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portada-opera.jpgÓpera de la tempestad
Andrés Cisneros
de la Cruz
Versodestierro
México, 2011 

 
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No. 46 / Febrero 2012


 

 

Ópera de la Tempestad

 

Quizá estés ahí
y hermoso sea que no te llames hombre.
entre todo lo creado será una hermosura
esta inmensa isla de trigo,
cuando nadie te nombre
Cuando Nada te de nombre.
Adriana Tafoya

 

Qué tal si el mundo fuese un hombre enojado, furioso.
Un hombre hambriento, raído;
roto paño amarillándose, a secas.

Si el mundo es la desesperación de un hombre,
         hombre hecho pedazos por dentro
carcomiéndose,
ansioso en su rencor:
hombre necesitado de comida,
tacto, confianza.
                              De un beso:
con urgencia de ser
brutalmente desmembrado por alguien
          y reconstruirse. Con necesidad
de dirigir el ruido en el espejo
de armar el rompecabezas sobre el piso
          y juntar cada pieza
para elevar los ojos y en ellos, concebir una nueva mirada.

          Qué tal si el mundo es
un hombre que de verdad lo intenta,
y vuelve a encontrarse
con el mismo hombre cada vez que lo logra,
con los mismos dientes, la misma angustia,
          con el mismo gesto
arrogante, impasible,
resignado a cargar sobre los hombros
su narciso enfermo
          su orquídea vacía,      su filosa llama.

Qué hacer para ayudarlo
si es un viejo sin escrúpulos,
cómo abrir el grillete de su soledad sangrante
hacerlo descender de la ruleta rusa
salvarlo sin una bala
trozar su redondo sí
          Cómo limpiarlo de su cuerpo,
de su apretada boca:
empujarle a salir de su mente en ruinas,
taciturna entre las cuatro paredes
de un santuario;
cómo esfumar la puerta
          de la casa en llamas tras de sí:
cómo lo quemas sin volverle tizne,
lo ahogas, sin hacerlo humo
cómo desfiguras su maldito rostro
que no se cansa de reflejar las arrugas del miedo.
Cómo volverse otro cuando el Uno es Uno mismo.

Qué tal si el hombre
olvida el atavío, la cara
          la ceniza, la lumbre,
el polvo y el muro que contiene al agua,
que tal si anega hasta el último cabello
en el mar
a media noche,
para ver la lluvia desde el fondo de un pozo,
qué tal si se hunde en la cabeza encrespada
del azul
                    e igual que un pez
ondula, oscila, encorva. Igual que ojo
frío se cierra. Y después
se mantiene quieto.
          Qué tal si el mar lo retorna en su lengua
—al que fue hombre— con un verso, desnudo
sobre las rocas, atravesando la luz,
                                   sin ropaje
como la noche, exacto al compás
con el que avanza la tierra,
al mismo ritmo,
al mismo pie, igual que si de pronto
debajo de la lluvia y el fuego, fuera un niño
que mira a través de las cosas
en cada uno de sus instantes y cada una de las palabras
a Sidérea, viva en su mente, murmurando,
en una extraña fonética de aves, o dunas,
un cántico —que semejante al agua— quema.

Qué tal si vuelve el que era Nombre
ya sin casa, ya sin tiempo, ya sin hambre,
ya sin amo, ya sin furia.


Cántico abismal del caminante

Ninguno de los tramos
que he pisado en esta tierra, me pertenece.
Yo solo estoy de paso.

Construir el pasaje de lo eterno,
                      codician los opresores.
Pero el más alto castillo —sea de hierro o palabra—
es un terrón de arena.

Yo, esta nota,
fuera de un pentagrama,
es lo que busco dejar
igual a una pista,
que en medio de la selva,
descubre a un extraviado
                     su propio laberinto:
esa casa que será sólida
si logra interpretar la sinfonía
abismal de su ser.

                Manteniéndose inmóviles, algunos prefieren,
                esperar la pesca. Ser un ancla
                              —redonda—
                                                 enorme.

Yo prefiero caminar,
no se me confunda con un transeúnte,
           las sendas ya armadas, no me atraen,
porque todos los caminos —dicen—
           llevan al mismo destino.

Tengo claro que nada nos pertenece,
como tampoco el río de la historia a los tiranos.

                       A veces fácil olvidan unos
que el origen es el párpado que cubre
la ruta infinita
hacia la madre de todas las cosas.
Por eso cuando retorno sobre mis plantas, intento
volver distinto, y no confundir el origen,
para que ninguno de los tramos
que me concede la tierra, me pertenezca,
                     y reconocer así
—que al igual que los muertos—
yo solo estoy de paso          siempre.


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