”. Por su causa podría decirse que dirigí Revista de Literatura Mexicana, allápor el año 1957. Carlos Fuentes, que era su director, me encargo una reseña de El arco y la lira. Paz, que hasta entonces no me había hecho ni caso, me escribió una carta agradecidísimo desde la India, donde era embajador. Y a partir de ahí, Fuentes no sólo me invitó a colaborar, sino a ayudarle en sus funciones, ya que él no tenía tiempo. Como yo había estado siempre marginado y había tenido que ganarme la vida, tuve la fortuna de haber aprendido el oficio. Yo sabía corregir pruebas, estilo, diseñar una página, tratar con la imprenta, y, en definitiva, hacer la talacha (término mexicano que me gustaría difundir), hasta que Carlos Fuentes me comunicó su retirada y me pasó el testigo de la dirección de la revista. Fue un cataclismo porque yo no era nadie y estaba todavía bastante apestado y destruido. Tenía que hacer una revista de lujo y nivel internacional sin medios ni conexiones. Pensé que se moría la revista pero por orgullo lo intente e inicié una nueva época, marcando claramente que se trataba del periodo pobre de una revista prestigiosa. Y lo logré con inéditos de Rulfo, Arreola y el propio Octavio Paz que me apoyó todo el tiempo, escribió a los amigos, me relacionó con gente y logramos sacar adelante la revista. La relación fue muy intensa, sobre todo cuando manteníamos correspondencia desde puntos lejanos.

¿Intentaba Paz influir en las opiniones de los más jóvenes, en vuestra forma de escribir o incluso formar el grupo y la revista  que por sus largos periodos de ausencia él no había tenido?

Octavio Paz era un gurú, un guía, tenía vocación de líder y estaba obsesionado con la idea francesa de que una generación debía dejar huella con la realización de una revista. Se reunía con nosotros y servía de imán para todas las tendencias progresistas, porque en ese momento encarnaba un pensamiento de izquierda no estalinista, cuando empezaba a resquebrajarse el comunismo monolítico. Todos nos acercamos a él. La imagen que tenía de Octavio Paz me venía del exilio, porque los refugiados habían tenido contacto con él desde el Congreso de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia en 1937. Era una figura situada donde justamente debía estar. Cuando se asentó en México hicimos Plural, revista de la que fui jefe de redacción, pero estando ahí Octavio, la revista era de él y no mía. Yo no soy la persona indicada para trazar la línea de una revista o de un grupo. Ni siquiera soy un disidente, sino un marginal. Dejé el puesto a pesar de que Paz no quería, sobre todo porque sus enemigos hubiesen podido utilizar esta ruptura contra él. A mí entonces me parecía un poco raro que Octavio Paz tuviera enemigos. Y se supone que yo quedé como colaborador, para cubrir las apariencias, hasta que vino el golpe político de la primera corrupción del gobierno y cerraron la revista.

En algunas de sus cartas, editadas en el volumen Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), Octavio Paz te escribe en una ocasión que “eres intransigente contigo mismo y con los otros”.

Sí, claro, es que al final hubo desavenencias políticas. Es verdad que a Octavio Paz trataron de montarle una campaña de desprestigio por su dimisión como embajador ante la matanza de la Plaza Tres Culturas en 1968, pero después se fue escorando cada vez más al neoliberalismo, y yo que siempre fui crítico con el estalinismo, y en alguna ocasión fui señalado con el dedo porque no creía en los dogmas marxistas, nunca comulgué, sin embargo, con las teorías neoliberales. Las discrepancias eran cada vez más marcadas. Y ya, la piedra final fue con respecto al zapatismo en Chiapas. Paz y casi toda la intelectualidad, incluso “de izquierdas”, se pusieron en contra porque lo consideraban una guerrilla violenta y dogmática, y yo defendí el zapatismo.

Es que, quizás, con esa defensa estabas cuestionando las estructuras de un estado al que pertenecían y pertenecen la mayoría de tus colegas.

