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portada-veinticinco.jpg Veinticinco sesentayocho
Dora Moro
Biblioteca Mexiquense del Bicentenario,
Estado de México, 2010.

Por Laura Solórzano
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No. 45 / Diciembre 2011-enero 2012

 

La explicación es la esperanza

Veinticinco sesentayocho
de Dora Moro es un poema largo que va desdoblándose a partir de fragmentos numerados, que dan cuenta de un extraño flujo de escritura; de un habla poética que se abre paso en la fragua de un lenguaje propio. Las imágenes se suceden sin cesar, y disparan su carga en diversas direcciones, dejándose sentir y dejándose hacer, en la corriente expresiva que libera su autora.

Este texto de Dora Moro, su tercer libro, ganador del segundo lugar en el Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, es un libro que exige una lectura atenta, ya que su hermetismo y volubilidad se sienten desde las primeras líneas, y exigen un espíritu abierto a la aventura de la expresión y la experiencia.

Los fragmentos del texto son impredecibles. Comprendemos o intuimos que su formación no depende de la racionalidad o de la lógica natural, sino de la reunión de diversos motivos y recursos, que van introduciendo paulatinamente una peculiar irracionalidad, o una lógica distinta.

Al dar vuelta a las páginas empezamos por sentir ansiedad ante la incertidumbre de los versos, y nos preguntamos hacia dónde va el poema, qué intenta decir…, pero, a la vez, encontramos en esta cualidad inquietante una sensación misteriosa que despierta la curiosidad y que impulsa la lectura. Dora escribe con libertad, una libertad que parece desatada, arbitraria, caprichosa, pero que deslumbra por estos mismos motivos. Dice Paz “La experiencia poética no es otra cosa que revelación de la condición humana, esto es, de ese trascenderse sin cesar en el que reside precisamente su libertad esencial.”

Esta libertad de traer frases de distintos contextos, de dar saltos en el encabalgamiento de los versos, de trasladar asuntos y temas, de usar palabras en inglés, de unir vocablos separados, de alargar los versos o minimizarlos, esta libertad de no escribir hacia una dirección predecible, no está exenta, sin embargo, de una intención, de una búsqueda y de una necesidad de resolver cada fragmento para alcanzar el equilibrio y el significado. Los caminos para lograrlo son los poemas de Dora, su apertura a la ambigüedad y su colocación indudable y certera.

Nos muestra las entrañas del dolor inesperado y lo saca a la luz del verso de una manera que pudiera parecer inocente, sin serlo. Dora comprende que sólo este movimiento arriesgado le trae al encuentro con una realidad interior y, hasta ese momento, desconocida; una realidad que hay que ver de cerca y recordar, recordar y plasmar, plasmar y jugar con ella hasta convertirla en lengua. Dice Dora: “soy un cocktail de síntomas las pastillas me provocan muertecitas cómodas”.

El libro de Dora es el encuentro con una lengua de sorprendente, textura recreada en un largo poema que va colocándonos frente a frente con el recuerdo, la infancia, la cotidianeidad, y algunos personajes alrededor del yo, y de Járin –personaje que es referencia en la realidad del hablante y que es el interlocutor del yo poético–.

Encontramos en este “Yo” distintos registros emotivos, básicamente, el recuerdo ingresa al terreno de la creación. Es el viaje al pasado, la infancia traída a actuar, traída a dejar su queja, su angustia, su insatisfecho lugar de resistencia y de agridulce triunfo. Esta queja que deja el pasado encuentra su potencia en la visión madura, y el resultado punza en esta creación liberadora. Ahora el mundo sigue siendo familiar extrañeza, orden infeliz, sin lugar y sin bandera.

Al terminar la lectura quedan varias sensaciones y algunas ideas: una intención expresiva e intensa, una libertad generadora y propositiva, una capacidad de encontrar una verdad pero que conserva el texto en el misterio. Dicho de otra forma, la poesía en esta poeta es el resultado de una expresión íntima que se lleva a cabo con gran libertad; apuesta al capricho pero encuentra una penetración simbólica que no termina con el misterio sino que lo resignifica.

Observamos lo arbitrario como señuelo para enlazar y traer el recuerdo, para desenredar la lengua y hacer que el poema ofrezca el orden de las añejas emociones: el niño y el doctor, la niña y la muñeca, los gatos, las banderas, etc. El texto fluye con un orden interno, perverso por momentos, que va formando su reclamo, su quiste, su perla negra. Dice Dora “De este cuerpo onírico se desprendió la esquirla de la catástrofe”.

La línea narrativa parece contener un dramatismo sordo, paciente, como si de pronto fuera a mostrarse completamente y a darnos una sorpresa; se manifiesta de manera continua en los sucesos contados a Járin, o que  tienen a Járin como referencia, y así, este lenguaje transformado o alucinado alcanza una realidad remota; la realidad de la memoria. Recuerdos que aparecen hoy, en la actualidad y registro del poema, que se reúnen para expresar su potencia, su volumen y su nitidez, transformando la dispersión emotiva en el hecho verbal, intenso, y que renueva su raíz y la vuelve activa.

Este proceder del texto plantea nuevas rutas, posibles actitudes en el terreno de la poesía, y deja aquí su acción, como dice Eluard: “Todo poeta valiente tiene el deber de abrir un camino tan largo como sea posible para la exaltación humana. Y para ello, todas las formas son buenas, su lenguaje se compone de todas las palabras, de todas las cosas.”

 

 


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