No. 45 / Diciembre 2011-enero 2012

 
“En el jeroglífico había un ave”

Mística y poesía
Por María Auxiliadora Álvarez
 

mistica-45a.jpgDe José Ángel Valente hemos recibido noticias nuevas del pájaro solitario, del pájaro sufí, del ave clavada en el vacío, del pájaro quebrado -el roto-, del ala sin pájaro, y del vuelo sin ala. Nos ha dado a contemplar la transformación paulatina de la forma del pájaro durante un largo vuelo. Pero “contemplar, no es mirar sino ser mirado” (Carreto 251) yel lenguaje de Valente también nos mira, en detalle de singular puntuación: vestigio del ser que le anima. Hemos padecido la “volatización” de la palabra, transformándose de forma entera a fragmento, y de fragmento a vacío:

 

En el jeroglífico había un ave, pero no se podía saber si volaba o estaba clavada por un eje de luz en el cielo vacío. Durante centenares de años leí inútilmente la escritura. Hacia el fin de mis días, cuando ya nadie podía creer que nada hubiese sido descifrado, comprendí que el ave a su vez me leía sin saber si en el roto jeroglífico la figura volaba o estaba clavada por un eje de luz en el cielo vacío (Valente, “De la luminosa opacidad de los signos”, Treinta y siete fragmentos).

 

A pesar de los siglos que distancian las facturas (formas), si comparamos el ave en el vacío del poema de Valente con el pájaro solitario de San Juan de la Cruz, no encontramos diferencias de sentido hasta el final (cuando se desvanece el último tramo sanjuanista: “del vacío a la plenitud”). La proposición simbólica del poema místico difiere del poema secular por las cargas semánticas inferidas en ambos.

Podemos también comparar poemas elaborados dentro del mismo siglo XVI por poetas diferentes (Garcilaso de la Vega y San Juan de la Cruz). Escogemos otra vez un ejemplo en el que ambos autores utilizan el mismo objeto-símbolo como tema central. Tanto la Égloga I (de Salicio y Nemoroso) de Garcilaso, como la canción 11 del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, seleccionan el símbolo de la “fuente” pero lo trabajan de distinta manera. ¿Puede la fuente remitir por sí misma a la realidad material y a la realidad divina al mismo tiempo? Sí, por su valor simbólico.

mistica-45b.jpgEn el poema del  San Juan, se dice: “¡O christalina fuente!/ Si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados”. El agua es la metáfora de la fe para San Juan, quien escribe en la declaración: “Llámala christalina a la fe por dos cosas, la primera porque es de Cristo su Esposo, y la segunda porque tiene las propiedades del cristal en ser pura en las verdades y fuerte y clara y limpia de errores” (Cántico espiritual). El agua posee en este verso una función connotativa doble: sólo puede ser realmente cristalina en la medida en que cumpla el deseo de San Juan de ver en ella los ojos de Dios reflejados. San Juan duda de la suficiencia especular de la fuente material, que no puede como él, dibujar en sus “entrañas” el rostro de la divinidad. La experiencia poética mística atraviesa el símbolo para exponer una vivencia existencial. Esta imagen del espejo interior reflejando los ojos de Dios ya había sido utilizada por el místico flamenco Ruybroeck (1294-1381) y trasegaría hasta Thomas de Kempis 1380-1471 en su Imitación de Cristo antes de llegar a San Juan.

Un sentido muy distinto a la alegoría del espejo espiritual de San Juan, Ruybroeck y Kempis, se encuentra en un verso de Garcilaso de figuración similar: “Corrientes aguas, puras, cristalinas/ árboles que os estáis mirando en ellas” (60), donde el objetivo no cumple otra función que celebrar la pureza reflectora de las aguas y el fundamento estético de la capacidad especular de la fuente.

La autonomía semántica del símbolo lo desprende de la circunstancia que inicialmente le dio vida: “un símbolo deja de serlo desde el momento en que se le descompone en tal o cual alegoría anecdótica (…) Prescindir del esfuerzo creador del símbolo es pretender que el meteoro desintegrado, ido, pueda recuperarse con la palabra” (Lucinio Ruano). La lectura conceptual del símbolo intenta expresar entonces, y quizá inútilmente, una continuidad relativa, puesto que el símbolo está situado en un punto invisible entre lo sensible y lo misterioso, “la medida del valor del símbolo depende de la distancia entre la cosa-signo y la realidad-misterio, del hiato que se da entre ambos, y que impone como un salto de la cosa material visible a cierta profunda intensidad que provocará la transferencia a la realidad velada, a la ascensión entusiasta” (Vilanova).

Un símbolo se convierte en fundamental por la capacidad polisémica de su valor, por la fuerza de la atomización que produce entre el significante y el significado: a mayores o más disímiles resonancias, más alto será su potencia transferencial, “no a manera de salto, abandonando el primer factor, sino a modo de perforación luminosa” (Ruíz Salvador). El símbolo marca el nivel de la potencia creadora. No posee correspondencia exacta con la realidad, no necesita justificación, se mantiene por su propia lógica, y se mueve con su propio peso.

 


Publicaciones anteriores de esta columna