A mí me parece que quien cuestiona los fundamentos del estado es la derecha y no el zapatismo. Lo que este movimiento propone es un estado más humano, pero no son anarquistas. Los verdaderos anarquistas son los de Wall Street, que dicen: “nosotros hacemos lo que nos sale de las pelotas”. Yo mantenía que los zapatistas no era una guerrilla como otra cualquiera porque no ambicionaba el poder, y eso me parece ejemplar. En una entrevista ampliamente difundida por la televisión mexicana le preguntaron al subcomandante Marcos si los zapatistas creían que llevaban razón, y éste contestó: “No, nosotros no podemos llevar la razón porque tenemos armas.” Claro que yo defendía todo eso, porque era un movimiento social que se ha dado cuenta, a su manera, con su lenguaje, a pesar de los excesos verbales de su líder, que el peligro de la revolución es tomar el poder, que es el poder lo que corrompe a todos, y eso es importante.

A pesar de las discrepancias políticas todo acabo bien entre Octavio Paz y tú. Te siguió admirando hasta el final de su vida, cuando pensó en escribir algo ambivalente sobre ti. ¿Cómo fue ese último encuentro?

Acudí a la ceremonia de apertura de la Fundación que lleva su nombre e inmediatamente me recibió en el hospital con algunos amigos. Estaba en silla de ruedas con los pies hinchados. Cuando entré en la habitación le roce el pie sin darme cuenta, y él hizo un gesto de dolor, diciéndome: “Has tropezado con mi pie. Como siempre, el ángel torpe”. Le pregunté entonces: “¿Quién, tú o yo?” Y me contestó: “Yo nunca he sido un ángel y tú siempre lo has sido, pero torpe.” Me aclaró que estaba reuniendo su obra, pero entre esas páginas falta una que se llamaría Lo que amo y lo que detesto de Tomás Segovia. Yo le animé inmediatamente a escribirla, pero ya él ni quería, ni podía escribir más.

Una vez muerto Franco decides ponerle fin a tu exilio o a tu situación de hijo del exilio y optas por volver ¿Qué sensación te produjo ese retorno, aun en medio de un escenario político poco claro y transitorio?

La primera vez que llegué a España fue en 1976. Llegué a Madrid, entrando en una furgoneta por la Castellana, el día del primer aniversario de la muerte de Franco, y al llegar a Cibeles me encontré con un grupo de gente haciendo el saludo fascista. Se me encogió el estómago al comprobar que cerca de cuarenta años después de mi partida todavía se alzara el brazo. Pero después pude constatar que se vivía un clima de verdadera esperanza, a pesar de la resistencia fascista. Escribí un poema en el que hablaba de una mujer simbólica, donde decía que me marchaba contento de “pensar que desde lejos sabré que está despierta de su sueño, no del mío.” Esa idea no tiene nada que ver con la vuelta del exiliado, sino con la energía de quien dentro se despierta para asumir su historia, ante la que sólo tengo que mirar como espectador. En esa ocasión pasé en Madrid una corta temporada. Regresé en 1980 porque me dieron un año sabático, con  la intención de quedarme todo el año, pero no pude aguantarlo y me fui enseguida al sur de Francia, otra vez al Rosellón,  a mi modesto y pequeño paraíso en el que pasé momentos felices.

¿No encontraste en España lo que esperabas entre la gente o te sentías exiliado a pesar del retorno?

No, si la cuestión es que me miraban con la ternura de un hijo que había recobrado su maternidad, pero todo el tiempo me sacaban a una abuela del armario, y una abuela no es una madre. Lo que yo buscaba no era una abuela perdida. Es un lugar común, pero es verdad que un exiliado será toda su vida un exiliado en todas partes, ningún sitio es su casa, pero paradójicamente, si ningún sitio es su casa, en ningún sitio está fuera de casa. De algún modo, yo en todas partes estoy en mi casa, como me ocurrió cuando era niño. A mí nadie me obligó a irme esta vez, incluso me podría haber quedado luchando en la oposición, como era mi deber. Pero me agobiaba la reacción, las miradas, la manera de hablar de los demás, me sentía rechazado e incluso no entendía bien la naturaleza de ese rechazo que me parece comprender mejor ahora. Un exiliado en España es de mal gusto, es el gusanillo de la conciencia. Yo no venía a reclamar nada, puesto que no tenía nada que reclamar. Incluso algunos compañeros exiliados me reprochan que yo diga esto, porque piensan que tenemos mucho que reivindicar. Yo creo que, en todo caso, nuestros padres podrían exigir el trozo que les han quitado, pero los hijos no, al menos en mi caso. A mí no me quitaron nada, sino todo lo contrario, tuve libertad, viajé, conocí gente maravillosa, aprendí idiomas y me liberé del agobio franquista.     

