No. 45 / Diciembre 2011-enero 2012 |
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Nocturno de Nueva Inglaterra
Toda una historia, un alma se te muestra
Ahí, y las piensas hermosas,
Hechas de recatada confianza en lo sabido, De respeto sin miedo en lo ignorado, Viendo tratar así los pobres muertos que recuerdo impotente son tan sólo. (Luis Cernuda)
Oigo el rumor del viento restregarse
contra los abedules y los arces, en esta noche oscura, desolada, noche de insomnio lejos de mi tierra. Ha nevado de nuevo y habrá nieve mañana. Siempre hay nieve dormida sobre otra nieve muerta en primavera, en esta primavera de otro mundo. El viento arrastra ruidos del pasado, melancólicas voces que no atiendo como ayer atendí. Me inunda en cambio un dulce olor a rama de canela y a madera de arce perfumada. Bajo los álamos que escoltan mi ventana hay nieve, sí, pero también memoria, memoria que es desvelo de los vivos: el cementerio extiende sus leyendas desde mi casa hasta la barranquera. Mañana, cuando la noche ya no esté, no sea la noche oscura ni temida, ascenderé la cuesta del silencio entre las tumbas frías y serenas. Inmóviles, debajo de la nieve, más allá de las noches y los días, las tumbas nos señalan lo que somos el futuro de nuestra condición. Esta noche, el viento cerca inquieto mi ventana, mi insomnio, mi esperanza, como lobo estepario de un destino que me aguarda en el bosque más profundo. Pero yo no le temo. Nada puede temer quien nada tiene, quien nada espera tener, apenas tiempo: calor en los inviernos impacientes, en los cortos veranos, sólo sombra. Y la digna memoria que esta noche presiento bajo nieve dormida, sobre otra nieve eterna. Pizarra negra He soñado que sueño... (Ludwig Zeller) He soñado que sueño y en el sueño yo entro en la casa vacía. ¿Qué casa es esa casa que yo soñé perfecta en mi sueño soñado? ¿El patio de mis padres con su pozo y su higuera, la casa de mis hijos y sus sillas sin nadie? ¿O quizá he soñado con la casa extranjera, aquella en donde fuimos por una vez felices? ¿Qué casa es esa casa que yo soñé perfecta en mi sueño soñado? He soñado que sueño soñar en las alcobas de mis casas perdidas. Un hombre no siempre es todos los hombres Voy en la multitud y mi nombre es nadie (Juan Manuel Roca) A Waldo y Roberto Yo no fui hace siglos un guerrero en la cordillera de los Andes ni un sacerdote en la ciudad sagrada de Sechín, tampoco un jaguar ni un tejedor de estrellas ni un pastor de vicuñas ni un centauro extranjero con escamas de plata. El dios Chall nunca me concedió su gracia, no permitió que me encarnara en la fogosa flor del flamboyán ni en el abundante fruto del macuili. No pude ser el aura que vigila los aires de los secos desiertos ni el cóndor que preside las cimas de las altas montañas o el humilde colibrí que labora en los claros de la selva sagrada. Oigo el constante grito que lanzan los hijos de esta tierra, ese constante grito que intenta seducirme, dominarme, y me llena de turbación con su esplendor, con tanto exceso de afirmación, tanta sobreactuación de luces y colores (mil palabras donde yo aprendí a pronunciar tan sólo una). No, yo no he sido un guerrero del Imperio del Sol, ni siquiera un centauro plateado nacido de los mares furiosos, no he sido un sacerdote levantando su daga en el templo sagrado de Tulum ni un patricio caído en la batalla por la bandera de la libertad. No, yo no fui, no estuve allí, no lo vi. Lo leí, lo tuve que creer, me lo contaron. El dios de los peces Si existe algún dios, si hubo alguna vez un dios en tu corazón, el dios que ahora te acoge y te consuela, habrá de ser el dios de los pantanos, el dios de los peces. Te recuerdo estos días junto a la orilla con el pañuelo al cuello y las gafas oscuras, fijas en mí, pendientes de la caña que quiero sostener con mis dos manos. –¡Lanza el sedal con fuerza! ¡Lánzalo! Lánzalo como si en ese esfuerzo apostaras tu vida. Y la apostábamos. Entonces yo era casi un niño y tú un hombre fuerte, un hermano fuerte y poderoso que intentaba enseñarme a pescar, a robar tesoros en las profundidades del lago: tesoros como animales perlados, inquietantes y elásticos, imposibles rayos de luz. Aprender a pescar era tan grave como saber vivir. Y yo intuía en tu entusiasmo esa enseñanza: el rito de iniciación que nos brindaban las mañanas de domingo en el pantano. Me recuerdo, yo mismo, con saquito de lana y con pañuelo al cuello, la cabeza muy alta, sosteniendo el sedal, y un modo de mirar al horizonte que fingía ser maduro. Hermano si existe algún dios, si hubo alguna vez un dios en tu corazón, el dios que ahora te acoge y te consuela, habrá de ser el dios de los pantanos, el dios de tus pantanos y mis peces. |
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