El libro del que ahora hablamos es, me parece, un texto inquietante. En consonancia con el título, Ópera de la tempestad puede leerse, sinonímicamente, como una obra convulsa, tanto en su intento como en su concreción. Parto de dos supuestos: uno, que atañe al intento, es la certeza de que el autor desea provocar tormenta, remover nuestras preconcepciones sobre el deber ser de la poesía, sobre los vínculos del poeta con el hombre y el mundo; dos, que se refiere a la concreción, es la percepción como lector de estar leyendo un libro anómalo en el continuo de los ejercicios poéticos que hoy día es posible leer, entre los escritores coetáneos a Andrés Cisneros de la Cruz. Intentaré explicar ambos presupuestos.
Sabido es que la poesía ha tenido un desarrollo histórico tal que la llevo, primero, a escindirse en épica, lírica y dramática, para después configurar los géneros literarios que hoy conocemos, donde sólo la lírica mantuvo el valor de poesía. Andando el tiempo, esta lírica terminó por abrogarse el terreno de la subjetividad interna, de tal suerte que el texto poético prestigioso fue aquel que preferentemente sólo mantenía el contacto del poeta con su interior (la famosa torre de marfil), y el vínculo del poema con la realidad externa se mantuvo en un plano secundario, desvalorizado, por momentos incluso, desprestigiado. Frente a este entorno, Ópera de la tempestad opone el tema que será su leitmotiv: la rebelión del yo contra sí mismo. Este motivo temático (para emparentar nuestro vocabulario crítico con el musical que el libro sugiere) aparecerá como ritornello durante la lectura: El primer poema, Árte bélico, dice: “Contra uno es la rebelión,/ derrumba al héroe para vencerte”. Esta inscripción en el pórtico del libro nos conduce, cual paráfrasis al Oráculo de Delfos, por el camino de una voz poética que busca llevar al extremo el ejercicio de autoconocimiento: hasta la destrucción del yo subjetivo que habita la poesía, en su afán de reconstituir el vínculo del poema con el mundo. En el poema Canto tallado hacia adentro, penúltimo del libro, es posible reconocer esta lucha con el lenguaje literario en tanto abstracción del significante; el afán por reconstituir el vocabulario, aun a la manera dadaísta si se quiere, con el afán de volverlo asequible al hombre, vale decir, reconstituirle su valor social: llenarlo de humanidad.
Ahora bien, este afán de recomposición ocurre, como debe ser en todo poema, desde la construcción formal. La enunciación típica del poema lírico, que nos acostumbró a la primera persona del singular desde el Romanticismo en adelante, aparece en este libro sustituida por un hablante poético que se expresa generalmente en plural o en segunda persona, con la clara intención de involucrar al lector en la pugna. En poemas como Brotan hélices en las manos del quijote o Cántico para enfrentar el día, el ‘nosotros’ del poema es también un imperativo a la acción colectiva, a incidir en la auto-transformación que el poemario propone: “Si estamos aquí/ es para cambiar la imagen que baila en el espejo”. De modo semejante, poemas como Cántica para preparar un disparo o Metáfora del disparo, el cual cierra el libro, recurren al ardid estilístico de entablar un diálogo implícito con el interlocutor a través del ‘tú’ al que el poema alude. En estos dos ejemplos, no es casual el término compartido: el vocablo ‘disparo’ expresa, metonímicamente, la violencia verbal ejercida en el poema, tanto contra el receptor como contra la realidad fáctica. En otras palabras, la lectura de las formas elegidas por el poeta arrojan luz sobre su intencionalidad socializante: establecer comunicación con el mundo a través del lenguaje poético que ha decidido utilizar.
He dicho que, además de leer el intento por convulsionar la relación entre el poema y su realidad, es posible mirar este libro también como un texto anómalo para el entorno literario que comparte. Un rasgo en este sentido ya he adelantado: Ópera de la tempestad busca un diálogo directo con el lector y su realidad, antes que concentrarse en la autosuficiencia del yo subjetivo o de plano, en la abstracción de la impersonalidad poética. De acuerdo con diversos estudiosos, todo poema que aspire a la efectividad comunicativa (como me parece es el caso), prescindirá de las ideas preconcebidas sobre la poesía. En un circuito de poetas que mayormente escribe para agradar a jurados de concursos, becas y demás presupuestos oficiales, Cisneros de la Cruz opta por el lenguaje llano, por la versificación irregular, el giro narrativo y el referente popular. En este sentido, podemos ejemplificar con un poema como La metamorfosis del hombre araña, donde, además de volver al tema-guía del libro (el ‘hombre araña’ en pugna con su fatalidad de trepa-paredes), leemos un poema que cuenta una historia (algo que abomina el prestigio lírico) con base en frases directas, con ecos incluso de una canción popular (no puedo leer el poema sin pensar en Construcción de Chico Buarque). No obstante, el efecto poético se logra mediante ciertos giros trópicos. Primero, la presencia volitiva –prosopopeya, dirían los clásicos– de su rebelión interna: “Destruye –gritan las voces./ Destrózalo todo –piden./ Y así lo intenta./ Fúgate –ruge el intestino–/ golpea –saliva la venganza”. Este trabajo retórico, posiblemente aprendido en su admiración declarada por Enrique González Rojo, verdadero maestro de la disociación poética, permite salvaguardar al poema de la simple anécdota contada. Permite, también, filiarse a un contra-canon poco valorado pero no por ello menos importante, el cual recorre nombres como los de Leopoldo Ayala, Roberto López Moreno y el mismo González Rojo Arthur, todos ellos marginales a la oficialidad poética, camino que conscientemente ha decidido recorrer Cisneros de la Cruz.
El poema que da título al libro, Ópera de la tempestad, es sin duda el mejor del libro. La efectividad retórica ya aludida es aquí principio constructor. Este texto condensa los elementos estilísticos que he venido señalando, y es donde encontramos las metáforas más interesantes, de nuevo, susceptibles de ser explicadas en función del procedimiento semejanza-diferencia que González Rojo ha explicado en su teoría poética: “resignado a cargar sobre los hombros su narciso enfermo/ su orquídea vacía, su filosa llama”. Esta “realidad atemperada” (González Rojo dixit) opera a partir de la alegoría del personaje cuya transformación en el continuo poético se enarbola como esa tempestad del título, que batalla en su rebelión interna, que se restituye al mundo transformado por su reapropiación del lenguaje. En síntesis, la galería de recursos que conforman el libro todo se quintaesencian en este poema.
Para finalizar, quiero apuntar que no es mi intención alabar el trabajo poético de Andrés Cisneros de la Cruz sin mayor cuestionamiento. He destacado ahora los poemas y recursos que me parecen dignos de ser analizados, dejando para después la discusión sobre ciertos giros cuyo efectismo me parece más obvio (“la luz es el oro de los pobres”, “Tú dime quién te aprieta en su puño/ y sabré cuál es tu nombre”). Estoy convencido de que, cuando un poeta explora los caminos de la incomodidad y se arriesga a la exploración del campo agreste, los tropiezos pueden suceder, pero es el único modo de desbrozar el terreno poético que tanta falta nos hace recorrer. Felicidades a Andrés por este libro, por correr el riesgo y por proponernos la tempestad como acción poética.