¿Crees que el recelo de algunos españoles con respecto al exilio tiene que ver con el duro y a veces pedregoso proceso de recuperación de la memoria histórica?

Está clarísimo que España no quiere recordar. Cualquier sicoanalista reconocerá que alguien que no quiere que le recuerden nada es porque tiene mala conciencia. La existencia del exiliado, aunque no demande nada, fastidia. El español prefiere que se pase página, se mueran todos y que no se hable más. Claro, yo viví todas esas agresiones cuando regresé, y no solo por parte de la derecha, sino por determinadas personas de izquierda que han podido verse perturbadas ante nuestra presencia. Y no es así, hemos vuelto mansitos, y lo único que algunos solicitan es la pensión que creen que les pertenece. Ha habido, por ejemplo opiniones escritas donde se protestaba contra la creencia de que la literatura del exilio era mejor que la del interior. Uno llegaba con un libro de poemas para publicar y te miraban con recelo, como si estuvieras ocupando un lugar que no te correspondía.

Y lo cierto es que siempre has sido un poeta español, de una clara tradición española, aunque con lecturas e influencias iberoamericanas y extranjeras. ¿Qué vinculación crees que puedes tener con la Generación del 50, que sería la tuya por edad?

Yo siento alguna afinidad con esa generación, pero no es lo mismo que pertenecer a ella. Desde México se estableció muy poco contacto con España durante el franquismo y teníamos muy poca información de lo que pasaba dentro de sus fronteras. La idea que tuve durante mucho tiempo de la poesía que se escribía en España era la de una literatura comprometida, realista y social, hasta que descubrí muy tarde esa otra poesía más introspectiva y reveladora. Concretamente fue en París, en 1965, donde conocí al neoexiliado Juan Goytisolo, quien me propuso hacer una reseña sobre algunos poetas españoles del momento. Al contestarle que yo no había leído nada de la época, me prestó cuatro libros, y en la nota que redacté advertí de lo arriesgado que resultaba escribir sobre unos poetas, de los cuales no conocía más que un libro de cada uno, sin poseer una idea general del ambiente que los rodea. Ese texto, escrito a ojo de buen cubero, me valió para establecer un vínculo esencial, porque cuando pasaron por México Gil de Biedma y Barral me quisieron conocer a causa de ese artículo. Y todavía recientemente han contado conmigo para un homenaje a Claudio Rodríguez a propósito de aquella reseña. Gil de Biedma me pidió entonces poemas para leer y me confesó su sorpresa al comprobar –según sus palabras- que yo era un poeta simbolista, pues estaba convencido de que al publicar aquella nota yo debería escribir como ellos. Pero una cosa es entender la poesía de los demás y otra es participar de la misma estética. Yo sí que sentía cierta afinidad con los poetas de esa generación, pero no un paralelismo, ni coincidencia alguna. Con el que más me identificaba era con Claudio Rodríguez, porque quizás es el que sea menos característico generacionalmente hablando y más personal, bastante inconfundible en la forma, pero, en cambio, menos epocal. Yo no me puedo identificar con Gil de Biedma  porque en el buen sentido de la palabra es muy apocadito, es posmoderno.

¿Y tú no te consideras elemento o partícipe de la postmodernidad?

En absoluto, yo no soy postmoderno. Yo soy crítico con ella. Lo que representa la postmodernidad es la irrupción del cinismo en el arte, en la política y en la literatura. La ruptura de los vanguardistas fue agresiva, crítica, despreciativa, pero no fue inmoral ni traicionera. Pero los postmodernos sí actúan de mala fe. Por ejemplo, Andy Warhol es la versión artística de George Bush. Es como decir: “A mí se me permite todo y yo hago lo que me da la gana porque sois todos idiotas.” Yo lo considero mi enemigo, lo mismo que Bush es también mi enemigo, dejémonos de contemplaciones civilizadas. Lo que me hace distinto de otras personas es que para mí la fidelidad a mi tiempo implica la protesta contra mi época.


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